Durante las largas luchas contra los musulmanes del antiguo reino de Yaiyan, los
cristianos hubieron de vérselas con el reyezuelo que enseñoreaba la ciudad de
Cazorla. En cuanto éste estuvo al corriente de la magnitud de las tropas movilizadas
por el ilustre Arzobispo de Toledo, Ximénez de Rada, temió seriamente por la
supervivencia de su reino y se preparó para una guerra a muerte. Ordenó a sus
súbditos que abandonaran sus tierras y se encaminaran con los pocos enseres que
pudieran transportar hasta el cercano reino nazarí, donde serían acogidos.
Previamente, y por el mismo camino por el que ahora se exiliaban sus gentes, el rey
moro había puesto a salvo su tesoro para evitar que cayera en manos enemigas. Solo
permitió la presencia en su territorio a aquellos hombres en edad militar capaces de
empuñar una espada. Sin embargo, obligó a su hija a permanecer en el castillo junto a
él. Quién sabe si por un amor desmedido hacia ella, que hacía insoportablemente
dolorosa la separación, o por una vana esperanza de resistir a los cristianos.
Pero el rey de Castilla estaba firmemente decidido a recuperar aquellas sierras
abruptas para la cristiandad y puso una parte de sus mejores tropas al mando de un
excepcional jefe militar. El Arzobispo de Toledo no solo era un hombre culto y
refinado —hablaba seis idiomas, entre ellos el árabe—, también un estratega de
primer orden. Los primeros encuentros armados entre sarracenos y cristianos se
saldaron con una serie de derrotas sin paliativos para los primeros. Las tropas y
mesnadas de la Cruz se acercaban a los imponentes muros del castillo de la Yedra.
El reyezuelo cazorleño comprendió al fin lo que se avecinaba y preparó un golpe
de efecto con sus menguadas y exhaustas tropas. Atacaría a los cristianos por
sorpresa en su campamento y luego se refugiaría en el castillo para una resistencia
feroz. Si conseguía destruir los silos de provisiones e inutilizar sus máquinas de
guerra, los atacantes perderían potencia ofensiva, tendrían que prepararse para un
sitio largo y, tal vez, ello afectase a su moral y les obligara a levantar sus
campamentos y regresar a sus tierras.
Era un plan desesperado y conllevaba un riesgo altísimo: para asaltar a los
cristianos, el castillo que defendía la ciudad iba a quedar desguarnecido. El atribulado
moro temía también por el destino de su hija. Si caía prisionera pasaría el resto de su
vida como esclava o concubina de algún noble castellano, en el mejor de los casos.
Ante aquella temible perspectiva decidió recluirla en unas habitaciones secretas
subterráneas a las que se accedía por una trampilla en el suelo de uno de los sótanos
del castillo. Solo aquel reyezuelo desesperado conocía la existencia de aquellas
estancias lóbregas. Y hasta allí condujo a su desdichada hija cargada de provisiones y
aceite para candil, con la esperanza de rescatarla de su encierro en muy pocos días.
La muchacha aceptó dócilmente el plan y se deslizó en silencio por la angosta
cavidad hacia el subsuelo. Sumida en la penumbra no llegó a oír el suspiro de
amargura que escapó de las entrañas de su padre cuando selló la entrada con una
enorme losa de piedra.
La estrategia para conservar su castillo y sus posesiones fracasó. Recuperados de
la primera sorpresa, los cristianos, avezados y curtidos en cien batallas, defendieron
con éxito sus posiciones y las bajas y los destrozos causados por aquella furiosa
razzia fueron escasos. Las tropas sarracenas, en cambio, dejaron en la refriega a casi
la mitad de sus tropas. El caudillo moro, en vista del fracaso, ordenó volver grupas
hacia las murallas de su ciudad. Pero era demasiado tarde. El arzobispo-guerrero
Ximénez de Rada había dado un golpe de mano definitivo. Con ánimo templado
había sabido calibrar el significado de aquel ataque casi suicida e intuido que el
castillo se encontraba desguarnecido. Mientras lo más granado del ejército musulmán
se desangraba en su última batalla, una columna de cristianos se encaramaba por los
muros del castillo y sorprendía a sus menguados defensores.
Cuando el reyezuelo, a galope tendido, tuvo a la vista las murallas de su otrora
castillo, pudo contemplar horrorizado cómo los pendones y las enseñas de Castilla
flameaban ya en los torreones de la fortaleza. Desesperado, picó espuelas y se dirigió
hacia la gran puerta de entrada. Suplicaría a los cristianos la libertad de su hija a
cambio de la suya propia, si fuera necesario. Pero el desdichado moro, apenas detuvo
su montura frente a la fortaleza, fue asaeteado sin miramientos y cayó herido de
muerte. La princesa quedaba a su suerte en un mundo oscuro y subterráneo.
En aquella dimensión de tinieblas, el tiempo fue transcurriendo. Sin días y sin
noches, las provisiones se acabaron y el aceite se consumió al fin en un último candil.
Entumecida por el frío húmedo de aquel submundo milenario, la joven, vencida por
la ansiedad y el agotamiento, se recostó sobre una roca y un sopor intenso se apoderó
de ella.
Soñó con mundos primigenios y seres de pesadilla, y cómo su cuerpo se
transformaba en una especie de reptil o serpiente y se deslizaba por las oquedades de
las profundidades de la tierra en busca de alimento. Dejó de sentir hambre e
inquietud, y una paz desconocida se instaló en su pecho. Cuando despertó, comprobó
sin alarma que aquella metamorfosis era real: se había convertido en una Tragantía.
Desde entonces, los caminantes que paseen por las inmediaciones del castillo de
la Yedra en las noches de San Juan es posible que escuchen un inquietante silbo:
Yo soy la Tragantía, hija del rey moro, el que me oiga cantarno verá la luz del
díani la noche de San Juan.
En un lugar del castillo puede verse aún hoy una pesada losa con una argolla que
nadie, a pesar de los siglos transcurridos, se ha atrevido a levantar.
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