Una noche llena de lluvia, viento y malos presagios, azotaban esa noche el pueblo de Zacatlán, todo mundo estaba escondido en sus casas, no había quien se atreviese a poner un pie fuera del calor de sus hogares. Nadie excepto… don Justino Márquez. Acostumbrado a la bebida, cliente conocido en la cantina “los 4 ases”, no encontró obstáculo alguno en aquella tormenta para no ir a “mojar el gaznate”, como él decía.
Llegó pues a las 8 de la noche, puntual como siempre, exigiendo su botella de tequila, y pidiendo a gritos la presencia de los músicos; estos, acostumbrados a las visitas frecuentes que hacía don Justino, estaban ya preparados, llegaron tocando la canción que más le gustaba, y así siguieron, horas y horas pasaban, don Justino, no veía la hora de irse, botella tras botella, el reloj del centro pronto iba a anunciar las 3 de la mañana, después de siete horas de estar bebiendo, el sujeto en cuestión, aquel a quien todo el pueblo tenía por diablo, estaba ebrio.
* Patrón, ya vámonos, es rete tarde…
* ¡Cállate!, insolente… nadie, escucha bien esto… ¡Nadie, le habla así a don Justino Márquez!
* Perdóneme su merce’, pero es que está retirada la hacienda, y hay que pasar por el panteón…
* ¡Sólo eso me faltaba!, ¡Eres un maldito cobarde!, eso, no lo tolero en ninguna persona.
Al acabar su frase, don Justino prendió del cuello a aquel infeliz y lo arrastró por la calle, los gritos de súplica se escuchaban en las calles, había muchos mirando, nadie quería ayudar, no había persona en el pueblo capaz de enfrentarse al hombre que vino del infierno, todo mundo le temía, todos estaban escondidos en sus casas.
Llegaron al panteón, Ruperto Martínez (nombre de la pobre víctima), temblaba de miedo, conocía bien a aquel hombre, desde su niñez lo había llamado patrón, lo respetaba, o más bien, le temía.
* Quiero que me des una satisfacción Ruperto – gritó a bocajarro don Justino extendiéndole una de sus pistolas –
vamos a ver quien de los dos es mejor tirador.
* No… no entiendo patrón…
* Digo, que nos vamos a poner de espaldas, caminar 10 pasos y disparar uno al otro, gana el que mejor puntería tenga – sonrió – o el que tenga mejor suerte…
Ruperto estaba totalmente sorprendido y asustado como un pequeño, sabía que en cuestiones de suerte no se debía comparar con aquel hombre, ahijado de Satanás. Aún así lo obedeció, se hizo lo que el patrón había dicho. Dos disparos rompieron el silencio de aquel lugar sagrado, los muertos habían sido despertados al jale de los gatillos, profanada estaba la tierra, la sangre corría como un río siguiendo su caudal, la luna se ocultó tras una nube negra que se atravesaba, como evitando ver aquella tragedia, la gente del pueblo se armó de valor para correr a ver lo sucedido. Pronto llegaron. Desmayos, tristeza, alegría en algunos rostros se miraron. Un hombre yacía agonizante en el suelo, aquel hombre a quien creían invencible, la justicia divina había pisoteado el cuello de la maldad infernal.
No solo cayó un hombre en los brazos de la muerte, está, egoísta como lo ha sido milenio tras milenio, decidió llevarse no solo un alma, si no dos. Ambos contendientes estaban rindiendo cuentas ante el juez supremo, el destino final para cada uno era muy distinto al del otro; uno cuyo cuerpo estaba infestado de maldad, sabía que no le quedaba otro hogar eterno, más que las llamas del cruel y fatal infierno. El otro, que en su vida había sido un ejemplo de persona, tenía las puertas abiertas del paraíso.
La gente del pueblo levantó los 2 cuerpos, dándole más importancia a Ruperto, que al infame don Justino. Los condujeron hasta sus respectivas casas, en la de Ruperto, todo se tiñó de negro, de tristeza, de blasfemias contra la justicia de Dios, e incluso hasta la duda de que realmente hubiera un Dios encargado de regir al mundo, si realmente ese ser todopoderoso, lleno de amor y bondad, hubiera existido, el pobre Ruperto, estaría vivo en ese momento, acompañando a su madre y a su hermano, su única familia.
En la casa de don Justino, el ambiente era distinto, no tenía familia que lo soportara, por
lo tanto vivía solo, los criados, se encargaron de recibir el cuerpo inerte de su amo, más que tristes y consternados, se sentían liberados, estaban ahí con él por deudas de sangre, heredaron el trabajo en la hacienda Márquez de sus ancestros, quienes fielmente habían servido a todas las generaciones pasadas de este cruel engendro del mal.
Lo más importante para aquella gente, era el descanso eterno de sus muertos, para ello, rezaban un novenario en la casa del difunto. Durante los días siguientes, la mayoría asistió al novenario de Ruperto, quien era conocido por no hacerle mal a nadie, era amigo de todos, no tenía motivo alguno para no hablarle a sus vecinos; es por eso, que estos, acudieron a rezar, a pedir a Dios y a la Virgen de Guadalupe, por el descanso eterno del alma de aquel que todos apreciaban.
Al igual que el fatídico día de ambas muertes, el escenario en la casa de la otra víctima era muy distinto, nadie rezaba por su descanso, nadie acudía a verlo, únicamente llego el Sr. Moral, y eso, por mero compromiso, era el encargado de la funeraria del pueblo, negocios
eran negocios, llegó a la casa de don Justino para empaquetarlo en un lujosos ataúd.
El día del entierro, primero se llevó a Ruperto al camposanto, ningún hombre en su sano juicio quería cargar el ataúd de un ser infernal, incluso, el cura del pueblo tuvo que intervenir, alegando el deber cristiano para con toda la humanidad.
Fue solamente así como 5 hombres se encaminaron a casa del hombre a quien tanto detestaban. Encontraron el ataúd, lo cargaron fácilmente, el camino al panteón no estaba lejos, en menos de 10 minutos hicieron su llegada. Curiosos, incrédulos, mucha gente, se puso a la entrada del panteón para despedir al ser más despreciable de la tierra, comentando entre ellos las faltas de las que habían sido víctimas cuando el ahora occiso, tenía vida. A muchos les había robado tierras, a otros mancillado el nombre violando a sus hijas, otros más lo acusaban de adulterio, en fin, la lista de quejas era demasiado grande, todos dudaban que un hombre así, pudiese contar con entrar al Reino de los Cielos, para una persona como don Justino, el infierno es poco castigo.
La multitud abrió paso a los valientes cargadores, algo asombroso pasó, los 5 hombres cayeron por el peso, el ataúd se iba haciendo más pesado conforme se acercaban a la entrada. No podían levantarlo entre los 5 que lo trajeron; el cura, ordenó a otros tantos que ayudaran a cargarlo, pero todo intento fue inútil. Nadie podía soportar aquel peso, en unos instantes el ataúd de aquel hombre maldito, se había vuelto inamovible.
* Es el peso de sus pecados el que no lo deja entrar al camposanto, su maldad ha sido mucha, los muertos no lo quieren como vecino, al igual que los vivos tampoco deseaban su compañía.
* ¿Quién ha rezado por el descanso de este hombre? – gritó el cura, sin obtener ninguna respuesta.
* Nadie padrecito, era tan malo, que nadie lo quería.
* ¿No les he enseñado nada?, hay que querer a todo mundo por malo que sea. Este hombre necesita de ustedes para poder pasar tranquilamente al otro mundo, no le pueden negar ese favor, que como humanos todos merecemos,
ninguno de nosotros merece vivir vagando en el reino de las sombras eternamente, por muchos que sean nuestros pecados, la bondad de Dios es infinita, y dispuesta siempre al perdón.
No se podían negar a la petición del jerarca católico, el mismo temor que le tenían a don Justino, era el mismo respeto que le tenían al señor cura. Inmediatamente con demasiados esfuerzos, transportaron el ataúd a la hacienda Márquez.
El día estaba muriendo rápidamente, la noche se apoderaba de Zacatlán, siendo los rayos de la luna nueva con los que se iluminó la entrada de don Justino a su hacienda.
Un ataúd en medio de la sala, cuatro cirios iluminaban el lugar, hombres, mujeres y niños rezando en contra de su voluntad, pidiendo por el descanso eterno de alguien a quien no querían dejar descansar; llorando, o fingiendo llorar, por alguien que no merecía ni una gota de lágrima; pidiendo perdón a Dios omnipotente, para el hombre a quien no podían perdonar.
Un trote de caballo se acercaba, no era un animal ordinario, el viento azotaba inclementemente ese lugar, los árboles se mecían de un lado a otro, truenos se escuchaban en el cielo, como si estuviese a disgusto con lo que se estaba celebrando. El caballo paró enfrente de la entrada, la gente pensó que era algún familiar o amigo (si es que don Justino tenía).
Una de las mujeres salió a abrir la puerta al escuchar dos toquidos, duros, imponentes, desesperados, parecía que aquel recién llegado tenía prisa por entrar, la pobre mujer se desmayó al abrir. El aire entró a la casa, arrasando con la luz de las velas, todo, absolutamente todo quedó a oscuras, nadie veía nada, los gritos aumentaban de intensidad, la gente estaba desesperada, el cura apretaba el puño sosteniendo un viejo crucifijo de plata, estaba rezando, asustado, no sabía que hacer, pensaba que toda la culpa se la echarían a el por la loca idea que propuso.
La puerta se cerró, un fuerte golpe se escuchó al cerrarse esta, un grito de desesperación se escuchó enseguida en el exterior de la casa, el trote del caballo, nuevamente se escuchaba
con mucha fuerza, pero esta vez, alejándose a toda velocidad. La casa nuevamente se iluminó, los cirios se encendieron, nadie supo cómo, todos estaban asustados.
Corrieron al ataúd, estaba abierto, pero vacío, dirigieron sus miradas al cura, exigían saber qué había pasado, nadie daba crédito a lo que acababan de presenciar, ni el mismo cura sabía qué decir, solamente alcanzó a titubear unas palabras:
* Los designios de Dios son extraños, no hay que tratar de comprenderlos, solo de aceptarlos. El alma que acaba de salir por la puerta, no debía ir al cielo, el mismo Satanás vino reclamándola…
El cadáver de don Justino no volvió a verse en ningún lado…
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