viernes, 29 de marzo de 2019

La búsqueda de Huangdi

Huangdi, el Emperador Amarillo, reinaba desde hacía veinte años sobre China. Todo
estaba en orden desde entonces. Los campos eran fértiles, las artes florecientes, la
administración íntegra y abnegada, las fronteras estaban pacificadas. El Hijo del
Cielo se había entregado en cuerpo y alma para alcanzar sus objetivos. Pero sus
adivinos eran terminantes: signos nefastos anunciaban años de inundaciones y de
sequías, de hambrunas y de sublevaciones. El emperador sabía que nada era
permanente en este mundo fluctuante. Ésa era su naturaleza misma. Era necesario
velar ininterrumpidamente para mantener el equilibrio, impedir y remediar los
reveses de la mala fortuna. Gobernar era un combate perpetuo. Pero en ese momento
Huangdi se sentía presa de una inmensa lasitud, como si ya no alcanzara a renovar
sus fuerzas vitales. Pensó que finalmente tenía que ocuparse de sí mismo, emprender
la búsqueda del Tao, la Vía de la Armonía suprema. Conocía el antiguo adagio que
decía: El reino se modela a imagen de su rey. Ya era hora de reaccionar.
Un rumor afirmaba que el mayor sabio del Imperio, al que se llamaba el Maestro
escondido, habitaba una cueva perdida en las montañas de Xiu Tong. El soberano
interrogó a sus agentes secretos, apodados «los ojos y los oídos del Rostro del
Dragón». El informe que hicieron fue de una inconsistencia desoladora. Huangdi
envió entonces a todo su servicio a recorrer las montañas.
Así fue como, tras varios meses de investigación, el Emperador Amarillo fue
conducido hasta la entrada de la caverna secreta. El sabio estaba sentado sobre una
estera de juncos, con dos tazones y una tetera delante. Sirvió el té y dijo a su
visitante:
—Te esperaba. Acomódate y toma.
Y le tendió el tazón humeante.
El emperador se inclinó ante el sabio y le preguntó:
—¿Cuál es el camino del Tao?
El Maestro escondido se tomó el tiempo de terminar su té. Luego, volvió el
interior de su tazón hacia su huésped y le dijo:
—¿Ves?, este tazón es útil porque está vacío. El Tao es invisible, inaprensible.
Nadie puede oírlo ni verlo. Sin embargo, si haces el vacío en tu mente, brotará en tu
corazón. Medita lejos de los ruidos de este mundo, acalla tus pensamientos y el soplo
primordial restaurará tus energías.
De regreso en su palacio, el Emperador Amarillo se encerró en un pabellón aislado,
en el corazón de los jardines, para poner en práctica los consejos del sabio.
Previamente había delegado todos sus poderes en su Primer Ministro y había dado
instrucciones para que no le molestaran bajo ningún pretexto.
Al cabo de tres meses de intensa meditación, Huangdi había logrado su objetivo.
Había alcanzado la iluminación, el gran despertar. Había vuelto a sus raíces
profundas mamando de nuevo del pecho de la Madre del Mundo. Pero cuando salió
de su retiro, se vio asaltado por el zumbido de sus alarmados ministros. El Imperio
estaba al borde del caos. El Emperador Amarillo no comprendía. Había seguido al pie
de la letra los consejos del sabio, había bebido en la fuente del Tao, había restaurado
en él la armonía… Pero su reino no había sacado de ello provecho alguno. Quizás
había descuidado algo… Decidió volver a consultar al Maestro escondido.
En la caverna secreta, Huangdi expresó su desasosiego. El sabio sonrió y
respondió:
—Ir más allá del objetivo no es alcanzarlo. Antes estabas demasiado inmerso en
los asuntos del reino y desatendiste tu ser profundo. Esta vez has hecho lo contrario.
El Tao del soberano le exige cuidar de sí mismo tanto como de sus súbditos. Ésa es la
Vía del Medio que une el Cielo y la Tierra.
Así habló el Maestro escondido, que, al decir de algunos narradores de la dinastía
de los Ming, no era otro que el sublime Lao Tse, en una encarnación anterior…
El Emperador Amarillo encontró el equilibrio sutil que le indicó el sabio, y su
armonía interior irrigó el Imperio. Tras un largo reinado, decidió visitar cada
provincia de su vasto dominio. Contempló dichoso la obra que había construido. En
ella, todo estaba en orden, todo era prosperidad y paz. Los cimientos eran sólidos.
Satisfecho, regresó a su palacio y nombró a su sucesor. Luego reunió por última
vez a su corte para despedirse. Y ante todos alzó la copa donde conservaba la Perla
del Dragón, que él se había preparado durante largo tiempo en el crisol de sus
meditaciones. Una vez tragada la píldora de la inmortalidad, las puertas se abrieron
con gran estrépito y un dragón de escamas resplandecientes, de ollares humeantes,
penetró en la sala y se deslizó bajo el trono. El reptil alado levantó entonces el vuelo,
llevándose a Huangdi sobre su lomo.
¡Cuenta la leyenda que la soberana y las concubinas imperiales tuvieron la
presencia de ánimo para agarrarse a los bigotes y a la cola del dragón! Así alcanzaron
el Palacio de Jade, la morada de los Inmortales, y sus alegrías infinitas. Y allí arriba,
el Emperador Amarillo ofreció encantado a sus sagaces mujeres los Melocotones
celestiales, que dan también la eterna juventud.

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