domingo, 24 de marzo de 2019

El abad don Juan de Montemayo

En el castillo de Montemayor vivía el abad don Juan, superior de todos los abades de
Portugal, hombre muy piadoso y recto, sobrino del rey don Ramiro III de León. Una
noche de Navidad, al llegar a la iglesia para cantar los maitines, encontró un niño
recién nacido abandonado a la puerta del templo. El abad no pudo saber quienes eran
los padres, pero conoció, de boca verdadera, que el niño, aunque de buen linaje, era
hijo de los amores incestuosos entre dos hermanos.
El abad don Juan tuvo lástima de aquella criatura y, tras bautizarla con el nombre
de García, se hizo cargo de su crianza y de su educación, como si se tratase del hijo
del más noble de los caballeros. El niño se hacía querer y fue creciendo con el
cuidado y el afecto del abad. Muy despierto para los estudios y muy hábil en el
aprendizaje de las artes guerreras, se convirtió en un joven que se distinguía de sus
compañeros por lo apuesto, cortés y valeroso, y el abad don Juan resolvió enviarlo a
la corte de su tío, el rey Ramiro, para que lo conociese.
El rey apreció tanto las virtudes que mostraba el joven García que, con ocasión de
celebrar unas cortes, lo armó caballero muy ceremoniosamente y le dio por vasallos a
otros trescientos caballeros, ordenándole que regresase a Montemayor y se
convirtiese en la mejor ayuda para el abad don Juan y para el reino cristiano contra
sus enemigos árabes, lo que don García prometió con mucha solemnidad.
Sin embargo, el corazón del joven caballero no guardaba la sinceridad que
parecían manifestar su conducta y sus palabras, pues tenía el propósito de abandonar
los reinos cristianos para hacerse moro y poner sus conocimientos y su espada al
servicio del rey Almanzor, a quien admiraba como el más poderoso de su tiempo. Así
se lo hizo saber a los caballeros de su confianza, y ellos acordaron acompañarlo.
Cuando llegó a Montemayor, y tras ser recibido por el abad don Juan con mucha
alegría y grandes festejos, don García pidió al buen abad que lo dejase partir con sus
hombres para dar pelea a los moros. El abad don Juan, que conocía el enorme poderío
de Almanzor, no acababa de decidirse a autorizar aquella aventura, pues temía por la
vida de don García y de su tropa, pero tanto insistió el flamante caballero, y con tan
convincentes razones, que al fin lo dejó marchar, aunque completó su ejército con
otros doscientos caballeros y le dio a don García un compañero muy valioso, su
sobrino Bermudo Martínez, también aguerrido y joven caballero.
El ejército de don García se internó en tierra de moros, hasta llegar muy cerca de
Córdoba. No obstante, Bermudo Martínez pudo comprobar que, en lugar de hacer la
guerra que había anunciado, don García iba en son de paz y enviaba unas misivas al
propio Almanzor, diciendo que quería ser recibido por él.
Cuando estuvo delante del rey moro, don García declaró que había dejado el reino
cristianoconsus hombresparahacerse moroyconvertirse en vasallo del mayor rey de
todos, que era Almanzor. Entonces Almanzor lo llevó a una mezquita, donde don
García renegó de la fe recibida en el bautismo y abjuró de la confirmación, aceptando
la fe del islam y prometiendo que, en adelante, haría a los cristianos todo el daño que
pudiese. Y los moros le quitaron el nombre de García para darle el de Zulema.
Bermudo Martínez consiguió huir de Córdoba con su escudero, y dicen los que
conocen bien esta historia que anduvieron siete días ellos y sus caballos no comiendo
otra cosa que hierbas del campo, ni bebiendo nada que no fuese el agua de los ríos,
cuando no galopaban para llegar a Montemayor lo antes posible. Y al llegar,
Bermudo Martínez le contó al abad don Juan la gran traición de don García. El abad
perdió el sentido y, cuando salió de su desmayo, se quejaba tan amargamente y pedía
a Dios la muerte con tanto pesar que no había nadie que no se compadeciera de él.
Por su parte, don Zulema, en Córdoba, intentaba convencer al rey Almanzor para
que invadiese los reinos cristianos, cuyas entradas, salidas y pasos él conocía bien. Y
al fin el rey acordó seguir sus consejos y juntó un ejército formidable, que según
aseguran los cronistas alcanzó, entre caballeros y peones, el medio millón de
guerreros. Y al fin aquel enorme ejército se puso en marcha a las órdenes
deAlmanzor y de Zulema, arrasando las villas y poblados cristianos que fue hallando
a su paso y dando muerte a todos sus habitantes, hasta llegar a Santiago, que fue
destruido en su totalidad sin dejar vivo a ninguno de los cristianos que allí vivían. El
propio Zulema se encargó de profanar la iglesia mayor, en la que entró a caballo,
antes de poner el pienso de su cabalgadura junto al apóstol, yacer con una mujer
sobre el altar, quemar la hostia consagrada e incendiar por fin todo el edificio.
Zulema propuso a Almanzor que el regreso de su victoriosa campaña lo hiciesen
por tierras portuguesas, y el rey aceptó. En un avance implacable, que convertía en
ruinas los poblados y los castillos, arrasaba los campos de labor y daba la muerte a
todos los habitantes, el ejército árabe llegó hasta Coímbra, que también destruyó, y
luego siguió aguas abajo del río Mondego hasta acercarse al castillo de Montemayor,
donde en la actualidad se encuentra Montemor O Velho. Cuando el abad don Juan
tuvo noticias de que el ejército de Almanzor se aproximaba a su castilllo, ordenó
levantar barreras alrededor y armar a todos los hombres.
Aquel mismo día, un caballero moro se acercó a las murallas en son de paz y
pidió parlamentar con el abad don Juan. El moro era Zulema, el renegado, que le dijo
al abad que por haber sido criado por él con tanto cuidado le tenía cariño y respeto, y
que por eso había conseguido del rey Almanzor que le perdonase la vida y le hiciese
la merced de ponerlo a la cabeza de todos sus sacerdotes, almuédanos y alfaquíes,
siempre que rindiese el castillo y aceptase abjurar de la fe cristiana.
El abad don Juan rechazó con mucho enojo aquella propuesta, tras vituperar la
traición del antiguo don García. Entonces éste, lleno de ira, prometió que entraría en
el castillo y lo quemaría, que mataría a todos los hombres y haría cortar los pechos a
todas las mujeres, que amputaría las piernas de todos los niños antes de aplastar sus
cabezas contra los muros y que, después, sacaría los ojos y arrancaría la lengua del
abad con sus propias manos, y despedazaría su cuerpo, y colgaría los trozos de las
almenas para que los buitres los comiesen, quemaría por fin los restos y haría que las
cenizas fuesen aventadas.
El asedio fue implacable y muy largo, pues duró más de tres años, pero aunque
muchos de los cristianos huidos por los montes vinieron a incorporarse a las fuerzas
del abad, el ejército de Almanzor era demasiado poderoso. El paso del tiempo hizo
que el castillo se quedase sin provisiones, y los cristianos comían cualquier cosa:
cuentan los narradores y cronistas que una cabeza de asno llegó a valer una fortuna.
Alguna salida desesperada del castillo pudo proporcionar víveres a los sitiados, pero
el cerco llegó a ser tan estrecho que hasta aquellas excursiones se hicieron imposibles
y, faltos ya totalmente de víveres, los cristianos empezaron a estar tentados de
comerse los unos a los otros.
Ante lo extremado de la situación, el abad don Juan resolvió adoptar también
decisiones extremas. Reunió a sus hombres y les dijo que habían llegado a un punto
en que no había otra esperanza que morir luchando, pero que cuando ellos muriesen,
sus mujeres e hijos, y los ancianos que vivían en el castillo, caerían en manos de los
sitiadores, que no serían piadosos con ellos, y que además se harían con todas las
riquezas que el castillo guardaba. Que, por lo tanto, lo más conveniente era que ellos,
por su propia mano, matasen a sus parientes y siervos y quemasen todo cuanto en el
castillo hubiera de valioso antes de abrir las puertas y salir a morir matando moros.
Apesadumbrados, los hombres del castillo aceptaron lo que el abad don Juan les
proponía. El abad, para dar ejemplo, mandó que viniese ante él su hermana doña
Urraca, a quien quería mucho, y le comunicó su decisión. Doña Urraca tenía cinco
hijos pequeños, que vivían también en el castillo, y al conocer lo que se les
avecinaba, dicen los narradores de esta historia que se sentó dando tales gritos, que
horadaban el cielo. También el abad se echó a llorar con grandes lágrimas, y sacando
la espada de su vaina cortó la cabeza de su hermana y degolló luego a sus sobrinos
uno tras otro, echando sus cuerpos sobre el cuerpo de la madre.
Entonces, los demás guerreros del castillo buscaron a sus mujeres, hijos, hijas,
padres, madres, ancianos y ancianas, y a cuantos no podían empuñar las armas, y los
fueron matando uno tras otro. A los gritos y lloros de los que morían se unían los
gritos y lloros de sus matadores, y hasta los moros que acechaban tras los muros se
sintieron sobrecogidos al oír los terribles lamentos.
Cuando los guerreros cristianos hubieron terminado su espantosa tarea,
amontonaron en el patio todo lo que tenía algún valor y le prendieron fuego, haciendo
una gran hoguera. Luego abrieron las puertas y salieron a enfrentarse con los
sitiadores, manchadas de sangre sus ropas y sus rostros cubiertos de las lágrimas que
brotaban de sus ojos enloquecidos, mientras daban grandes voces pidiendo a Dios
Nuestro Señor y a los apóstoles Santiago y san Mateo que les diesen fuerzas en aquel
trance para matar muchos moros antes de perecer ellos mismos en la batalla.
La pena que los cristianos sentían duplicaba su furiosa determinación homicida,
de manera que eran como una manada de lobos destrozando un rebaño de corderos, y
los moros tuvieron que retroceder, con mucho daño y creciente pavor.
Zulema, sin perder el ánimo, estaba a la cabeza del más nutrido y firme de los
escuadrones, y hacia él se dirigió el abad don Juan, abriendo a su paso un sendero
sangriento con fuertes mandobles. Al cabo, vinieron a enfrentarse don Zulema y el
abad don Juan, pero éste, alzándose sobre sus estribos, le dio al renegado un golpe tan
grande, que le cortó de cuajo la cabeza y el brazo que sostenía la espada. Ante la
derrota de su general, el principal escuadrón de los moros retrocedió también, y a
poco todo el ejército invasor huía sin orden y los cristianos iban a su zaga causando
una gran carnicería.
Cuando Almanzor conoció la derrota y supo que Zulema, su mejor general, había
muerto en el combate, ordenó alzar el campamento y regresar a Córdoba, pues la
campaña había sido muy larga y victoriosa, y no quería que el revés de Montemayor
pudiera dar ocasión a otros sucesivos.
Así fue cómo, con el ímpetu de sus brazos y la ayuda de Dios Nuestro Señor y de
los apóstoles Santiago y san Mateo, aquel grupo de cristianos pudo rechazar al
innumerable ejército de Almanzor. Cansados por el esfuerzo y horrorizados por lo
que habían dejado en el castillo, los cristianos no regresaron allí aquella noche, sino
que la pasaron en un gran bosque que se llamaba de Alcobaza.
Al alba, con el corazón lleno de congoja, se dirigieron por fin al castillo, donde
esperaban encontrar las muestras de la terrible destrucción y mortandad que ellos
mismos habían causado. Mas cuando se acercaron pudieron ver que ante sus puertas
les esperaban, con canciones jubilosas, sus mujeres, sus hijos, sus deudos, todas las
personas que habían matado la jornada anterior, a quienes la misericordia divina
había concedido la gracia de la resurrección.

No hay comentarios:

Publicar un comentario