sábado, 16 de marzo de 2019

El origen del pájaro urutaú (mito guaraní)

Un poderoso cacique guaraní se había establecido tranquilamente
con sus parciales no lejos del Iguazú. Pero como no hay en este mundo
felicidad completa, la que le había producido su victoria se veía turbada
por las inclinaciones amorosas de su hija.
Ñeambiú, que así se llamaba ésta, se había enamorado de un prisionero
de su padre; un gallardo mocetón tupí, de nombre Cuimbaé, que
correspondía apasionadamente al amor de la joven.
Y estas relaciones, que a los dos enamorados les parecía la cosa más
natural y agradable del mundo, al cacique y a su mujer les producían la
mayor contrariedad. El cacique y su esposa no querían ni siquiera pensar
en que Ñeambiú pudiese separarse de ellos, y mucho menos para
casarse con un hombre que pertenecía a la raza de los tupíes, sus enemigos
de ayer. Hasta tal punto llevaban su oposición, que varias veces dijeron
a su hija que antes querían verla muerta que casada con Cuimbaé.
La bella Ñeambiú vivía, por todas estas cosas, cada día más sola
y afligida. A sus padres no les podía contar sus penas, porque precisamente
eran ellos quienes las causaban con su incomprensión. Y a
Cuimbaé, su amado prisionero, no lo podía ya ni ver, por la estrecha
vigilancia que le habían puesto.
Cansada así de vivir sola se decidió un día a completar su soledad
con la de los montes. Y se escapó de su casa.
Alarmado el cacique, al echar de menos a su hija, acudió inmediatamente
a ver a Cuimbaé, sospechando que la joven se hubiera fugado de
acuerdo con él. Pero se equivocó. El infortunado prisionero recibió con
mucha pena la noticia y expresó sinceramente su extrañeza. Luego dijo:
-Yo soñé que una mujer muy fiera, que representaba la desgracia, se
había llevado a Ñeambiú a los montes del Iguazú, donde mora entre los
animales, que ni la atacan ni huyen de su presencia.
-¡Al Iguazú! ¡Al Iguazú! -ordenó entonces el desconsolado cacique-,
¡Al Iguazú, a buscar a mi hija, que se la ha llevado caaporál
Y los vasallos salieron hacia el Iguazú, a librar a Ñeambiú de las
garras de caaporá, un ser fantástico que, con monstruosa figura humana,
unas veces de hombre y otras de mujer, habita en los montes y hace
desgraciados para toda su vida a los que tienen la desdicha de mirarlo.
La chillería de los ipecúes, unos pájaros que alborotan mucho cuando
ven gente, movió la curiosidad de la fugitiva que, para ver qué sucedía,
salió del monte donde se había metido. Y como los hombres que
venían en su busca ya estaban cerca de aquel lugar, no tardaron en descubrirla.
Con las razones más persuasivas y el tono más cariñoso, trataron
todos de convencerla de que debía regresar al seno de su familia. Pero
por más que se forzaron, no consiguieron hacerla salir del estado de
indiferencia en que había caído.
El dolor había quemado sus sentimientos, y la pérdida de la esperanza
había dejado sin sentido su vida. Sorda a los requerimientos de
los enviados de su padre, les volvió la espalda e internóse de nuevo en
el monte.
Ante el fracaso de los emisarios, las amigas de Ñeambiú determinaran,
a una sola voz, ir en busca de la fugitiva. Quizá ellas, con solicitud
más cariñosa, lograran lo que no habían conseguido los que sólo habían
ido a cumplir un mandato.
Pero como éstos, las amigas de la infeliz y trastornada joven volvieron
desconsoladas. Sus súplicas resultaron también completamente
ineficaces. Ñeambiú ni respondía palabra, ni daba muestras del menor
sentimiento.
La desdicha de Ñeambiú parecía irremediable.
Consultóse entonces, como se hacía siempre en casos tales, al adivino.
Era Aguará-Payé, un indio tan sagaz como su nombre Aguará, que
quiere decir zorro. Aguará-Payé cogió dos enormes mates o calabacines
llenos el uno de infusión de hierba del Paraguay y el otro de chicha y
se los tomó. Al punto hizo unos visajes horribles y cayó como muerto.
Vuelto en sí al cabo de un largo rato, dijo:
-Ñeambiú ha perdido para siempre la sensibilidad y el habla. Abandonad
la empresa.
-¡No! -contestaron los padres de Ñeambiú-. No; antes morir que
abandonarla.
Y se marcharon todos hacia el Iguazú.
Comprendiendo que Ñeambiú necesitaba una profunda sacudida
que reavivase su sensibilidad, simularon la muerte de varios amigos,
pero no obtuvieron el resultado esperado. Después le anunciaron la
muerte de sus propios padres y tampoco lograron convencerla. Entonces,
como último recurso, le dijeron a Aguará-Payé, que contemplaba
la triste escena:
-Haz que sienta.
Obedeciendo Aguará-Payé, se adelantó pausadamente y le dijo a
Ñeambiú:
-Cuimbaé ha muerto...
La desgraciada joven lanzó un lamento que estremeció todo el bosque
y desapareció.
Fue un lamento tan triste y amargo que traspasando de profundo
dolor a los que habían acudido a aquel lugar, los dejó convertidos en
sauces.
Al poco rato, volvió Ñeambiú transformada en el ave que llaman
urutaú y se posó en la rama más deshojada de aquellos sauces, para
llorar eternamente su desventura.
Éste es el origen del urutaú, pájaro cuyo canto parece un dolorido
lamento de mujer.

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