viernes, 29 de marzo de 2019

El peral mágico

Era el tenderete de frutas más hermoso del mercado. Enormes pirámides de
manzanas, peras, albaricoques, membrillos, rutilaban y daban su fragancia al sol. Los
precios estaban a la altura de aquel soberbio producto, para mayor beneficio del gran
comerciante que se movía con solemnidad y tono acaramelado tras su balanza un
tanto manipulada, como lo requería la moda de los mercaderes de aquellos tiempos.
Un pordiosero harapiento, tocado con un viejo gorro de taoísta, totalmente raído,
se detuvo ante aquel apetitoso espectáculo. Mendigó una pera.
—¡Ni hablar! —contestó el comerciante—. Mendigos de tu calaña callejean por
decenas. ¡Si le doy a uno, se presentarán los demás como un enjambre de moscas y al
final tendré que cerrar el negocio!
—Aunque sea una fruta estropeada —suplicó el vagabundo—, no he comido nada
desde hace días.
El mercader salió de detrás de su mostrador y gritó:
—¡Lárgate antes de que pierda la paciencia!
Pero terció un guardia bonachón que estaba de servicio en la plaza. Compró una
pera y se la dio al desgraciado. Éste esbozó una sonrisa y dijo, haciéndole seña de que
le siguiera:
—Ven, para agradecértelo yo también voy a ofrecerte peras. ¡A ti y a todo tu
regimiento!
—Pero ¿qué dices, viejo loco? ¿Cómo podrías comprarlas?
—No es necesario pagarlas. ¡Las cogeré de un árbol!
—Pero ¿dónde está tu árbol?
—¡Aquí dentro!
El mendigo mostró la fruta que tenía en la mano, le dio un mordisco y extrajo una
pepita.
—Aquí está, no queda más que dejarlo crecer. ¡Ve a buscarme una pala y un poco
de agua caliente y verás, dará frutos antes de la puesta del sol!
El guardia llamó a unos compañeros que pasaban por ahí, e hizo repetir sus
palabras a aquella especie de tonto del pueblo. En medio de la hilaridad general, le
prometieron al mendigo que le procurarían lo que pedía. Un guarda regresó al poco
con una pala, otro con un hervidor, ¡y toda una multitud de curiosos siguió al loco
para ver qué tonterías soltaría aún!
El vagabundo se detuvo en medio de la plaza, cavó un agujero, plantó la pepita y
la regó con el agua hirviendo. Inmediatamente, ante la boquiabierta asamblea, ¡de la
tierra asomó un brote que empezó a crecer a ojos vista! Se formó un tronco, se
ramificó, las ramas se cubrieron de hojas y de flores. Éstas se abrieron y de ellas
crecieron decenas de peras que se hincharon, tan radiantes y perfumadas como las del
tenderete de aquel tacaño mercader. Éste, por lo demás, se había unido a la multitud,
dando codazos también, con la esperanza de beneficiarse de la distribución general
que el mendigo había iniciado tras recoger las peras de su árbol. ¡No hay beneficio
pequeño! Además, nuestro comerciante se arrepentía de no haberse puesto de entrada
a bien con aquel extraño vagabundo que tenía más de un truco en su bolsa de mago.
¡Hubiera debido tener más en cuenta su gorro de taoísta totalmente ajado! Pensó
también que, por otra parte, tal vez no fuera demasiado tarde para invitarle a su mesa
y sonsacarle un secreto tan jugoso.
Pero el mendigo, una vez repartidos todos los frutos, reclamó un hacha. Le
trajeron una y aguardaron, pendientes de sus gestos, a ver qué hacía con ella. Cortó el
peral por la base y, con paso tranquilo, abandonó la plaza, arrastrando el árbol tras de
sí. Franqueó la puerta del oeste y desapareció por la carretera en medio de una nube
de polvo que borraba la huella de sus pasos.
El gran comerciante no intentó alcanzarle. Regresó a su tienda con las manos
vacías, ya que nada recibió en el reparto general. Encontró entonces llorando a su
dependiente, quien le explicó que la pirámide de peras había desaparecido
misteriosamente del tenderete. ¡De ahí provenían, pues, los frutos sabrosos y
sustanciosos que aquel maldito taoísta había repartido con tanta generosidad!
Todo lo demás era ilusión. Y al tacaño le sobrevino a causa de esto una ictericia.

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