El Cid estaba tenso, lo mismo que antes de una batalla. A mí, su compañero en
tantas, la más mínima inflexión de su voz o el gesto más sutil me revelaban los
pensamientos que en vano se esforzaba por esconder. Y es que mi amigo me resultaba
transparente, después de tanto tiempo de complicidades y sobreentendidos. En aquel
momento, uno de esos que los cronistas pedantes llaman “históricos”, solo una
inquietud nublaba la jovialidad a la que nos tenía acostumbrados. “Qué va a pasar,
Minaya —me repetía una y otra vez— cuando Dios se lleve a Su Majestad”. Mientras
tanto, en advertencia de futuras calamidades, el cielo se ennegrecía entre los
comentarios lastimeros de los centinelas de la muralla, obligados a soportar truenos
semejantes al rugido de una bestia del Apocalipsis.
El buen rey Fernando estaba, en efecto, más en el otro mundo que en este. En el
trance más decisivo ya no le importaba que sus súbditos agradecidos le llamaran “El
Grande”, consciente de que todas las lisonjas del mundo son humo a los ojos de
nuestro Hacedor. Tampoco pensaba en sus triunfos memorables contra los reyezuelos
moriscos, a los que había impuesto suculentos tributos que engordaban las arcas de
Castilla. No era más que un sencillo penitente, con la vista puesta en el descanso de
su alma y la eternidad.
Mientras el Cid se acariciaba la barba entre la serenidad fingida y la crispación
auténtica, un lacayo anunció la nueva tan temida:
—El Rey Fernando ha muerto.
A otros tal vez les sorprenda que Rodrigo rompiese a llorar. A mi no. Fernando,
más que un protector, había sido un padre sin el que no se explicaba a sí mismo. Por
la misma lealtad que le debía, ahora sería fiel a su heredero, don Sancho, aunque le
inquietaban sus maneras caprichosas, su irreflexión suicida, la frivolidad con la que
encaraba hasta el asunto más trascendente, convencido de que la sangre real, y no el
buen juicio, le aseguraba contra las asechanzas del desastre. Pero se dijo que mejor
no adelantar acontecimientos y que Dios proveería.
Nuestro difunto soberano había gobernado un pequeño imperio que ahora se
dividía entre tres vástagos impacientes, dispuestos, excusado es decirlo, a sacarse los
ojos por quedarse con la mejor tajada. Que los personajes de alta cuna, digan lo que
digan los juglares y otros propagandistas, no se diferencian en este detalle de los que
tienen las venas coloreadas de rojo. Para alguien como yo, uno de los pocos
privilegiados que se hallaba en el secreto de las altas esferas, el porvenir no se
presentaba precisamente halagüeño. ¿Llegaban a su fin tantos años en los que un
príncipe magnánimo había conducido a sus súbditos por el camino de la prosperidad?
Castilla semejaba entonces una tela delicadísima a punto de ser rasgada por una mano
ambiciosa, antes pronto tarde.
Como si tuvieran vocación de Penélope, las testas coronadas se entregaban a un
continuo tejer y destejer durante sus turbulentas biografías. Todos sus esfuerzos se
dirigían a un único objetivo, acrecentar sus estados todo lo posible… para después
separar lo reunido con tanta sangre y caudales. Se suponía que una herencia
equitativamente repartida evitaría disputas, pero tal hipótesis ignoraba la codicia
oculta en los oscuros pliegues de la naturaleza humana. En esta ocasión, contra toda
experiencia, el buen Fernando también supuso que una decisión justa aplacaría el
hambre de su camada. Porque todos nos creemos lo bastante listos como para evitar
la piedra donde otros tropiezan. Por eso dejó Castilla, “la bien nombrada”, a Sancho,
el primogénito. Pero su favorito, Alfonso, se llevó la parte del león al ceñir la corona
leonesa, valga la redundancia. Al benjamín, García, le tocó reinar en la tierra de las
brujas, Galicia por otro nombre.
El Cid, ya lo bastante curtido —o resabiado, todo es cuestión de gustos— para
maliciarse la proximidad de una tormenta, me miró con inquietud.
—No me fío de ninguno, pero es Urraca la que me da más miedo.
Su tono delataba que conocía como nadie a la infanta. Pronto te contarían la
escena tremebunda, aunque no necesitabas a ningún cronista, por más que presumiera
de testigo presencial, para recrear con exactitud los detalles. Mientras su progenitor
agonizaba, Urraca se presentó con ánimo de incendiar Troya con tal de no quedarse
fuera del testamento. Total, ¿para qué iba a ser delicada con quién solo la había traído
al mundo? “Y a mí, porque soy mujer, me dejáis desheredada!”, clamó con rabia
apenas contenida, con su voz seca, cortante, solo un punto menos cordial que el puñal
de un sicario. Sensible siempre a la alta dignidad de las mujeres de su familia, el Rey
se acordó de una ciudad a orillas del Duero, Zamora. Se la entregó ipso facto a su
hija, seguramente ansioso por disfrutar de unos últimos instantes de sosiego, mientras
pronunciaba una aterradora maldición contra cualquiera lo bastante osado como para
disputar a aquella loba endiablada su legítimo patrimonio.
Rodrigo y yo temíamos que la maldición resultara profética. Para desgracia
nuestra, acertamos, aunque la tempestad demoró aún dos años, los que tardó en morir
la reina madre. Desaparecida la leona, ningún freno impedía a los cachorros lanzarse
unos contra otros. A Sancho, como era de esperar, ni se le pasaba por la imaginación
acatar la voluntad paterna. ¿Acaso no era el mayor? ¿No le correspondían por
derecho de sangre los dominios que un viejo insensato había separado? El Cid, contra
toda esperanza, procuraba refrenarlo.
Cuando nos encontrábamos al atardecer, para compartir un mendrugo de pan al
calor de una hoguera, como los duros y austeros soldados que siempre fuimos, el
paladín de Castilla no podía evitar desahogarse.
—Ahora, Minaya, es el momento de la política, de rendir culto a la razón de
Estado, esa diosa implacable tan mal avenida con los escrúpulos.
—Los que le faltan a Sancho. Olvida que García también es hijo de su padre y de
su madre, será por que Galicia es una presa demasiado apetecible. Despotricábamos
todo lo que queríamos, sí, pero a la hora de la verdad empuñábamos nuestra espada
por nuestro Rey aunque juzgáramos su causa discutible. “Discutible”… ¡Qué
desvergonzados resultan algunos eufemismos! Bien lo debe saber el pobre García,
paseándose cual alma en pena por el castillo de Luna, de donde nunca saldrá si no es
con los pies por delante.
A Sancho solo le faltaba Zamora. Sabía que la plaza, muy bien defendida, no iba
a caer así como así, pero, lo mismo que un fanático de las apuestas, confiaba en ganar
la partida gracias al as que se guardaba en la manga. Contaba con una baza
espléndida, el talento de ese caudillo prácticamente invencible que me honraba con su
confianza. No por capricho los infieles le llamaban “Cid”, del árabe “sayyid”, es
decir, “señor” o “amo”. Los cristianos, a su vez, le conocían con el apodo de
“Campeador”, del latín “Campidoctor”, doctor o experto en el arte de batallar. El
lector sabrá excusar estas disquisiciones etimológicas, pero es que, a los ancianos
como yo, no nos queda más riqueza que la palabra.
A una edad como la mía, el destino ya ha enseñado sus cartas y uno ha leído en el
libro de la vida todo lo que tenía que leer, pero un día Rodrigo y yo fuimos jóvenes.
¡Jóvenes! Todas las puertas parecían entonces abiertas para dos guerreros decididos a
formarse a sí mismos en la frontera, esa línea en mudanza perpetua, esa tierra de
nadie donde alcanzaríamos fama y fortuna si teníamos la suerte de sobrevivir.
Aunque, con veinte años, ¿quién piensa en que una flecha le atreviese el pecho?
El Campeador había visto la luz en un pueblecito burgalés, Vivar. Resulta
tentador imaginar que fue hijo de padres humildes, encumbrado a fuerza de redaños,
pero la verdad, la prosaica verdad, es que pertenecía a una cuna razonablemente alta,
lo suficiente para ufanarse de que entre sus antepasados se contaba Laín Calvo, todo
un juez de Castilla. La genealogía tal vez sea una curiosidad fútil, o tal vez no, pero el
refrán “de casta le viene al galgo” se cumple aquí con precisión absoluta. No en vano,
Diego Laínez, padre de nuestro héroe, también gozó de los favores de la Victoria en
los campos de batalla.
Al hombre que yo conocí, por el que aún hoy daría la vida y el alma, la
humanidad le salía a borbotones, unas veces al hacer justicia, otras al dejarse arrastrar
por la arrogancia del que conoce la medida exacta de su valor y lo publica sin la falsa
modestia de los menguados. Me cuentan que sus amigos, los monjes de Cardeña, lo
pintan como el defensor incansable de la Cruz. ¿Quieren saber la verdad?
Mercenarios a fin de cuentas, lo mismo ofrecíamos nuestra lanza al musulmán que al
cristiano. Que la plata, y no el dogma, mantiene a nuestras mujeres, nuestros hijos,
nuestros parientes y amigos. Todos aquellos, en suma, por los que un pater familias
que se precie debe velar.
Sancho hizo del Cid el jefe su escolta, además de escuchar su consejo cada vez
que se planteaba una cuestión estratégica. Por desgracia, a él nunca se le dio bien
decir al poderoso lo que esperaba oír. Contra extraños combatiría hasta dejarse
despellejar, pero nadie tenía derecho a exigirle entusiasmo en una guerra contra los
mismos a los que amó, parte irrenunciable de su biografía por más que a veces se
empeñara en reescribir la historia a su gusto.
Una visión le sacó de sus reflexiones sombrías: Doña Urraca apareció en una
torre mocha, más hermosa que cuando compartían juegos en palacio. Sí, Rodrigo. A
ciertas mujeres, los años, en lugar de mancillarlas con su ultraje devastador, las
mejoran. No te preguntaré si recuerdas aquella edad dorada, aquel tiempo feliz en el
que su padre te armó caballero y ella soñaba con desposarte, porque sé que ciertos
recuerdos nunca pasan.
Allí se erguía majestuoso el despecho, transformado en mujer. Con las heridas
aún a flor de piel, la infanta le reprochó que hubiera desposado a Jimena, la hija de un
simple conde, en vez de tomar a la hija de un rey. Su voz, poderosa y llena de rencor
exorcizaba Dios sabe qué demonios, qué fantasías frustradas. Cada palabra salida de
sus labios perfectos se convertía en un afiladísimo venablo contra el corazón del
héroe que ya nunca sería suyo. El orgullo la ahogaba poco a poco, acelerando su
respiración, hasta hacerla caer en una vulgaridad. Peor aún, en una bajeza. Apeló a
viles cuestiones de interés crematístico, recordando a su antiguo amado que había
hecho un mal negocio.
—Ella te ha dado dineros. Conmigo hubieras tenido estados.
¿Qué sientes, Campeador? ¿Por qué te parece que la brutal requisitoria te desgarra
las entrañas? Hay cosas en las que es mejor no pensar, no vaya a ser que el rescoldo
de las cenizas del pasado provoque un nuevo incendio.
Los pedantes aficionados a hacer frases afirman que el tiempo lo cura todo,
aunque tú ya no crees en esa mentira piadosa. El fragor de las espadas y las lanzas te
ayuda a mantener la cabeza ocupada y, por tanto, a imaginarte cuerdo. Todo va bien
en una medida aceptable hasta que un día, en el campamento real, aparece un tal
Vellido Dolfos. Así se llama el misterioso caballero zamorano que alardea con
grandes voces de su lealtad a don Sancho. Lo inquietante, en realidad, es la aparente
convicción con la que promete facilitar la conquista de la difícil Zamora,
presentándose como el astuto Ulises que rendirá, a fuerza de ingenio, a los soberbios
hijos de Ilión.
Vellido solo pone una condición, que el monarca le acompañe, en solitario, hasta
cierto acceso secreto al campo enemigo.
—¡Es una trampa! —clama el Cid.
Pero Sancho, inexperto, confiado hasta la temeridad, paladea ya el sabor de la
gloria, tal vez porque ha leído demasiadas historias con final feliz. Rodrigo, obligado
a callar, mordiéndose los labios de rabia, les ve alejarse convencido de que el
misterioso visitante trama algo oscuro. Otro se hubiera limitado a esperar con el
corazón compungido, pero, como él siempre repetía, ningún caballero esforzado se
sienta a esperar que llegue la desgracia. Nunca oráculo alguno demostró tanta
exactitud. A la primera oportunidad, Vellido aprovecha una distracción del Rey y le
arrebata su puñal dorado. No porque sea coleccionista de armas blancas,
evidentemente, sino para enviarle a una reunión con sus ancestros donde se echa en
falta un poco de alegría. Vista la herida, no hace falta ser un Hipócrates ni un Galeno
para reconstruir el modus operandi del matarife. Por la espalda, al más puro estilo de
los traidores, que a cara descubierta siempre hay algún peligro imprevisto por más
calculador que se sea.
Tras el magnicidio, el émulo de Judas siguió al pie de la letra las instrucciones
que el manual no escrito del felón dicta para tales circunstancias. Pies para que os
quiero y a Zamora, a resguardarse. Recuerdo la escena con precisión. El Cid y yo,
que le habíamos seguido a una distancia prudencial, nos lanzamos frenéticos a
perseguirle aunque el sol nos daba de cara y la polvareda del camino apenas nos
permitía divisar a nuestra presa, que, aún así, solo se escurrió in extremis. Por el
llamado, desde entonces, “portillo de la traición”. Aunque apostaría algo a que,
dentro de muchos siglos, alguien será lo bastante ocurrente para rebautizarlo como
“portillo de la lealtad”. Porque el crimen que para unos significa una mancha, para
otros viene a ser heroísmo admirable en defensa de los derechos más inalienables. La
verdad depende de la trinchera elegida… ¡Qué le vamos a hacer!
Una vez a salvo, el asesino comenzó a dar escandalosos gritos por las calles.
Cualquiera le hubiera confundido con el alguacil que va a reclamar una deuda al
cliente moroso de un carpintero, o de un sastre. En cierto sentido, de eso se trataba.
Todos, con sorpresa, curiosidad o miedo, fueran provectos ancianos o tiernos
infantes, le escucharon mientras exigía a doña Urraca que cumpliera “lo prometido”.
¿A qué se refería? ¿A una posible recompensa política? ¿O tal vez pretendía casarse
con la mismísima infanta? A partir de aquí, lo único cierto es que todo es incierto:
unos imaginan al felón exiliado en tierras de moros, otros ejecutado con brutalidad
proporcional a su crimen, después de que Zamora se entregara a los sitiadores. Pero,
de una forma o de otra, el resultado venía a ser el mismo, silenciar a un testimonio
incómodo capaz de tirar de la manta y delatar a la mano negra de aquel infausto 6 de
octubre de 1072. La mano capaz de ordenar la eliminación de su propio hermano sin
que le temblara el pulso.
En nuestro campamento, la fechoría delató una oleada de indignación. Teníamos
que vengar a nuestro soberano: el honor iba en ello. Más de un conde desgranó estas
y otras ideas con la épica palabrería del que posa para la posteridad. Pero, por más
que se escucharan voces llenas de virtuosa indignación, apelaciones a la decencia y al
patriotismo, ningún ratón se atrevía a colocar ese cascabel. ¿Quién tendrá arrestos
para coger la espada y desafiar al enemigo? Todos esperaban que fuera el Cid quien
se ofreciera voluntario, pero a mi amigo, tras la muerte de su señor, se le acabaron las
razones para combatir. Algo en su interior le impedía tomar las armas contra Urraca,
si no era por cumplir deberes de vasallaje.
Muerto Sancho, correspondía a Alfonso la sucesión. Leoneses, asturianos y
gallegos le aceptaron sin problemas. No así los castellanos, que sospechábamos su
más que posible implicación en el crimen. Para evitar suspicacias, nada mejor que
obligarle a jurar su inocencia con la mayor de las solemnidades. Muy fácil, sí, pero…
¿quién osaría tomar una declaración tan extremadamente delicada? Solo Rodrigo
Díaz. La ceremonia tuvo lugar en Santa Gadea, una iglesia burgalesa. El Cid, sin
arredrarse, utilizó palabras severas que retumbaron con la altivez de los hidalgos. Que
maten a Alfonso de la manera más vil, que le saquen el corazón aún palpitante, si no
dice la verdad. Buen soldado, habló clarito y para que se le entendiera, sin
circunloquios. La tensión, en la penumbra de aquel templo venerable, se cortaba con
un cuchillo. Créanme. Nadie me lo ha contado. Estuve allí.
El rey, molesto con una actitud tan poco sumisa, se resistió a responder. Tal vez
porque era un hombre inseguro que envidiaba al líder carismático que le miraba a los
ojos, al guerrero victorioso que le haría sombra. Dudó durante unos segundos eternos,
humillado por el héroe que le gustaría ser y al que ni de lejos se acercaba. Duda
consciente de su propia debilidad. Hasta que uno de sus cortesanos, con incomparable
cinismo, le aconseja que jure. Al fin y al cabo, ningún rey fue jamás traidor, ni Papa
excomulgado. Acaba de sonar la voz del pragmatismo: son los poderosos los que
hacen las leyes, los que tienen la sartén por el mango. Así que Alfonso, aguantándose
la irritación, proclama su inocencia sobre el manuscrito de los Evangelios, pesado
tomo colocado en un atril de oro ante el altar. Ya tendrá tiempo, una vez asegurado el
trono de Castilla, de cobrarle cara al Cid su inaudita insolencia.
Decir y hacer. Su primera orden, dictada con la impaciencia de la venganza,
decretó el destierro de servidor tan deficiente. Rodrigo, sin amilanarse, se volvió a mí
con la sonrisa del que se crece la adversidad.
—Albricias, Alvar Fáñez. Aunque nos echan de nuestra tierra, con gran honra
tornaremos a ella.
Con la perspectiva de mi vejez, creo que le venció, una vez más, la soberbia. Si
Alfonso le marcó un año de exilio, él multiplicó el plazo por cuatro y se marchó con
la cabeza bien erguida. Sin molestarse en besar el manto real. ¡Qué cosas preguntan
vuestras mercedes! Faltaba ya poco para que los juglares cantaran a esa fuerza de la
naturaleza que sería un buen vasallo si tuviera un buen Señor, aunque el primero
siempre devolvía al segundo bien por mal, pese a todas las mezquindades propias de
los que empuñan cetro, principalmente la ingratitud. “Hay que dar ejemplo a la
juventud”, piensan los poetas mientras difuminan en sus romances al Cid de la
Historia para crear la encarnación portentosa del alma de Castilla.
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