Cierta vez el dios del viento y el dragón de las profundidades entablaron violenta querella, pretendiendo cada uno de ellos ser más poderoso que el otro. Finalmente se fueron a las manos, y el dragón llevó la mejor parte, poniendo a su rival de oro y azul.
Con el cuerpo dolorido y el amor propio mortificado, el dios del viento se propuso tomar el desquite de su rival por medio de una triquiñuela: para ello lo invitaría a un banquete, lo emborracharía, y así podría vencerlo con facilidad. De modo que llamó a la diosa Inaras y le ordenó que preparase un festín suntuoso, al cual invitaría no sólo a los dioses sino también a su contrincante el dragón.
Inara hizo lo que se le ordenaba, y poco tiempo después estaban ya tendidas las mesas, cubiertas de toda variedad de manjares apetitosos y de vasos rebosantes de vino y otras bebidas.
Pero al mismo tiempo la diosa decidió por su cuenta mejorar si plan del dios de las tormentas, y asegurar su éxito doblemente.
"Supongamos –pensó– que el dragón no se embriagara; entonces todos les dioses quedarían a su merced, e irían a un desastre seguro si trataran de dominarlo. Mejor es que un mortal arriesgue el pescuezo y no que alguno de los inmortales se vea en un mal trance."
Se fue, pues, a la ciudad de los hombres, y al encontrarse con un hombre llamado Hupasiyas le rogó que fuese al banquete y que capturase al dragón.
Pero Fupasiyas no temía menos al dragón que la misma diosa, pues bien sabía que allí donde había fracasado el más forzudo de los dioses difícilmente podía esperar la victoria un simple mortal, a menos que alguien lo dotara de energías sobrehumanas.
Ahora bien: de acuerdo con la creencia de los antiguos, había una forma segura de obtener semejantes fuerzas, pues si un hombre yacía con una diosa, el amor de ésta le comunicaba algo de su divinidad. De manera que Hupasiyas puso la condición de que Inaras le otorgara sus favores, y ésta aceptó gustosamente.
Luego de cumplir su promesa, la diosa condujo a Hupasiyas al lugar del banquete y lo escondió con toda cautela.
Cuando todo estuvo listo, Inaras se puso sus mejores ropas y se fue en persona a invitar al dragón.
El monstruo no se hizo rogar, pues los dragones son golosos y jamás pueden resistirse a un festín. De manera que abandonó su guarida, rodeado de todos sus servidores, y subió prontamente a sentarse junto a los dioses, arrasando con los platos de viandas y vaciando los jarros de vino. Pero cuanto más devoraba y tragaba, más se iba hinchando su cuerpo, hasta que se encontró tan repleto que su piel amenazaba con estallar. Entonces, al ver que ya no podía comer ni beber más, se levantó de la mesa 2011 paso vacilante y se dirigió tambaleándose a su morada. ¡Pero cuando llegó a ésta comprobó que había engordado tanto que por más que coleara y se revolviera, por más que se retorciera y culebreara, era incapaz de introducirse en su cueva!
–Este era el momento que el dios de las tormentas e Inaras habían estado esperando. En menos que canta un gallo salió Hupasiyas de su escondite y amarró al dragón con una cuerda; luego de eso, el dios del viento no tuvo más que llegar y degollarlo.
Pero para Inaras el fin del dragón fue el comienzo de una preocupación nueva. De improviso, una idea terrible se cruzó por su mente: si Hupasiyas volviera a su casa, ciertamente transmitiría a su esposa el poder divino que había recibido. Ella, a su vez, lo pasaría a sus hijos, y así, con el tiempo, surgiría una familia de hombres iguales a los dioses. Inaras pensó que tal perspectiva tenía que ser evitada a toda costa: para ello edificó una casa sobre un acantilado altísimo e inaccesible, y allí colocó a Hupasiyas, lejos del alcance de los seres humanos.
Ahora bien: sucedió cierto día que la diosa tuvo que salir a hacer una diligencia. Temiendo que Hupasiyas se pusiera nostálgico y melancólico y tratara de escaparse, le recomendó especialmente que no mirara por la ventana. "Pues si lo haces –le explicó– verás a tu mujer y a tus hijos, y te invadirá el ansia de reunirte con ellos."
Durante veinte días Hupasiyas obedeció la orden. Empero, como la diosa no retornara, se sintió cada vez más inquieto y más osado, y, finalmente, sin poder aguantar más, abrió la ventana y miró hacia afuera. Por supuesto que allá abajo, en el valle, estaban su mujer y sus hijos, y en cuanto los vio se sintió lleno de ansias por volver a su lado.
Inaras volvió de su viaje a su debido tiempo, y en cuanto puso el pie en la casa Hupasiyas comenzó a engatusarla y a gimotear, pidiéndole que lo dejara regresar con los suyos.
La diosa notó que la ventana estaba abierta, y de inmediato comprendió lo que había ocurrido. Regañándolo duramente, le dijo que nunca más volviera a abrirla. Pero mientras hablaba se dio cuenta de que sus palabras eran vanas, pues Hupasiyas había ido ya tan lejos que ya no podía contar con retenerlo, y era evidente que la próxima vez que ella dejara la casa él se escaparía sin más trámite.
Sólo quedaba una cosa por hacer, si es que el poder de los dioses había de ser mantenido sobre los hombres. Reprochándole a gritos su desobediencia, la diosa exterminó al mortal y prendió fuego a la casa.
Por la ventana abierta entraron los vientos del dios de las tormentas para avivar las llamaradas.
II
El dios de las tormentas y el dragón de las profundidades eran antiguos y enconados enemigos, pues cada uno de ellos creía ser más poderoso y más forzudo que el otro. Si el dios de las tormentas bufaba y resoplaba con sus vientos, el dragón rugía y bramaba con sus olas, y si el dios de las tormentas enviaba trueno y lluvia, el dragón le contestaba con marejada y oleaje.
Cierto día riñeron con particular encono, y rodaron por el suelo, machacándose y aporreándose, hasta que por fin el dragón consiguió arrancar a su rival los ojos y el corazón. Desde luego que no por ello murió el dios de las tormentas, pues, al contrario de los seres humanos, los dioses pueden vivir sin corazón, pero no por ello fue menos duro el golpe recibido, que lo dejó prácticamente inválido.
Durante mucho tiempo el dios de las tormentas tuvo que curar sus heridas, mientras maduraba sus planes para derrotar al dragón y recuperar lo que éste le había robado. Finalmente llegó la oportunidad anhelada.
Descendió a tierra, donde se casó con la hija de un humilde campesino, que a su debido tiempo le dio un hijo.
Cuando éste llegó a la adolescencia, ¿de quién hubo de enamorarse sino de la hija del dragón? Para la doncella, por supuesto, era simplemente un mortal, pues ni ella ni su familia sospechaba de quién era hijo. Pero para el dios de las tormentas ésta era la ocasión por la cual suspiraba, y en cuanto supo del asunto resolvió sacar partido de él.
–Hijo mío –le dijo– pronto irás a casa de la niña para pedir su mano. Cuando su padre te pregunte qué querrías como presente de bodas, ¡dile que quisieras el corazón y los ojos del dios de las tormentas!
El muchacho hizo lo que se le decía: cuando fue a pedir a la niña y le preguntaron qué regalo deseaba, empezó por pedir el corazón y luego los ojos. Uno y otros le fueron obsequiados sin discusión, y con ellos volvió a su casa, donde los entregó a su padre.
Muy pronto recuperó el dios de las tormentas la plenitud de su vigor, y así fue como bajó al mar a combatir con el dragón. Echando fuego y humo por las narices, bufando y resoplando, consiguió esta vez derrotar a su odiado enemigo.
Pero mientras rugía la batalla, el hijo del dios de las tormentas era agasajado en la casa de su futuro suegro. Cuando oyó el tumulto y vio que el dragón se hundía, comprendió angustiado que había sido utilizado como un cebo, y embaucado por su propio padre para hacerle cometer el supremo crimen de traicionar a quien lo hospedaba. Desesperado gritó a su progenitor que se cernía sobre el firmamento:
–¡Padre, mátame a mí también! ¡No tengas compasión de mí!
El dios de las tormentas accedió a su ruego, y descargando rayos y centellas mató, junto con el dragón, a su propio hijo.
Aquel que tiende trampas a su prójimo termina por caer en sus propias redes.
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