Alrededor del año 1100 había en el condado de Castilla un caballero llamado Munio
Sancho de Finojosa, tan principal que mantenía una tropa de setenta jinetes, con la
que a menudo daba guerra a los moros, enfrentándose con ellos en campo abierto o
invadiendo su territorio para castigarlos, destruyendo sus haciendas y arrebatándoles
sus riquezas. Este caballero había prometido solemnemente, renovando varias veces
su voto, visitar el Santo Sepulcro, pero las obligaciones de la guerra iban retrasando
su firme propósito.
Además de buen guerrero y notable cazador de venados, Munio Sancho era
hombre muy cortés. En cierta ocasión en que andaba recorriendo la frontera con sus
hombres, encontró un gran grupo de moros sin armas, muy bien ataviados, y los hizo
presos, regocijándose al considerar el gran número de esclavos que acababa de
conseguir. Sin embargo, resultó que tales moros eran unos novios y su cortejo
nupcial, que se trasladaban de un lugar a otro para celebrar la boda. Los novios, dos
jóvenes de alto linaje llamados Abaddil y Alifra, rogaron a Munio Sancho que no
echase a perder una ocasión tan señalada para sus vidas como era aquélla. Cuando
Munio Sancho escuchó aquella súplica, ordenó que en su propia torre se preparase
todo lo necesario para la ceremonia y organizó un gran banquete nupcial y festejos en
que hubo tablado para torneos y corridas de toros, con lo que duraron las bodas y
tornabodas más de quince días. Después ordenó a sus caballeros que escoltasen a los
recién casados y a su gente de regreso a sus tierras, hasta que estuviesen seguros.
Munio Sancho había librado innumerables combates y de todos había salido ileso,
hasta que un día entró en contienda con un ejército árabe muy poderoso, en los
campos de Almenara, cerca de Uclés, Cuenca, y aunque él y los suyos se batieron
muy bravamente, la suerte les fue adversa. En mitad de la batalla Munio Sancho
perdió un brazo y los suyos le aconsejaron que intentase retirarse, pero él les contestó
que prefería morir como Munio Sancho que sobrevivir como Munio Manco. Y allí
siguió peleando muy encarnizadamente, pero las fuerzas contrarias eran más
numerosas y también muy esforzadas, y al cabo murieron el caballero y todos sus
hombres. Antes de exhalar el último suspiro, Munio Sancho solicitó el perdón divino
por no haber cumplido su promesa de peregrinar hasta el Santo Sepulcro.
Aquel mismo día, en Jerusalén, el capellán del patriarca, que se dirigía a su
iglesia, descubrió que por una de las puertas de la ciudad entraba una gran comitiva
de guerreros cristianos, cubiertos de polvo por la larga caminata, y que el primero de
todos era Munio Sancho de Finojosa, señor de su aldea originaria. El capellán, muy
alegre por el encuentro, fue a saludar al caballero, y éste, con voz apacible, le dijo
que venía con los suyos a cumplir la antigua promesa de postrarse ante el Santo
Sepulcro. Corrió entonces el capellán a avisar al patriarca de que uno de los
caballeros principales de un rey cristiano venía a visitar el Santo Sepulcro, y el
patriarca, con su séquito, salió a recibir a los viajeros entre cánticos y oraciones.
Cuando llegaron ante el Santo Sepulcro, Munio Sancho y sus caballeros
desmontaron y, acercándose al lugar con muy piadoso ademán, se arrodillaron y
oraron. Concluida su oración, ante el asombro de todos los presentes sus figuras se
desvanecieron en el aire y de la plaza desaparecieron también sus caballos como si
nunca hubieran estado allí.
El patriarca mandó cartas contando el suceso y al cabo de un tiempo supo que el
mismo día en que las figuras de Munio Sancho y sus hombres aparecieron en
Jerusalén, perecían ellos en lucha contra los moros en los campos de Almenara.
Debe añadirse que en la batalla había participado, de la parte mora, aquel Abaddil
a quien en sus bodas con Alifra había honrado Munio Sancho en su casa y que,
recuperando el cuerpo y el brazo perdido entre los cadáveres de guerreros y de
caballos, los hizo amortajar en un paño muy rico y meterlos en un ataúd de madera
preciosa, herrado con clavos de plata, y lo llevó a la torre de que había sido señor el
caballero, para entregárselo a su mujer, doña María Palacín.
En el claustro de Santo Domingo de Silos reposan los restos de Munio Sancho de
Finojosa.
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