miércoles, 6 de marzo de 2019

LIMPIAR EL ALMA

amaban Mohammed. No rompía su ayuno sino ya caída la noche, comiendo unos
pámpanos. Este modo de vida duraba para él desde hacía siete años sin que nadie
estuviese al corriente. Este hombre despierto conocía muchas cosas extrañas, pero su
fin era ver el rostro de Dios. Cuando se sintió satisfecho de su alma y de su cuerpo,
subió a la cima de la montaña y se dirigió a Dios:
«¡Oh, Dios mío!, muéstrame la belleza de tu rostro y me lanzaré al vacío».
Dios respondió:
«Aún no ha llegado el momento. Y si caes de la montaña, tu fuerza no te bastará
para morir».
Entonces, lleno de melancolía, el hombre se arrojó al vacío. Pero cayó en un lago
muy profundo y así se salvó. Siempre dominado por el deseo de morir, se puso a
lamentarse. Le daba igual la vida que la muerte. Toda la creación se le aparecía como
en desorden y el versículo del Corán que dice: «La vida existe incluso en la muerte»
volvía constantemente a sus labios y a su corazón.
Más allá de lo aparente y de lo oculto, oyó una voz que le decía:
«¡Deja el prado y vuelve a la ciudad!
—¡Oh, Dios mío! dijo el hombre. ¡Tú que conoces todos los secretos! ¿De qué va
a servirme ir a la ciudad?
—Ve allá a mendigar para mortificarte. Recoge dinero entre los ricos y
distribúyelo entre los pobres.
—¡Te he oído, dijo Serrezi, y te obedeceré!».
Provisto así de esta orden divina, se volvió a la ciudad y Gazna quedó llena de su
luz. El pueblo acudió a su encuentro pero él, para evitar la multitud, tomó un camino
apartado. Los ricos de la ciudad, que se alegraban de su regreso, habían preparado un
palacete que pensaban poner a su disposición. Pero él les dijo:
«No creáis que he vuelto para exhibirme. ¡No! He vuelto para mendigar. Mi
propósito no es extenderme en vanas palabras. Visitaré las casas con un cesto en la
mano, pues Dios lo ha querido así y yo soy su servidor. Mendigaré, pues, y formaré
parte de los mendigos más desfavorecidos, para quedar envilecido y que todos me
insulten. ¿Cómo podría yo desear honores cuando Dios quiere mi degradación?».
Y, con su cesto en la mano, dijo además:
«¡Dadme algo, por la gracia de Dios!».
Su secreto consistía en invocar la gracia de Dios, aunque su puesto estuviese muy
alto en el cielo. Así lo hicieron todos los profetas. Serrezi visitó, pues, todas las
moradas de la ciudad para pedir limosna cuando las puertas del cielo estaban abiertas
para él. Fue en cuatro ocasiones a casa de un emir para mendigar. A la cuarta vez, el
emir le dijo:
«¡Oh, ser inmundo! No me tomes por un avaro, pero escúchame bien: ¡qué
desvergüenza la tuya! ¡Nada menos que cuatro visitas a mi domicilio! ¿Existe un
mendigo peor que tú? Deshonras incluso a los pobres. Y ningún infiel ha dado nunca
pruebas de tanto egoísmo».
Serrezi replicó:
«¡Cállate, oh emir! No hago sino cumplir mi tarea. Ignoras todo sobre el fuego
que me devora. No sobrepases los límites. Si realmente experimentara el deseo del
pan, sería el primero en abrirme el vientre. Pues, durante siete años, no he comido
más que pámpanos. ¡Mi cuerpo había terminado por ponerse completamente verde!».
Con estas palabras, se puso a llorar y las lágrimas inundaron su cara. Su fe
conmovió el corazón del emir. Pues la fidelidad de los que aman conmovería incluso
a una piedra. No es extraño, pues, que pueda conmover a un corazón sensible. Los
dos hombres se pusieron a llorar juntos y el emir dijo:
«¡Oh, sheij! ¡Ven! ¡Toma mi tesoro! Sé que mereces cien veces más. Mi casa es
tuya. Toma lo que quieras».
Pero Serrezi respondió:
«Eso no es lo que se me ha pedido. ¡No puedo tomar nada con mis propias manos
ni penetrar en las moradas por iniciativa mía!».
Y se marchó. El ofrecimiento del emir era sincero, pero poco le importaba, pues
Dios le había dicho:
«Mendigarás como un pobre».
Siguió mendigando así durante dos años; después Dios le dijo:
«¡Desde ahora darás! No pidas ya nada a nadie, pues lo que des procederá del
universo oculto. Si un pobre te pide caridad, mete la mano bajo tu estera de paja y
dispensa los tesoros del Misericordioso. En tu mano la tierra se convertirá en oro.
Cualquier cosa que se te pida, dala, pues nuestro favor por ti es grande y es
inagotable. Socorre a los cargados de deudas y fertiliza la tierra como la lluvia».
Durante un año, Serrezi así lo hizo. Distribuyó por el mundo el oro de los favores
divinos. La tierra se convirtió en oro en sus manos y los más ricos eran pobres
comparados con él. Antes de que un pobre le pidiese lo que necesitaba, lo adivinaba y
lo socorría. Le preguntaron:
«¿De dónde te viene esa presciencia?».
Respondió:
«Mi corazón está vacío. No siente ya necesidades. No tengo otro cuidado que el
amor de Dios. He barrido todas las cosas de mi corazón, sean buenas o malas. Mi
corazón está lleno ya del amor de Dios».
Cuando ves un reflejo en el agua, este reflejo representa una cosa que se
encuentra fuera del agua. Pero para que haya un reflejo, el agua debe ser pura.
Necesitas, pues, limpiar el arroyo del cuerpo si quieres ver el reflejo de los rostros.

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