Un sufí llamado Ayazi decía:
He participado en noventa guerras, con el cuerpo desnudo, sin protección alguna.
He recibido así heridas múltiples, lanzazos o heridas de espada, esperando saborear la
muerte de los mártires, pero ninguna flecha me ha tocado en un punto vital. Esto no
es más que una cuestión de suerte y mi esfuerzo era inútil. No habiendo podido
saborear la dicha del martirio, me retiré a una celda. Ahora bien, oí el ruido de los
tambores y comprendí entonces que los soldados volvían a la guerra. Sentí como un
lamento de todo mi ser que decía:
«Ha llegado el momento de combatir. ¡Levántate y realiza tus deseos en la
guerra!».
Yo le respondí:
«¡Oh! ¡Maldito inconstante! Dime la verdad. ¿Qué escondes detrás de tu
trapacería? Yo sé muy bien que no hay en ti ninguna inclinación por el combate. ¡Si
no me respondes en serio, te haré sufrir las angustias del ascetismo!».
Y mi ego respondió:
«En estos lugares no hay día en que no me martirices. ¡Mi estado es peor que el
de tus enemigos y nadie lo sabe! Me matas por falta de descanso y de alimento. ¡Si
muero en el combate, entonces, al menos el pueblo verá quién soy yo!
—¡Pobre ego! le respondí. No eres más que un hipócrita. No eres más que
vanidad. No sólo vives en la calumnia, sino que, además, quieres morir en la
calumnia».
Y así fue como me prometí no dejar nunca más la celda. Pues todo lo que hace el
ego en semejante circunstancia sólo puede ser pomposidad. Semejante combate es el
único verdadero combate. La otra clase no es sino un pequeño combate. ¡No es para
quien se asusta de un ratón! Nuestro hombre era un sufí como el de la historia
anterior. Pero uno muere por un pinchazo de alfiler, mientras que ninguna espada
resiste al otro. El primero tiene la apariencia de un sufí, pero no tiene su alma. Esta
especie es la que empaña la reputación de los sufíes.
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