miércoles, 27 de marzo de 2019

LA LLORONA

Hay mucha gente que asegura que el río está maldito; lleva sobre su caudal la maldición del crimen. Por las noches, la maldición se hace presente… toma forma, tiene sonido, el sonido aterrador del infierno, el reclamo al mundo, la voz de la pena y quien lo escucha, según dicen todos, quedará maldito también.

María vivía desde hace 5 años feliz al lado de su esposo Felipe, tenían una pequeña casa junto al río, 3 pequeños niños que alegraban su vida y todo lo que se puede desear para ser feliz; no podía quejarse de nada… tenía un buen marido, el trabajo en la casa era poco y sus pequeños eran la bendición más grande para ella; amaba a su familia.

La familia era conocida en todo el pueblo como la más feliz de todas; nadie se imaginaba (ni siquiera pasaba por sus mentes) la loca idea de que la desgracia cayera sobre los López. Eran buenas personas, honradas, el jefe de la casa era trabajador, se dedicaba a la siembra, levantándose muy temprano, antes de que el canto del gallo anunciase la llegada del nuevo día y paraba de trabajar cuando la luna hacía su
acto de presencia por las noches; motivo por el cual llegaba cansado todos los días a su casa, esperando siempre una buena cena y el cariño de su familia.

Fue justo el día de su aniversario (23 de octubre) cuando la fatalidad arrasó con la felicidad de aquella familia. Parecía un día normal, Felipe había ido a trabajar como todos los días, incluso se fue mucho antes para acabar pronto y celebrar con su esposa su V aniversario.

Dirijámonos un momento a una casa vecina, donde los ojos de la envidia se habían posado sobre Felipe. Estos ojos, pertenecían a una mujer, mujer que había sido herida en su vanidad repetidas veces por Felipe. Ella lo amaba desde que estaban pequeños, compartieron juegos y aventuras y un amor loco y febril entró en el corazón de Lucía; lamentablemente para ella, su amado ya no era dueño de sí; le había entregado todo su ser a una sola mujer: María.

Desde la fecha en que Felipe y María contrajeron nupcias, Lucía había intentado repetidas veces romper la felicidad de aquella
pareja, rebajándose a pedir el puesto de amante… con esto se hubiera conformado ella, pero Felipe no tenía el más mínimo interés en aquella mujer, amaba a María y no quería romper la promesa hecha ante el altar de la iglesia, promesa para él sagrada.

Cada vez que las 2 rivales se encontraban en el camino, Lucía miraba a María con envidia, con celos, la sangre le hervía y deseaba la muerte para su contrincante, quien por el contrario, saludaba amistosamente a la amiga de su esposo; no tenía idea de los sentimientos de ésta para con Felipe.

Lucía estaba decidida: Felipe tenía que ser suyo; no podía esperar más. Durante años, había ahuyentado a todos los hombres que se le acercaban con la pequeña esperanza de que el hombre a quien amaba, voltease su mirada hacia ella; esto como lo hemos dicho, no había pasado.

Esa mañana, Lucía abandonó su casa temprano e iba bien arreglada, mejor de lo que nunca se había arreglado en su vida, conocía a Felipe, sabía que antes de trabajar, gastaba unos minutos en dete
ermita a mitad del camino; su idea era sorprenderlo ahí, sabía que siempre estaba solo, tenía razón. Cuando llegó, Felipe estaba de rodillas pidiendo al creador suerte para ese día. Lo sorprendió Lucía de manera infantil, le tapó los ojos con las manos dejando volar la imaginación de aquel hombre para que adivinase quién era. Éste, recordando el día, pensó que su mujer le quería dar una sorpresa, así que quitó las manos de Lucía y sin abrir los ojos, le impregnó un beso en sus ardientes labios.

Aquel beso era el mayor triunfo para aquella mujer que siempre amó a Felipe y el secreto del beso sólo quedaría como secreto entre los dos y la imagen de la virgen que tenían frente a ellos. Los dos estaban abrazados, un ruido se oyó en la entrada, ambos voltearon asustados, él por temor a un reproche de tal escena en la casa de Dios y ella, por miedo obvio a ser descubierta.

Un indefenso animal fue el causante de todo… un perro callejero que quería olvidar un poco el frío de la mañana y encontrar el acogedor calor que tenía aquel lugar. Un suspiro de alivio salió de las dos bocas. Felipe se llenó de rabia
al ver a Lucía parada a su lado, y esta, no sabía cómo explicarlo. Una bofetada la mandó al suelo; una lágrima salió de aquellos ojos que a pesar de lo sucedido, aún miraban con amor y deseo al hombre que tenían enfrente. Los labios de aquella joven, temblaban de rabia.

* ¿Qué pretendes? Sabes que soy un hombre casado y que no quiero nada contigo.
* ¡Mientes! He visto cómo me miras, sé que tú también me deseas, deseas tenerme, tocarme y besarme como lo hiciste hace rato. Puedo ofrecerte más que tu esposa. Yo aún no he tenido que ver nada con ningún hombre, mi piel, mi cuerpo, todo, aún está virgen… esperando por ti.
* ¡Esto no puede ser! ¡Es una locura! Aparta esas ideas de tu mente…
* Sólo una vez, tan sólo déjame probar tu amor una vez. Quiero saber qué se siente tenerte entre mis brazos, sentirte mío.
* No, ni lo sueñes. No hay nada en el mundo que me haga hacer lo que me pides.
* Es que si no…
* ¿Si no qué?
* Tu mujer sabrá que me besaste y que intentaste abusar de mí.
* Ella no creerá tus palabras.
* ¿Eso crees?
* No tiene que ser de otra forma.
* Ve la hora, vas retardado para llegar a tu trabajo. Tú que eres tan puntual, y que incluso hoy saliste antes de tu casa, para llegar temprano a tu trabajo.

Felipe dudó. Tenía razón. Era demasiado tarde. Jamás se había retardado. Lucía lo tenía. Accedió pues, a estar con ella. Se internaron en el campo, buscaron el lugar más oculto y lo hallaron bajo la copa de los árboles que se encuentran cuesta abajo del río. Ahí, con los árboles y los animales como únicos testigos se entregaron el uno al otro. Lucía no cabía de felicidad; Felipe, a pesar de lo que le dictaba su mente, encontraba muy placentero estar con esa mujer que no era la suya, pero que daría la vida entera por serlo.

* ¿No te lo dije Felipe? ¿A caso no es esto mejor que estar con tu mujer?
* Si. Tenías razón.

Estaban recargados en un árbol enorme rodeados de más árboles y de hierba muy crecida. Los dos amantes no advirtieron una mirada que había estado pendiente de ellos desde la ermita, mirada de admiración, de odio, de tristeza. Ahí estaba la débil figura de una mujer que se sentía traicionada, sin fuerzas, pero con el orgullo que tienen todas las mujeres, orgullo que le impedía llorar.

Loca de ira, María, tomó una piedra, la más grande que encontró y la lanzó con fuerza al cráneo de su marido, éste por el impacto, y la certeza de aquel proyectil, vio el final de sus días. Lucía estaba asustada, quedó inmóvil por el miedo que invadía su cuerpo, circunstancia que María aprovechó para correr hacia ella y ahorcarla.

Los ojos de aquella mujer ya no eran humanos, la ira los inyectaba con sangre. Se sentía ofendida, ya no tenía dominio sobre sí. La locura se había apoderado de su ser clamando venganza, la mancha de su honor debía ser lavada con sangre.

Para ocultar la huella de su horrendo crimen, María arrastró los cuerpos sin vida hasta el río
dejando que éste se encargara de esconder los cadáveres de aquellas 2 personas que le habían robado su vida, sus sueños, sus ilusiones.

Pasó todo el día recorriendo sin rumbo fijo los distintos caminos del bosque… cantaba, recordaba a aquel hombre a quien había consagrado su vida. Pasaba por los lugares que solía visitar con Felipe y las lágrimas brotaban de sus ojos y resbalaban por sus mejillas.

Después de recorrer el bosque entero, llegó a un lugar que se le hizo conocido, en su locura, aún guardaba un recuerdo de aquel sitio, era una pequeña casa, no sabía con qué ligarla, sabía que su pasado estaba ahí, pero era una verdad que su mente no quería saber. Entró pues a la casa sin pleno conocimiento de lo que hacía ahí; un ataque se apoderó de su mente y empezó a deshacer y destruir todo cuanto encontraba a su paso, lanzando objetos, rompiendo cuadros; no sucumbía ni ante el llanto de sus asustados hijos, quienes temblaban de miedo al ver a su madre loca.

Al tratar de detenerla, María se puso más violenta de lo que estaba, golpeó sin piedad a los 3 pequeños que lloraban; no haciendo caso
de sus quejas, se detuvo hasta que los 3 callaran; cuando llegó este momento, ninguno de sus hijos tenía aliento de vida. Estaban muertos.

Cinco crímenes en la conciencia de un ser humano no es cosa fácil de cargar, aunque como dicen, después del primero, los demás no son nada. Para María, así fue… no significó nada matar a sus hijos y teniendo práctica ya, para esconder cadáveres, lanzó a estos pequeños a lo más hondo del río para que el agua purificase el alma de sus 3 hijos. El agotamiento había sido tanto, que después de lanzar al último, cayó en un profundo sueño, del cual no despertó hasta el día siguiente.

Al despertar, la locura había desaparecido. Corrió a su casa y encontró todo destrozado, como si un huracán hubiera pasado por ahí… no se acordaba de nada. Un hombre vestido de negro con una túnica, entró y le dijo:

¡Maldita seas! Por toda la eternidad, no mereces el perdón de Dios. ¡Madre sin entrañas! ¡Mataste a tus hijos por culpa de tus celos!

El misterioso hombre desapareció. Estas palabras, tuvieron tal efecto en María, que la hicieron acordarse de todo lo acontecido en la víspera. Corrió sin detenerse hasta el río justo en el lugar donde estaban los cuerpos de los 3 inocentes. El cuadro era terrible; su conciencia se llenó de culpa, desesperada, sin saber qué hacer, decidió que no podía vivir con aquel remordimiento y se lanzó al río para morir ahogada.

Dicen que la misericordia de Dios es muy grande, pero también tiene límites. María los rebasó, su alma no podría descansar en paz para que pudiera obtener el perdón divino. Dios, mandó su alma a vagar por la tierra hasta que encontrara a sus hijos y éstos le perdonaran la canallada que había cometido con ellos.

Es por eso, que es normal en cualquier río, a altas horas de la noche, escuchar la voz de María buscando a los 3 pequeños con un grito de desesperación:

* ¡AY MIS HIJOS!

No hay comentarios:

Publicar un comentario