Un día, llegó un mosquito ante el profeta Salomón para quejarse:
«¡Oh, Salomón el Justo! Los hombres y los genios obedecen tus órdenes. El ave y
el pez confían en tu justicia. No hay nadie hasta hoy que no pueda atestiguarlo.
Ayúdanos, pues eres el que vuela en socorro de los débiles. Nosotros, los mosquitos,
somos el símbolo mismo de la debilidad». El profeta Salomón le dijo:
«¡Oh, tú que deseas justicia! Dime de quién tienes queja. ¿Quién te tortura? Es
extraño que tal verdugo haya podido escapar a mi justicia. Pues, a mi nacimiento,
murió la injusticia igual que la oscuridad desaparece al nacer el día».
El mosquito:
«¡Me quejo del viento! Sus manos de verdugo son las que sacuden mi cuerpo en
todos los sentidos».
Salomón le dijo:
«Dios me ha dado la orden siguiente: No escuches a un demandante si su
enemigo no está presente. Aunque ese demandante exponga todos sus agravios, en
ausencia de su adversario sus quejas no son aceptables. Tráeme a tu adversario si
quieres pedir justicia».
El mosquito:
«Dices verdad. El viento es mi adversario y tú eres el único que puede infundirle
respeto».
Salomón dijo entonces:
«¡Oh, viento! ¡Ven aquí! Porque el mosquito se queja de ti y de las torturas a que
lo sometes».
Al instante, el viento obedeció la orden de Salomón y vino a presentarse ante el
profeta. El mosquito huyó al momento. Y Salomón lo llamó:
«¿Por qué huyes así? Ven si quieres que resolvamos tu problema».
El mosquito respondió:
«¡Oh, sultán mío, ayúdame! El representa la muerte para mí. Cuando viene, no
puedo quedarme. ¡No me queda más que una solución: la huida!».
Cuando la luz de Dios se manifiesta, no queda otra cosa más que esa luz. Mira las
sombras que buscan la luz. Cuando ésta llega, ellas desaparecen.
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