La princesa Casilda disponía de las mejores telas y brocados para sus vestidos,
gozaba de las mejores melodías interpretadas por músicos llegados de Oriente,
paladeaba los más exquisitos manjares de Al-Andalus y la servían las esclavas más
capaces y discretas en las inmensas estancias de palacio destinadas para ella. Pero
Casilda no era feliz en aquella vida regalada. Y es que la joven, hija del rey
AlMamun de Toledo, escondía un secreto. Había abrazado la Fe de Cristo.
Quiso Dios un día que Casilda alcanzara a ver desde la ventana de uno de sus
aposentos la llegada de un grupo de prisioneros cristianos en dirección a las
mazmorras del palacio. Famélicos y harapientos, heridos muchos, la visión
conmocionó a la bondadosa princesa quien, de inmediato, comenzó a pensar en el
modo de socorrer a aquellos desdichados. Tras varias noches de vigilia creyó haber
encontrado la manera. Aun consciente de que si era descubierta se expondría a un
terrible castigo, la joven decidió auxiliar a sus hermanos de Fe.
Cerca de las mazmorras donde los cristianos penaban había unos frondosos
rosales. Cada mañana, Casilda acudía al lugar y cortaba las mejores rosas. Envueltas
en su delantal, las transportaba hasta el palacio y las repartía por las estancias. Se las
ingeniaba para terminar su peregrinación siempre en las cocinas y allí llenaba su
mandil de panes que llevaba a los presos. La piedad de Casilda evitó que muchos
prisioneros perecieran de hambre.
Sin embargo, los hurtos piadosos de la princesa no pasaron desapercibidos. Algún
sirviente o centinela debió advertir lo que sucedía y alertó al rey moro. Éste, si bien al
principio no dio demasiado crédito a lo que escuchó, decidió comprobar por sí mismo
la veracidad de la información.
Una mañana, cuando el rey moro observó que el palacio se había llenado de rosas
recién cortadas, se acercó hasta las mazmorras y esperó allí a su hija. Casilda no tardó
en aparecer, el paso tenue, sosteniendo los extremos de su delantal para que no se le
cayera el pan recogido en las despensas. El reyezuelo le salió al paso y se plantó ante
ella. Su mirada era dura.
—Casilda, ¿qué llevas ahí envuelto? —le preguntó su padre en tono agrio.
La princesa tembló al verse sorprendida y se encomendó a Dios.
—Son rosas, padre. ¿No lo ves?
Y al extender Casilda su delantal aparecieron a la vista docenas de rosas recién
cortadas.
Años más tarde, algunos de los prisioneros supervivientes que habían
contemplado el milagro, lo pusieron en conocimiento de las más altas jerarquías de la
Iglesia. Y aunque se buscó a la princesa en su reino natal, no pudo ser hallada. Según
se supo, la piadosa joven se había retirado a un monasterio donde pasó los años que
Dios quiso a bien concederle. Fue declarada Santa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario