domingo, 24 de marzo de 2019

El pastelero de Madrigal

En el año 1530, con motivo de las bodas de su hermano Fernando, Juan II, rey de
Portugal, le cedió la villa de Troncoso. Los habitantes no estuvieron de acuerdo e
iniciaron un pleito que duró varios siglos. Para apoyar la protesta de sus vecinos, un
zapatero llamado Gonzalo Anes de Bandarra escribió unos versos de aire bíblico y
contenido mesiánico, tan extraños que atrajeron la mirada de la Inquisición,
implantada en aquellos años por el mismo monarca.
Los versos, coplas o trovas de Gonzalo Anes de Bandarra se difundieron a través
del país y acabaron siendo bastante conocidos por el pueblo. En ellos, el zapatero de
Troncoso venía a vaticinar que Portugal conocería la venida de un mesías, decisivo
para el destino de todos los mortales.
A Juan II le sucedió el joven rey don Sebastián, que contaba con el afecto de sus
súbditos y soñaba con llevar a cabo extraordinarias proezas y conquistas. En 1578, el
intrépido monarca emprendió una cruzada por tierras africanas, tras atravesar el
estrecho, pero su gran ejército fue destruido por los árabes en la llanura de
Alcazarquivir, pereciendo en el desastre más de dieciséis mil hombres.
Era de suponer que el joven e impetuoso rey había perdido la vida con sus
hombres en la sangrienta batalla, pero nadie lo vio morir ni se encontró su cuerpo. Tal
desaparición, en un suceso tan doloroso para Portugal, se convirtió en motivo de
muchas especulaciones, algunas fabulosas. Por otra parte, don Enrique había fallecido
sin descendencia, y entre los pretendientes al trono estaba el rey de España, Felipe II,
nieto del rey don Manuel, antecesor directo de don Sebastián.
Tras muchas intrigas e incidentes, Felipe II fue nombrado rey de 1581. España y
Portugal quedaron Portugal por las cortes de Thomar, en así unidas, pero eran
muchos los portugueses que añoraban la independencia de su país y fue entonces
cuando los versos del zapatero de Troncoso empezaron a interpretarse como
vaticinios del regreso de don Sebastián, que instauraría el Quinto Imperio y daría a su
patria mucha gloria y ventura.
Por aquellos tiempos era vicario de Santa María la Real, en Madrigal, Ávila, un
fraile agustino portugués llamado Miguel de los Santos, que en los litigios sucesorios
de su país de origen había seguido el partido del pretendiente portugués Antonio,
prior del Crato. El agustino había conocido de soldado a un joven llamado Gabriel
Espinosa, de padres desconocidos, y siempre le habían llamado la atención sus bellos
rasgos físicos, su apostura y una elegancia que nadie le había enseñado. Aquel
soldado se había instalado al fin en Madrigal, donde cambió el oficio de las armas por
el de pastelero.
Un día, como en una iluminación, el fraile portugués comprendió que los rasgos
físicos de Gabriel Espinosa eran muy similares a los del desaparecido rey don
Sebastián. Bajo la apariencia del pastelero se encubría el auténtico heredero de la
corona portuguesa y, para el fraile, era preciso que el legítimo rey ocupase el trono de
Portugal. Habló del asunto con Gabriel, que tras la perplejidad que le suscitó aquella
revelación, asumió como cierta la personalidad que el agustino le atribuía y se
dispuso a cumplir lo que fuese necesario para recuperar su corona.
Fray Miguel de los Santos veía con claridad las dificultades que iban a llevar
consigo sus pretensiones restauradoras. Ante todo, era obligado contar con medios
económicos. Había en un convento de Madrigal una monja portuguesa, doña Ana,
hija de don Juan de Austria y sobrina, por tanto, de Felipe II, que poseía muchas y
valiosas joyas. El agustino concibió la idea de que aquella monja y el descubierto rey
se casasen.
Al conocer al apuesto pastelero, doña Ana se enamoró apasionadamente de él y,
sin dudar ni por un momento de que era el auténtico don Sebastián, aceptó ser su
esposa, puso en sus manos las joyas de que era propietaria y tanto el agustino como
ella comenzaron a comunicar a sus amigos de la nobleza portuguesa que el rey
desaparecido en Alcazarquivir estaba vivo.
Mas aquellas joyas serían el origen de que todos los sueños restauradores se
desvaneciesen dolorosamente. El pastelero, muy bien vestido y acompañado de un
paje, se fue a Valladolid para encontrarse con ciertas personas que habrían de apoyar
su causa. Sin embargo, en los días de sus negocios tuvo tiempo también de tratar con
una prostituta, que al ver tanta riqueza sospechó que era robada y lo denunció.
Gabriel Espinosa fue encarcelado. Doña Ana aclaró el origen de las joyas, pero con
ellas se habían descubierto ciertas cartas en que venían a mostrarse noticias que
despertaron la suspicacia oficial, y al cabo se puso en claro todo el asunto y la
conspiración que se estaba preparando.
El resultado del proceso llevó consigo la ejecución de fray Miguel de los Santos,
que fue ahorcado en Madrid en 1595. También Gabriel Espinosa fue llevado al
patíbulo, en Madrigal, donde se le descuartizó. Su cabeza, dentro de una jaula de
hierro, fue expuesta en los muros del ayuntamiento, para ejemplo de los hombres
bajos que se atreven a querer ser reyes. En cuanto a doña Ana, salvó la vida, y tras
varios años de riguroso encierro en una celda, llegó a ser abadesa del monasterio de
las Huelgas, en Burgos, donde murió.
En el regreso del rey don Sebastián y en la instauración del Quinto Imperio,
algunos soñadores, como el gran poeta Fernando Pessoa, siguen esperando.

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