El rey Ramiro I, hijo de Bermudo el Diácono, duerme en su lecho. Pero su sueño
no es tranquilo. Le agita la pesadilla amarga del fracaso. Lo más granado de sus
caballeros han dejado la vida en la batalla de Albelda. Su ejército, diezmado, a duras
penas ha podido refugiarse tras los muros del castillo enclavado en el cerro de
Clavijo.
Herido y agotado duerme el rey, que ha llegado hasta los confines de sus tierras
para poner fin a una infamia: la obligación de entregar anualmente cien doncellas
cristianas al califa cordobés a cambio de la paz. Pero el ejército enemigo, superior en
número, ha infligido a las huestes de la cristiandad una derrota sin paliativos.
El rey se lamenta en sueños y se remueve inquieto ante la tenue luz de una vela.
Los ejércitos de Abderramán esperan impacientes en los campos que circundan el
monte Laturce. Es el momento, piensan, para hacer retroceder la Cruz hasta las
montañas del Norte. Si es posible, hasta la misma ermita de Covadonga. Los
cristianos tendrán que seguir entregando sus doncellas si no quieren convertirse en
esclavos.
La visión de los sarracenos hollando las tierras de la cristiandad angustia al rey
Ramiro. Un sudor frío perla su rostro demacrado. Ni como caballero ni como
cristiano puede tolerar la deshonra que supone el sacrificio de aquellas jóvenes
inocentes. Prefiere morir en la batalla que cargar en su conciencia un baldón
semejante.
Una luz blanca ilumina la habitación. Ramiro I, el rey leonés, no distingue ya
entre el sueño y la vigilia. Una figura majestuosos aparece a los pies de su lecho y le
habla con una voz profunda:
«Sabed, buen rey Ramiro, que Jesucristo dividió entre todos mis hermanos las
provincias de la tierra y a mí me concedió España. Manteneos firme y sed fuerte que
yo, Santiago Apóstol, vengo en vuestro socorro. Y tened por cierto que mañana
venceréis, con la ayuda de Dios, a todos estos moros que os tienen cercado, aunque
morirán muchos de los vuestros, a quienes les espera la gloria del paraíso. Tened por
cierto que mañana me veréis montando un caballo blanco, con una señera blanca en
una mano y en la otra una gran espada reluciente. Al amanecer, confesad y recibid el
cuerpo de Cristo. Lanzaos después contra los moros al grito de ‘Dios ayuda a
Santiago’. Sabed que todos caerán bajo vuestra espada».
Las tropas cristianas contemplan asombradas a su rey. Sus ojos despiden un brillo
sobrenatural.
Montado en su corcel anima a sus hombres a recoger armas y bagajes y aprestarse
para la batalla. Su voz metálica resuena por todos los rincones del castillo:
«Hijos míos, recibid confianza, que en nuestra ayuda y favor vendrá Dios esta
mañana. Fundad en Él vuestras esperanzas y no temáis, venceremos. Vuestro rey va a
cargar contra el infiel. Seguidme y tendréis la victoria y la gloria. Por Dios Nuestro
Señor».
Dicho esto, el rey Ramiro pica espuelas y, espada en mano, se lanza al galope
contra la vanguardia de las hordas sarracenas. Su ejército lo sigue como un solo
hombre, con un estrépito metálico aterrador. Los musulmanes contemplan la carga
cristiana con perplejidad, como contemplarían unas reses conducidas al sacrificio.
Cuando los ejércitos están a menos de cien metros, las armas preparadas para el
sangriento choque, un viento extraño barre el campo de batalla.
Una figura de rostro adusto y sereno cabalga junto al rey cristiano. Monta un
corcel blanco y blande una espada refulgente que deshace las primeras líneas de
defensa de las tropas califales. Por esa brecha, los cristianos entran a degüello al grito
de ‘Dios ayuda a Santiago’. Siguen con determinación y sin piedad el estandarte
blanco que ondea en mitad de la carnicería. Y avanzan por encima de los cuerpos
inertes de los moros que caen por docenas.
Nadie consigue abatir al caballero del corcel blanco. Las flechas y venablos
lanzadas contra él pierden fuerza cuando se acercan y caen a sus pies. El pánico se
generaliza entre los mahometanos.
El sol comienza a declinar. Las huestes del rey de León están exhaustas y han
perdido muchos hombres. Pero los musulmanes están aterrorizados y huyen
desordenadamente tratando de salvar sus vidas. En la refriega han perdido miles de
hombres. La victoria de los cristianos es ya irreversible.
Ramiro I sangra. Pero no siente dolor. Se desprende de su yelmo y se arrodilla
entre las montañas de muertos que asolan el campo de batalla. El resto de sus tropas
lo imita. Dan gracias a Dios por la presencia y protección de Santiago Apóstol, el
vencedor de la batalla de Clavijo.
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