Un hombre poseía cuarenta monedas de plata y, todos los días, echaba una de
ellas al mar para penitencia de su ego. Este hombre era un gran guerrero y no conocía
el miedo frente al enemigo. Cuando recibía una herida se la vendaba y volvía al
combate. Durante una guerra, después de haber recibido una veintena de lanzazos y
otras tantas flechas, perdió sus fuerzas y cayó a tierra. Su alma se reunió entonces con
la de los fieles.
No consideres esta muerte como formal. Pues el cuerpo es como un instrumento
para el espíritu. Cuando su caballo ha muerto, ya no puede avanzar. Mucha gente ha
vertido su sangre en apariencia, pero se ha reunido en el otro mundo con su ego muy
vivo. La herramienta está rota, pero el bandido sigue viviendo. El cuerpo está
ensangrentado, pero el ego irradia salud.
Muchos egos de mártires han muerto en este mundo y se pasean, sin embargo,
vivos. El espíritu ha atacado, pero el cuerpo carecía de espada. La espada es desde
luego, la misma espada, pero el hombre no es el mismo hombre y esta apariencia es
lo asombroso. Cuando cambias tu ego, sabe que la espada del cuerpo está en la mano
de Dios.
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