viernes, 29 de marzo de 2019

El sabio y la urraca

En tiempos de los Reinos combatientes, el Hijo del Cielo no tenía ya de emperador
más que el título. China estaba a merced de los señores de la guerra, que se
disputaban incansablemente los despojos del Imperio. El rey de Wu había decidido
conquistar el reino de Shou, cuyo ejército, según diversos informes, era muy inferior
en número al suyo y estaba mucho peor equipado. Durante los preparativos, sus
espías le señalaron que un rey vecino concentraba tropas en las fronteras, a la espera,
sin duda, de que el ejército de Wu abandonara el reino para invadirlo. El soberano
hizo oídos sordos y persistió en su proyecto de conquista. Sus ministros estaban muy
inquietos. Uno de ellos tuvo la audacia de hablarle abiertamente de sus temores y fue
depuesto en el acto.
En aquella época, Zhuangzi vagaba con su rosario de discípulos por el reino de Wu.
El dignatario destituido le visitó para pedirle que interviniera ante el rey antes de que
el país se convirtiera en pasto del dragón de la guerra. El sabio prometió intentar
alguna cosa.
¡Unos días más tarde, Zhuangzi irrumpió en la sala del trono, sin afeitar,
maniatado, prisionero de un patán que vestía el uniforme de los guardias reales!
El rey de Wu, en el colmo de la indignación —ya que había reconocido al
venerable sabio a quien había ido a consultar en varias ocasiones—, mandó de
inmediato que desataran las manos del prisionero. Reprendió al guarda de caza por
tanta inconsecuencia y lo cesó inmediatamente de sus funciones. Pero éste se
prosternó varias veces y se defendió explicando que había sorprendido al llamado
Zhuangzi practicando la caza furtiva en el parque real del Oeste. Exhibió el objeto del
delito: un arco que había arrancado de manos del transgresor. Perplejo, el rey se
volvió al viejo maestro y le preguntó qué significaba aquello.
Zhuangzi acarició su perilla blanquecina y contestó:
—Pues bien. Majestad, he tenido una extraña aventura. Había salido a cazar en la
pradera que bordea el parque de Su Majestad, con la firme intención de no sobrepasar
en absoluto los límites, ya que había visto bien los mojones donde estaba grabado
vuestro sello. Caminaba, pues, entre las hierbas altas acechando el vuelo de una
presa, cuando, de repente, el ala de una urraca rozó mi sombrero. Se posó en la linde
de vuestro parque. Me dije: ¡qué extraño, me ha rozado sin verme y ahora está a mi
merced, al alcance de la flecha de mi arco! Intrigado, me acerqué al ave para
averiguar lo que le había hecho olvidar toda prudencia. Dio algunos saltos en el
sotobosque, la seguí, y de repente se quedó inmóvil como si fuera a lanzarse sobre
una presa. Seguí avanzando sin que la urraca advirtiera mi presencia ¡y entonces vi
que esperaba que una mantis religiosa, escondida tras una hoja, se apoderara de una
cigarra, para abalanzarse y devorar a los dos insectos a la vez! Deseosa de aprovechar
esta doble ración, no había visto al cazador que tenía detrás. Y me hice la reflexión
siguiente: así es la naturaleza animal, cegados por sus apetitos, los animales olvidan
protegerse del peligro. ¡Fue entonces cuando vuestro guarda de caza me sorprendió y
me detuvo como a un vulgar cazador furtivo! Y me hice la reflexión siguiente: así es
la naturaleza humana, ¡cautivado por el mundo exterior, el ser humano olvida
protegerse a sí mismo!
Y el rey de Wu comprendió la lección. Abandonó su proyecto de invasión, escapando
así por poco a la trampa que habían urdido sus vecinos.

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