Había una jovencita que se dedicaba a cuidar los maizales,
espantando a los loros para que no se comieran los
choclos. Siempre que se encontraba sola, se ponía a llorar,
desesperada de su suerte.
Una mañana se le apareció un joven gallardo, montando
un hermoso caballo, ensillado con montura y estribos
de oro. La jovencita se asustó mucho al principio, pero al
oír las palabras dulces del joven recobró su serenidad.
El joven le ofreció hacerla su esposa y colmarla de riquezas,
y le pidió que subiera al anca de su caballo, y que
cerrara los ojos. E! caballo tomó el camino de la laguna, y
se internó poco a poco. Cuando la jovencita abrió los ojos,
se encontró en un rico palacio, todo de oro. El padre de la
muchacha, extrañado por su ausencia, la fue a buscar en la
chacra; pero por más que la llamó, no logró descubrir su
paradero. Todos los días iba el padre a inspeccionar los tragaderos
de la laguna, por si hubiera perdido el piso su hija y
se hubiera hundido, mas no encontró ninguna huella. Una
mañana de primavera el padre madrugó a mudar el ganado
y vio a la orilla de la laguna a una señorita muy bien vestida
y adornada con ricas alhajas de oro; la rara joven se peinaba
en una bandeja también de oro. Se acercó y descubrió que
era su hija. La quiso aprisionar, pero en cuanto notó ella
la presencia del padre, se arrojó a la laguna y desapareció.
Luego que volvió al pueblo refirió lo ocurrido al cura;
este le dijo: «Lleva una soga de cerda y lacéala». Así lo hizo
el padre a la mañana siguiente. En electo, allí estaba su hija
como el día anterior. Con mucho cuidado se puso cerca y,
arrojando la soga de cerda, la capturó. La muchacha no
tuvo más remedio que seguir al padre. La presentó al cura,
quien después de rezar una oración le echó agua bendita. La
muchacha seguía loca. Un día que le encerraron en la iglesia
logró huir y no la encontraron ya más; se cree que ha vuelto
a su palacio dorado en el fondo de la laguna de Pomacochas.
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