El suceso ocurrió en tiempos de Garci Fernández, el segundo conde castellano. El
lugar fue Santisteban de Gormaz, en Soria. La ocasión, la batalla contra un
importante ejército árabe que pretendía atravesar el vado de Cascajares y recuperar el
castillo que las fuerzas del conde habían conquistado.
Aquella jornada se dispuso que, mientras los caballeros y hombres de armas
cristianos se esforzasen en la batalla, los monjes emplearían también todos sus
esfuerzos en solicitar la ayuda divina. Para ello iban a celebrarse misas durante todo
el día.
El caballero Fernán Antolínez era muy devoto de Nuestra Señora y, cuando estaba
presente en algún acto religioso, su espíritu se abstraía en la oración hasta el completo
olvido de lo que le rodeaba.
Aquella jornada, al alba, tras oír la primera de las misas, el conde y sus guerreros
salieron de la iglesia y se armaron para ir a enfrentarse a los sarracenos, pero el
piadoso caballero Fernán Antolínez permaneció en la iglesia de rodillas,
ensimismado, ausente de todo lo que no fuese su devoción.
La batalla comenzó al concluir la segunda misa y, cuando mediaba la tercera, el
ánimo de los guerreros cristianos no había conseguido detener el avance de los
moros. Hasta la iglesia llegaban los ecos de las voces enardecidas de los
combatientes, el relincho de los caballos, el retumbar de los atabales y hasta el exacto
chasquido de las armas que batían a las armas y de los escudos y armaduras que
entrechocaban.
Desde la puerta de la iglesia, donde esperaba a su señor, el escudero del caballero
devoto podía apreciar que la batalla no mostraba buen cariz para las tropas cristianas.
Al fin, perdida la paciencia y la compostura, comenzó a dar fuertes voces llamando al
caballero, exhortándole para que, por su honra, dejase las misas de una vez, saliese de
la iglesia y se dirigiese al campo de batalla, donde tanto se necesitaba de su fuerte y
experimentado brazo. Mas el caballero seguía embelesado en sus rezos, solo
pendiente del desarrollo de las misas.
A primera hora de la tarde, el ímpetu de los cristianos comenzó a hacer mella en
el poderoso ejército moro. Y al caer la tarde, cuando concluía la octava y última misa,
el ejército árabe había sido derrotado y los supervivientes retrocedían sin orden,
dejando doce mil muertos en el campo de batalla.
Terminadas las misas, el caballero Fernán Antolínez salió de su embeleso.
Comprendió entonces que, en aquella ocasión, su piadoso ensimismamiento le había
hecho faltar a una batalla decisiva para las gentes cristianas. Sintiéndose lleno de
vergüenza, el caballero se encaminó furtivamente a su tienda, donde se ocultó, con la
amargura de haber deshonrado su nombre.
Poco después escuchó voces de gente que se acercaba llamándole. Era el propio
conde Garci Fernández, que venía hasta su tienda acompañado de sus generales tras
buscarlo por todo el campo de batalla. El conde abrazó al caballero, alabando su
conducta en el combate, pues no solamente había mostrado valor hasta el heroísmo,
acuchillando a muchos enemigos, sino que, por haber entrado en el grueso de las
tropas moras y haberse hecho con su estandarte, después de matar al abanderado,
había vuelto las tornas de la batalla, que tras las adversidades de las primeras horas
había terminado en victoria. El leal caballero dijo que no era posible que hubiese sido
él el autor de tales hazañas pues, absorto en sus oraciones, no se había movido de la
iglesia durante toda la jornada.
El conde ordenó que se trajesen las armas del caballero y en ellas estaban claras
las abolladuras, rasgaduras y señales del gran combate en que había participado, y
también en su caballo había signos de la ardua y sangrienta lucha. Con ello quedó
claro que un ser sobrenatural, acaso un ángel, tomando su figura, había cumplido por
él en el campo de batalla para que su sincera devoción no le hiciese faltar a los
deberes que correspondían a un caballero de sus méritos.
Y el milagro corrió de boca en boca, para mayor loor de Dios Nuestro Señor y de
Santa María.
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