El rey Alfonso medita en la soledad de su tienda. Ajeno al ajetreo de sus
mayordomos, mesa sus barbas y enjuga el sudor que perla su frente con un lienzo
húmedo. Su rostro agotado refleja una honda preocupación. Los ejércitos de Castilla,
Aragón y Navarra, los mejores soldados de las tierras de España, se encuentran
inmovilizados bajo un calor sofocante ante los pasos de Despeñaperros, cuyas alturas
dominan los musulmanes. Todas las expediciones de exploración han regresado sin
resultados. No hay pasos francos. Cualquier intento de forzar las posiciones
sarracenas sería un suicidio. Al monarca castellano se le aparece el fantasma de la
derrota de Alarcos, donde estuvo a punto de perder la vida. El rey Alfonso piensa. Y
se desespera.
Al atardecer, el rey de Castilla Alfonso VIII, el rey de Aragón Pedro II, y el rey
de Navarra Sancho VII, al que apodan “El Fuerte”, se reúnen en la tienda del
castellano. Llega primero Pedro, gran amigo de Alfonso. Después hace su aparición
la imponente figura de Sancho. Son los tres reyes que han llegado hasta las puertas de
Al-Andalus respondiendo a la llamada del Papa Inocencio III, convocante de la Santa
Cruzada a instancias del rey de Castilla. Debaten.
La situación es crítica. Ni Portugal ni León han acudido a la convocatoria del
Santo Padre. Y los miles de cruzados que acompañaban a los obispos de Nantes,
Narbona y Burdeos, han abandonado el campo cristiano al no permitir Alfonso VIII
el saqueo de Calatrava. Tres reyes hispanos solos ante el poder almohade. Para
colmo, no se halla ningún acceso que permita el paso seguro de las tropas a través de
Sierra Morena. La sombra de Alarcos se proyecta sombríamente sobre las armas de la
Cruz. Es noche cerrada cuando los tres reyes acuerdan intentar buscar un paso franco
una vez más. El mismo rey Alfonso encabezará al amanecer una patrulla de
exploración. O Dios les asiste o el esfuerzo habrá sido en vano. Si el castellano
fracasa habrá que volver grupas.
Mediodía. Los jinetes caminan al paso, exhaustos, envueltos en polvo y sudor.
Piensa el rey Alfonso en regresar al campamento cuando percibe una figura a lo lejos,
a la sombra de un quejigo. Un pastor con un pequeño rebaño de ovejas. El castellano
pica espuelas y se dirige hacia la figura. Le sigue de inmediato su abanderado
D. Diego López de Haro, quien se sitúa a su lado junto con los hombres de la guardia.
A D. Diego le aterroriza que su rey pueda caer en una emboscada y cela cada
movimiento del soberano.
El pastor, apenas un mocetón, aguarda apoyado en su cayado la llegada de las
caballerías, sin aparente temor. Viste un raído sayo y unos calzones de piel de cabra.
Su apariencia es salvaje, pero su mirada es limpia e inteligente. Al monarca no le
pasa desapercibida. Desea hablar personalmente con aquel mozo y con un gesto le
pide que se acerque hasta su montura.
—Decidme, buen muchacho, ¿conocéis bien estas tierras? —pregunta el rey
castellano.
El pastorcillo asiente con una sonrisa.
—Tan bien como el resto del rebaño, Majestad —responde señalando a sus
ovejas.
—Y por ventura —continúa el monarca—, ¿no sabréis de algún camino que nos
permita cruzar estas montañas?
—Sé de muchos caminos, Majestad. Dios me ha destinado a recorrer estas tierras
y conozco todos sus parajes.
—Necesito un camino que me permita pasar mis tropas si ser avistado por los
enemigos de Cristo —se sincera el rey.
El pastorcillo asiente. Después se introduce dos dedos en la boca y emite un largo
silbido. Reagrupado su pequeño rebaño, se ajusta su zurrón en bandolera y
dirigiéndose al rey dice finalmente:
—Acompañadme pues, Majestad.
Al abanderado del rey Alfonso le parece una temeridad adentrarse por aquellas
sierras con tan poca guardia. Sitúa su montura paralela a la del monarca.
—Majestad, no juzgo prudente confiar en un rústico…
El rey lo interrumpe con un gesto de su mano.
—Mi buen D. Diego, tranquilizaos. Veis enemigos por todas partes.
—Es mi deber velar por Vuestra Majestad —se defiende el noble.
—Vuestro rey valora el celo de su gran vasallo. Confiad. Dios nos protege.
Finalmente, tras bordear una colina, llegan a un paraje abrupto. Un sendero
pedregoso que parece ascender hasta las cumbres de la sierra se muestra ante los ojos
del rey. El pastorcillo vuelve a dirigirse al monarca después de haber caminado en
silencio todo el trayecto:
—Este paso, Majestad, —señala el muchachoos permitirá alcanzar la cima de las
montañas y desde allí podréis descender hasta la llanura sin ser vistos por nadie. Dios
asistirá a su rebaño si es digno de Él.
El rey sostiene la mirada del joven pastor.
—No habláis como un pastor.
—¿Y cómo podéis saberlo, si Vuestra Majestad jamás habló con ninguno?
El rey sonríe ante la impertinencia. Le dice al pastorcillo:
—Que Dios os bendiga.
La expedición regresa al campamento con elánimo reconfortado. Al rey Alfonso,
sin embargo, le contraría un detalle: desconoce el nombre del pastorcillo que le ha
facilitado el paso franco para sus tropas.
Las huestes cristianas han alcanzado los primeros valles de Al-Andalus y velan
armas en un lugar que han denominado La Mesa del Rey. No muy lejos de allí, el
imponente ejército almohade de Muhammad Al-Nasir, o Miramamolín, que es como
lo llaman los cristianos, aguarda la orden de su jefe para ponerse en marcha. Ciento
veinte mil alfanjes contra noventa mil espadas. La Santa Cruz y la media luna van a
dirimir sin piedad el futuro de las tierras de España.
Aunque todavía tardará en salir el sol, el campamento cristiano ya bulle de
actividad. Desde el día anterior tienen enfrente a las tropas de Al-Nasir. Con los
primeros rayos de luz los ejércitos cristianos reciben la comunión y los soldados
encomiendan su alma a Dios. Están listos para la batalla.
El rey Alfonso da la orden de ataque después de un intenso lanzamiento de
flechas. La caballería pesada castellana, al mando del vizcaíno López de Haro, carga
contra las vanguardias sarracenas. El choque es brutal y desarbola las filas enemigas.
Pero los infantes almohades logran recuperarse y, ayudados por la caballería ligera,
hacen retroceder a los cristianos, que empiezan a caer por docenas. El abanderado de
Castilla, su hijo Núñez de Lara y la Órdenes Militares se aferran al terreno y pagan su
tributo de sangre. El ataque está siendo rechazado y la situación se vuelve crítica.
Los cristianos no pueden contener el empuje de los almohades y retroceden entre
grandes bajas. Entonces los musulmanes se lanzan a la persecución y al degüello del
enemigo. Pero esa acción es un error táctico porque desorganiza sus líneas y debilita
el centro de su ejército.
El rey Alfonso no permanece impasible ante lo que parece el desmoronamiento
inminente de su ejército. Se reúne con D. Pedro y con D. Sancho y les propone
jugárselo todo a una carta. Vencer o morir.
Los reyes se lanzan a una última y desesperada carga al frente de sus tropas. Es la
carga de los tres reyes, que rebasa las líneas enemigas sembrando la muerte a su paso.
No hay cuartel. El ejército de Miramamolín se descompone.
El rey Sancho de Navarra, en una acción heroica y desafiando las lanzas y las
flechas enemigas, se presenta ante la tienda de Al-Nasir. Éste ha huido, pero su
guardia negra cargada de cadenas, los Im-Esebelen, se ha quedado para defender el
reducto hasta el final. El rey navarro se lanza contra ellos y con su propia espada
rompe el cerco de carne y hierro. Sus tropas maltrechas le siguen. Los fanáticos
defensores son pasados por las armas sin piedad.
La batalla ha concluido. Miles de muertos siembran el campo de batalla. El
ejército almohade ha sido aplastado y las tierras de Al-Andalus están al alcance de la
cristiandad. En el mismo escenario, los reyes victoriosos ofrecen un Te Deum de
agradecimiento a Dios. Es el 16 de julio del año de Nuestro Señor de 1212.
Días después del enfrentamiento, el rey Alfonso convalece en el lecho de su
tienda. Cavila con la mirada perdida en el techo. Ha intentado encontrar al
pastorcillo. Sin éxito. Sus patrullas han recorrido todos los pueblos, aldeas y cabañas
de la serranía. Nadie ha oído nunca hablar de aquel pastor ni lo ha visto jamás.
Alfonso VIII de Castilla dormita. En la paz de su sueño San Isidro pastorea un
rebaño.
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