Cuando el príncipe francés Carlos llegó a Toledo con una misión diplomática, no eran
los asuntos de Estado lo que ocupaba primordialmente su interés, sino la curiosidad
de conocer a la princesa Galiana, hija de Galafre, el rey árabe de Toledo, famosa en
todo el mundo por su belleza e inteligencia.
Sin embargo, el encuentro no parecía posible, no solo porque el retiro de las
doncellas era aún más estricto en la costumbre árabe que en la cristiana, sino porque
la joven princesa estaba al parecer preparando lo necesario para sus inminentes
esponsales con el poderoso gobernador de Guadalajara, Aben Zaide. Carlos era
joven, osado y con afición a la aventura, de manera que procuró que su gente
consiguiese toda la información precisa sobre el lugar en que vivía la princesa.
Empezaba el verano y Carlos supo que Galiana no se albergaba en su palacio de
la ciudad, edificado en el mismo lugar en que en la actualidad se alza el Museo de
Santa Cruz, sino en una quinta de las afueras, rodeada de jardines y estanques. Supo
que cuando atardecía gustaba de tocar música, cantar y escuchar canciones, y charlar
con sus damas. Y Carlos se propuso entrar secretamente en aquel lugar y contemplar
de cerca a la princesa cuyas gracias andaban en lengua de trovadores.
Había una fuerte guardia en la casa de campo de la princesa Galiana, pero el
intrépido y hábil caballero consiguió esquivarla y penetró al fin en los jardines. Las
flores exhalaban todo su aroma, que se mezclaba con el de las plantas silvestres del
monte que rodeaba la finca.
Todos los narradores cuentan que Carlos tuvo suerte aquella noche:
la princesa Galiana estaba acompañada solo por una dama, que debía de ser una
cautiva cristiana, pues la princesa y ella se hablaban en lengua latina. Así fue como
Carlos, con los ojos deslumbrados por la belleza de Galiana y la armonía de sus
gestos, y los oídos embelesados en el tono musical de su voz, pudo entender la
conversación.
Por una razón que Carlos conoció pronto, la princesa estaba triste, y su
compañera intentaba alegrar aquel ánimo decaído. No era razonable que Galiana
estuviese tan melancólica cuando faltaban escasas jornadas para que llegase Aben
Zaide desde Guadalajara con el propósito de pedir su mano, decía la muchacha sin
que la princesa respondiese. Y la dama insistía en hablar de las virtudes que de Aben
Zaide se pregonaban, su apostura, su valor en el combate, sus riquezas.
Ante la insistencia de la dama, la princesa acabó respondiendo que preferiría que
su pretendiente fuese menos aficionado a la caza y más al paseo por los jardines;
menos dado a los enfrentamientos armados y más a los juegos de escaques, y a
escuchar a poetas y músicos; menos acérrimo jinete y más fino conversador.
Al cabo, la princesa confesó a su compañera que la causa de su tristeza estaba,
precisamente, en el poco afecto amoroso que sentía hacia el famoso Aben Zaide, y
que si había accedido a aquellos esponsales con él era para no desairar a su buen
padre el rey, y porque era, en efecto, el mejor de los pretendientes posibles. Sin
embargo, el retiro de aquellos días le había permitido reflexionar y estaba dispuesta a
deshacer el pacto, que todavía no se había convertido en compromiso formal. La
dama quedó atónita y la princesa le ordenó que la dejase sola.
Cuentan los cronistas que Carlos aprovechó aquel momento para presentarse ante
la princesa, y que fue tan respetuoso y delicado en sus palabras y en su actitud que se
hizo perdonar, primero, su inesperada y no deseada irrupción y, luego, el oculto
acecho que le había permitido conocer el secreto de la princesa.
Parece que el encuentro se repitió los días sucesivos, que la princesa Galiana
quedó tan prendada del príncipe Carlos como él de ella, y que cuando llegó de
Guadalajara Aben Zaide para pedir solemnemente a Galiana como esposa, el rey
había recibido la misma petición del príncipe francés.
El asunto era delicado, y el rey reunió a sus más íntimos consejeros.
Éstos le sugirieron que dejase que fuesen los propios pretendientes, mediante su
destreza de caballeros armados y probados, quienes dirimiesen la cuestión. Aben
Zaide y Carlos dieron su conformidad, se convocó el torneo, se levantó el palenque, y
los dos pretendientes se enfrentaron con sus armas. Mas la fuerza de Aben Zaide
quedó derrotada ante la destreza de Carlos.
El príncipe cristiano francés regresó a su país con la princesa árabe española y al
poco tiempo se casaron, y se dice que fue la mejor de las ocho esposas que tuvo, y
que los consejos y advertencias de Galiana fueron tan útiles para su marido, que
consiguió llegar a gobernar el Sacro Imperio Romano Germánico con el nombre de
Carlomagno.
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