Un pobre lleno de insolencia vio pasar un día a unos esclavos ricamente vestidos
con trajes de seda y cinturones dorados. Alzó los ojos al cielo y dijo:
«¡Oh Señor mío! ¡Esa gente está bien cuidada por su amo! De ese modo es como
deberías obrar conmigo, que soy tu esclavo».
En efecto, este hombre llevaba el traje hecho jirones, tenía hambre y temblaba de
frío. Ese estado era la razón de su insolencia. Era un íntimo de Dios y reconocía sus
favores.
Si los cortesanos pueden permitirse ser insolentes con el sultán, no te creas
autorizado para hacer lo mismo, pues tú no tienes la misma intimidad con el dueño.
Deseas un cinturón dorado, pero Dios te ha dado algo mejor que eso: una cintura para
recibir ese cinturón. Quieres una corona, pero ¿no te ha dado Dios una cabeza?
Ahora bien, un día sucedió que el propietario de los esclavos fue acusado por el
sultán de una falta grave. Sus esclavos fueron encarcelados y torturados para que
confesasen el lugar en que se encontraba el tesoro de su amo. Los maltrataron así
durante un mes pero, por fidelidad hacia su amo, ninguno de ellos reveló el secreto.
Un buen día, el pobre del que hablábamos recibió en un sueño un mensaje que le
decía:
«¡Tú puedes ir a aprender junto a esos esclavos cómo se comporta un verdadero
servidor!».
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