El pueblo de Zacatlán de las Manzanas era el más tranquilo de la sierra poblana. Pintoresco, reconocido en todos lados por la amabilidad de su gente, todos vivían contentos, el pueblo entero se conocía, unos a otros se ayudaban. Lo que uno hacía no pasaba sin ser visto por los demás.
Fue un fatal 26 de Abril. Acababan de arribar al pueblo 3 nuevos habitantes. Un señor acompañado de sus 2 hijas. El primero tenía 56 años de vida, cabello canoso y largo, cara de pocos amigos, delgado y con un humor terrible. Sus hijas eran 2 lindas gemelas de 20 años, ojos claros, figura delgada, sonrisa encantadora; eran como 2 gotas de agua. Su única diferencia era el cabello; una lo tenía largo y chino, y la otra por el contrario lo tenía corto y lacio. Si no fuese por ese detalle insignificante, nadie podría distinguir a aquel par de gotas de agua. La mirada, la sonrisa, el modo de caminar, el timbre de voz, todo, absolutamente todo era idéntico entre Ana Gabriela y Ana Sofía, como se puede observar, compartían hasta el nombre, heredado de su recién difunta madre.
La nueva familia ocupo una pequeña casa que construyó el padre; eligió un terreno muy cerca del río. Comenzó a levantar su hogar con madera sobre una vieja cueva que había ahí. Las hijas nada objetaron, ellas siempre estaban de acuerdo con la voluntad de su viejo padre. Nunca lo contradecían en nada.
Los tres tenían pocas cosas que poner en su nueva casa, solamente llevaron lo necesario: ropa, trastes, catres… y demás. Poco tiempo les llevó ordenar. Los vecinos no tardaron tampoco para presentarse a los recién llegados, poniéndose todos a las órdenes de estos y ofreciéndose “pa’lo que se ofrezca”.
Celedonio González era huraño. Muy poco, gustaba de conversar con otras personas que no fueran sus hijas. No poseía tesoro más grande en el mundo que sus 2 Anas. Era más celoso de lo que comúnmente debía ser un padre, trataba con mano dura a sus “pequeñas”, les hablaba de lo malos que son los hombres, y que evitaran tener contacto con alguno de ellos, ya que, estos seguramente perderían su alma, hundiéndolas entre el lodo del pecado.
Ana Gabriela gozaba del mismo espíritu que su padre. Aborrecía al mundo, no soportaba ver a los hombres; su comportamiento era siempre agresivo, grosero, tenía el temperamento de un arriero, su carácter amargo siempre le trajo conflictos desde pequeña, nunca tuvo amigos, había veces que ni su padre la toleraba, caracteres tan iguales llegaban a explotar al fusionarse. La única que la entendía, la comprendía y la acompañaba en todo momento, era su hermana: Ana Sofía.
Ana Sofía era como decía la gente del pueblo: “un pan de Dios”, siempre con una sonrisa dibujada en su rostro, amable, coqueta, con ganas de conocer el mundo; se sentía atada a su viejo padre y a su hermana por motivos de sangre, realmente ella sufría por dentro, se sentía atrapada. No toleraba que en cuanto un hombre le quería hacer la corte, su padre lo acabara corriendo a punta de fusil. Este ya le había corrido a más de 20 pretendientes en el último par de años; pretendientes, que eran del agrado de la pobre Ana Sofía, a quienes ella misma había provocado e incitado, no había cumplido el mayor sueño de su vida: probar la miel de un beso de los labios de un caballero.
Lo que Ana Sofía no sabía aún, es que su llegada al pueblo había causado mucha admiración. Muchos hombres soñaban con aquella delicada mujer, a su paso levantaba pasiones, no había un solo hombre que no estuviese fascinado con la belleza y gentileza de Ana Sofía.
De todos los nuevos pretendientes, había uno que se hacía notar entre todos: Mario Iván. Este joven era todo lo que una muchachita de la edad de Ana Sofía podía desear: galante, bien parecido, con una excelente posición económica y lo más atractivo de todo, amaba con locura a la dulce Ana Sofía.
El padre de la muchacha no tardó en darse cuenta de las pretensiones de Mario Iván, tampoco se escapó a su mirada escudriñadora, que su hija lo correspondía satisfactoriamente, estaban los 2 enamorados, y esta vez ni el viejo fusil de Celedonio pudo romper ese amor tan grande, ese amor que llega solo una vez en la vida, y que se entrega únicamente al ser que sabe corresponder el sentimiento.
Ana Sofía y Mario Iván, se las ingeniaban para verse a escondidas, paseaban por las noches,
cuando en la pequeña casa a lado del río todo mundo dormía. El par de enamorados siempre se inventaban una nueva forma para fugarse de los ojos de Celedonio.
* ¿Me amas? – preguntó Ana Sofía a su acompañante, una de esas noches de fuga
* Claro que si amor mío, pídeme lo que más quieras y estaré pronto a satisfacer tus deseos.
* ¡Qué bonito hablas!, solo quiero una cosa de ti… uno de esos besos que me hacen olvidarme del tiempo, que me unen a ti, quiero sentir tus ardientes labios de fuego fundiéndose con los míos, mientras una extraña sensación nos hace recorrer el infinito…
Mario Iván la iba a besar, pero, un extraño animal se abalanzó sobre él, era un lobo enorme, trataba de morderle el cuello; el pobre chico veía pasar enfrente de sí el final de su existencia.
El fiero animal aulló de dolor, Ana Sofía lo había golpeado fuertemente con un pedazo de madera que encontró tirado. Aquel lobo miró
con recelo y odio a la muchacha, sus ojos parecían llamas encendidas del infierno. Ana Sofía amenazaba con repetir el golpe y el animal comprendió su posición, salió corriendo a toda velocidad, y pronto desapareció entre la oscuridad y los árboles.
* ¿Estas bien cariño?
* Si mi amor, gracias, si no hubiera sido por ti, ahorita no estaría vivo
* No digas eso mi amor, todo fue gracias a la voluntad de Dios
* Si, tienes razón.
* ¿Por que estás como… extrañado?
* Es que…
* …
* En estos lugares los lobos no habitan, es el primero que veo en toda mi vida.
La pareja continúo su paseo normal, dejando atrás aquel amargo incidente, que parecía tan extraño ante los ojos de Mario Iván.
Los días transcurrieron normales, nada había cambiado aparentemente en el pueblo, y en la casa del río lo único nuevo que había era una imagen que empañaba aquel lugar. Un rostro derramando lágrimas de tristeza. Ana Sofía lloraba tristemente, aprovechaba que no había
nadie en su casa que la viese, no quería que nadie viera el estado en el que se encontraba, era de dar pena, sollozaba estrujando un papel entre sus manos. Una carta. La última.
“Querida Ana Sofía:
En este momento te escribo desde mi lecho de muerte. Una extraña enfermedad me ha atacado y ha sido para mi fatal, ningún médico sabe que tengo. Solo quiero despedirme, y decirte que te amo…
Atte.
Mario Iván.”
La carta había sido entregada horas antes por el mejor amigo de Mario Iván; desde entonces, Ana Sofía no había cesado de derramar el llanto por aquel que tanto amaba, que había sido su primer amor. ¿Cómo olvidar aquel hombre tan especial para ella? No lo sabía.
Pasaron meses después de la extraña muerte de Mario Iván, Ana Sofía, aún no salía de la terrible depresión que esta la había causado. Lloraba en silencio. Durante las noches una
lágrima salía de sus ojos, el recuerdo llegaba de golpe, la tristeza azotaba su alma, sus fuerzas se perdían hasta caer dormida en la cama; después, empezar otro día de martirio, de tortura, de soledad…
Las muertes en el pueblo se hicieron cada vez más frecuentes, muertes extrañas, jamás vistas, enfermedades nuevas, inexplicables por la ciencia, temidas por los habitantes. Había el rumor de que Satanás rondaba el pueblo en persona, rumor que llego hasta la ciudad de México y de ahí pasaron a Roma.
* Su santidad… este reporte nos llega desde México – dijo uno de los sirvientes del sucesor de Pedro.
* ¡Satanás!, no cabe duda que son muy supersticiosos estos mexicanos – respondió el Papa en tono burlesco – Pero no podemos hacer caso omiso a sus peticiones, México es uno de los lugares que más contribuye a “nuestra causa”.
* ¿Piensa escucharlos?
* Si… no podemos dejar de percibir la gratitud de ellos.
* Pero… ¿Qué piensa hacer?
¿Aún radica en esa ciudad el padre Salvatore?
* Así es excelentísimo, pero usted lo conoce. Es rebelde, obstinado, ¿cree que sea bueno confiarle una misión así?
* No tenemos mejor científico que él.
* En eso tiene razón.
* Su punto de vista científico descartará fácilmente cualquier mito.
* Los mexicanos no creen en otra cosa…
* … Su vida se basa en supersticiones.
* ¡Pobres ingenuos!
* Esta bien de charlas por hoy, cumpla lo que le dije
* Como usted mande excelentísimo – dijo como despedida, besó el anillo de su santidad y salió de ahí.
* Mexicanos… ¡Bah!, apuesto a que es otro invento de ellos… Esta es la décima ocasión que nos hacen ir para allá. Espero que sea la última.
Quince días después, llegaba a Zacatlán un hombre de 30 años; aparentaba menos edad de la que tenía, su cabello estaba muy recortado con un color negro brillante, no usaba bigote, era delgado, sus ojos tenían el color verde de las aceitunas que contrastaba con su piel
blanca como la leche; vestía de pantalón negro, camiseta negra y saco del mismo color.
Alquiló un cuarto modesto en el centro del pueblo, en ese tiempo, no se conocían los hoteles, cualquier hombre alquilaba su casa para que otro pasara la noche. El primer día el padre Salvatore estaba tocando la puerta de la Parroquia de San Pedro, quería entrevistarse con un colega suyo antes de empezar cualquier indagación. Una joven mujer le abrió la puerta; lo hizo pasar.
* Padre… hay una persona afuera que lo busca – Anunció la llegada del extranjero – pero… se me olvidó su nombre.
* No esperaba a nadie el día de hoy…
* Dijo que no tenía cita, que venía de… Roma, o algo así.
* Hazlo pasar.
* En seguida padre.
Salvatore entró a la oficina de monseñor Ríos. Había visitado tantas en su trabajo para el vaticano, siempre con motivos de inspección; aquella, le pareció una de las más ricas, ostentosas y demás; cosa que lo desconcertó,
ya que él, esperaba encontrar algo “más humilde”.
* ¿Monseñor Ríos?
* Así es
* Soy el padre Salvatore Giacomo – estrechó su mano – De la Ciudad del Vaticano, en Roma.
* Mucho gusto padre – Estaba desconcertado por una visita tan distinguida – dígame… ¿A qué debemos el honor de su visita?
El padre Giacomo era hombre de pocas palabras, se limitó a extender un sobre a su interlocutor. Esté lo tomó aprisa y comenzó a leer, su frente se iba nublando y el sudor comenzaba a resbalar por su frente.
* ¿Está nervioso padre?
* No, para nada su excelentísimo. Usted sabe, viviendo en un pueblo invadido por Satanás, uno tiende a tener miedo.
* ¿Usted cree en eso?, no lo hubiera pensado de una persona instruida.
* La muerte de tanta gente padre Salvador…
* Salvatore… - corrigió el agente del vaticano.
* … Es la mayor prueba, Dios se ha olvidado de nosotros, ha dejado que el Diablo entrase por la puerta grande y lo ha hecho cometer atrocidades concebidas solo por una mente tan maligna como la del mismo Lucifer.
* ¿Hace cuánto empezó todo esté lío?
* Pues… aproximadamente hace 1 año
* ¿Hubo algún suceso trascendente para el pueblo antes de que la muerte viniera a recolectar almas?
* No, no que yo recuerde…
* Algún nuevo habitante, un disturbio…
* Ahora que lo menciona, todo tuvo inicio poco después de que el viejo Celedonio llegará al pueblo.
* ¿Quién es ese tal “Celedonio”?
* Es un pobre viejo, no es de cuidado.
* ¿Vive lejos?
* Como a 15 minutos de aquí, cerca del río a las afueras del pueblo.
* ¿Cree que pueda verlo?
* A Celedonio es difícil verlo… pocas veces baja al pueblo, es huraño, no recibe a nadie.
* Haré el intento.
Como usted diga padre – Dijo monseñor a disgusto, sabía que no podía cambiar la determinación de aquel hombre - ¡Miguel! – Gritó - ¡Miguel! – Un muchacho de unos 17 años entró.
* Mande uste’ padrecito.
* El es el padre Salvatore – Señaló al italiano a modo de presentación, este inclino la cabeza con una mueca de sonrisa – Quiero que lo lleves a casa de Celedonio.
* ¿De don Celedonio? – se persigno – ese hombre es el diablo.
* Solo lo vas a llevar, no tienes que quedarte, me imagino que sabrá regresar solo ¿no padre?
* ¡Claro hijo mío!, verás, no conozco el pueblo, pero si me llevas, yo podré regresarme solo.
* Esta bueno patrón, digo… señor padrecito.
* Bien Miguel, cuando regreses vienes a verme.
* Si padre – Invitó a Salvatore a seguirlo.
* Hasta la próxima monseñor – Salió.
aminó detrás de Miguel durante un cuarto de hora; en el camino no dijo palabra alguna, comenzaba a confirmar sus sospechas, el caso nada tenía que ver con Lucifer; esto más bien perecía trabajo de un asesino en serie. Su trabajo sería sencillo, más de lo que imaginaba, poco había que explicar sobre la mente criminal. Y en todo caso, la explicación no le correspondería a el, si no, a las autoridades del lugar.
* Llegamos señor, esa casa que esta ahí es la casa de don Celedonio.
* Gracias hijo – le extendió unas monedas – ten, esto es por el favor que me acabas de prestar.
* Estoy para servirle señor padrecito – Salió corriendo de ahí como si algo malo esperase.
Caminó con paso lento a la casucha que hemos descrito unas páginas atrás. En esos momentos se encontraba oscura, diríase que estaba inhabitada. Tocó tres veces fuertemente. No obtuvo respuesta. Volvió a intentarlo, el resultado fue el mismo. Comenzaba a desesperarse. Ya se iba, una luz se dejó asomar bajo el piso. Era como la débil
luz de una llama. La curiosidad del padre era enorme, quería llegar al fondo de todo.
Forzó la puerta, no le dio mucho trabajo, sabía que violaba la ley, pero se decía: si no me abrieron algo malo debe estar pasando. Motivo que lo obligó a entrar. Una vez adentro buscó escaleras para bajar; estas no existían. ¡Era imposible!, había visto luz. Tal vez, solo había visto una ilusión. Al avanzar a la salida se tropezó, había dado con una puerta escondida en el piso.
Abrió la puerta, ahí estaban las escaleras que estaba buscando, pero en vez del sótano que esperaba encontrar… ante sus ojos se abría un espectáculo muy extraño, como escenografía: velas negras, muñecos con alfileres, fotografías viejas, todo esto en lo que parecía ser una cueva vieja y húmeda.
En el centro estaba una especie de altar, como patrona, la santa muerte, un viejo rezándole a la imagen de rodillas. Este debía ser don Celedonio. No había duda, monseñor Ríos estaba equivocado, aquel viejo estaba loco.
Salvatore vivía en el escepticismo, nada que no fuera humano tenía significado para él.
Celedonio le pareció un viejo orate, retrasado, pero no peligroso. A pesar de su vocación religiosa, Salvatore no creía en Satanás. Entonces, ante sus ojos, ocurrió algo que si no lo hubiera visto con sus propios ojos, jamás lo hubiera creído.
Celedonio acabó una extraña oración ante el altar, hizo movimientos muy extraños, Salvatore los adjudicó al efecto de alguna droga, dio vueltas hacia atrás. Y ahí, ante la mirada atónita del padre, Celedonio se transformó, su cuerpo cambió después de un destello por el de un lobo. Salvatore se quedó pasmado de sorpresa más que de miedo, no lo podía creer, tenía que ser aquel un mal sueño. Toda su filosofía de vida se veía derrumbada ahí en un pueblecillo olvidado por la humanidad.
Rápidamente Salvatore salió, corrió rumbo al pueblo, sabía que su deber era conducir a todos a pelear una batalla que el no podía batir solo. En menos de 10 minutos, Giacomo le relataba lo sucedido al cura, quién dio parte a las autoridades del pueblo.
La turba se armó. Hombres, mujeres, incluso niños; todos querían ser partícipes de la captura de aquel asesino sin entrañas, que tenía un raro modo de acabar con la vida de sus víctimas. Llegaron a la casa del viejo don Celedonio. Estaba todo apagado, como cuando llegó Salvatore.
La policía forzó la puerta al grado de derribarla, todos los que pudieron entraron a la casa, comenzaron a destruir cuanto encontraban a su paso. Salvatore Giacomo, mostró la entrada secreta a la cueva, los oficiales entraron primero.
Muchos reconocieron en aquellas fotos viejas a las personas que habían muerto en el pueblo; los muñecos hechos de trapo, tenían agujas clavadas en varias partes del cuerpo, con el nombre de varias personas, y lo más horrible, ahí ante todos estaba el cadáver de un recién nacido, que hacía tres días había sido reportado como robado. Sus padres rompieron a llorar.
Don Celedonio llegó a su casa, al ver tanta gente se sorprendió y se molestó a la vez; enojo que se transformó en pánico al ver la puerta de
la cueva abierta. Corrió hacía la salida, al llegar ahí, nuevamente era un Lobo.
La gente gritó, todos iban tras él, los que estaban en la cueva salieron para ir en su búsqueda, llevó 3 horas de persecución dar con el lobo. Como lo hemos venido narrando desde el principio del libro, la gente de aquel pueblo era extremadamente supersticiosa, sabían que un hombre lobo (Nahual), solo podía morir con balas de plata.
Varios disparos salieron al aire buscando su objetivo, ninguno erró, ninguno hizo efecto… Salvatore estaba aterrado, tomó fuerzas divinas, y arrebató una pistola a uno de los hombres; antes de disparar, bendijo el arma. La bala entró, un tiro certero al corazón; el lobo fue adquiriendo lentamente la forma humana que le pertenecía. La gente estaba asombrada, en su mente no cabía la posibilidad de aquello que sus ojos presenciaban con horror. La bala parecía quemar a don Celedonio, el fuego salió de su corazón, pronto se expandió por todo el cuerpo. Solo cenizas quedaron de aquel Nahual, que aprovechaba sus conocimientos de magia negra para acabar con cuanta gente le diera la gana.
De las hijas de don Celedonio, nunca se supo nada, todo mundo murmuraba que para evitar la vergüenza pública, habían escapado al enterarse de que la gente quería poner fin a los días de su padre.
Salvatore regresó al Vaticano.
* ¿Cómo le fue padre? ¿Satanás lo recibió con los brazos abiertos?
* No excelentísimo, pero me dio un mensaje para usted…
* Dígamelo pues, no me haga esperar.
* Me dijo que le dijera, que existe, y que un día u otro vendría a visitarlo.
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