Los viajes son duros para los corazones agotados. Recostado en su litera,
Muhammad ibn Abu Amir, Al-Mansur, recrea su vista cansada en los campos
calcinados por el sol de la meseta, esas tierras duras que enseñoreó tiempo atrás a
lomos de su caballo, y que hoy debe contemplar desde la postración a la que abocan
los años. Lejos quedan ya sus días de gloria. La campaña por tierras riojanas ha sido
su última expedición y su último servicio a Alah. Como los viejos leones del Atlas
sabe cuándo la vida toca a su fin.
Pero lo que preocupa al veterano y aguerrido musulmán no es el final de su
existencia, destino inmutable de los hombres, sino la desmembración del califato
cordobés, que ya muestra los primeros signos de debilidad. Una debilidad encarnada
en la ineptitud y la molicie del califa Hisham, en la debilidad de carácter de su propio
hijo, Abd al-Malik. Teme el anciano guerrero que la obra de los Omeyas se
desmorone. Sin una autoridad férrea e indiscutible, el islam peninsular perecerá por
sus propias luchas intestinas, que ya se anuncian. Y los incipientes, y cada vez más
envalentonados, reinos cristianos se abalanzarán como lobos sobre las feraces tierras
de Al-Andalus.
Los cristianos temen a Almanzor como al mismo Diablo. Durante décadas han
sufrido sus aceifas y han padecido las más severas derrotas a manos de su genio
militar. No ha habido, hasta el momento, rey ni caballero cristiano a la altura de su
valor y su inteligencia. Lo odian tanto como lo respetan. Por eso, las tropas
castellanoleonesas y navarras merodean las columnas sarracenas sin presentar batalla.
Conocen la eficiencia de los ejércitos califales. Y las limitaciones propias.
El ejército califal destinado a reprimir a los levantiscos cristianos acampa en
Calatañazor, que significa «nido del águila». Saben sus generales que los cristianos
acechan. Que reclutan mesnadas para una posible batalla. Pero ¿quién puede temer a
las tropas de esos pequeños reinos mesetarios? No los ejércitos de Hisham.
Y eso es un error.
Porque el rey de León Alfonso V, el rey de Pamplona Sancho III el Mayor, y el
conde de Castilla Sancho García, atacan el campamento del caudillo amirí. La
sorpresa es total. Como una riada incontenible los soldados de la Cruz llegan hasta las
inmediaciones de la tienda donde convalece Almanzor. El viejo león del Atlas sale a
combatir, espada en mano, con las pocas fuerzas que le quedan, el semblante
demacrado y sereno. Se bate con denuedo, aunque su presencia en la batalla ya no
puede cambiar el destino de la misma. Sabe que es lo conveniente y manda un
repliegue ordenado a Medinaceli que le permita salvar sus tropas de la persecución
enemiga. Los cristianos vencen por primera vez en muchos años. Pero el ejército
islámico no ha sufrido un quebranto grave.
Una figura siniestra deambula entre el saqueo del campamento. Vestido como un
pordiosero gime y masculla palabras, unas veces en árabe y otras en romance
diciendo:
«En Calatañazor perdió Almanzor el tambor».
Los soldados creen que es la encarnación del Diablo llorando la derrota sarracena
y se alejan de él.
En Medinaceli, la ciudad del cielo, agoniza Almanzor. Las heridas recibidas en el
campo de Calatañazor son mortales. El caudillo amirí imparte sus últimas
instrucciones a sus jefes militares. Luego solicita que su hijo al-Malik, arrasado su
rostro por las lágrimas, se acerque hasta su lecho de muerte. No se compadece del
llanto de su vástago. Pronuncia sus últimas palabras, crueles y proféticas:
«Esta me parece la primera señal de la decadencia que aguarda al imperio».
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