Antes de que el hombre blanco poblara el Canadá, vivía en aquellas
tierras un gigante malvado, el Rey de los Vientos, que tenía aterrorizada
a la población india. Residía en la Gran Cueva del Viento, en el País
de la Noche. Pasaba temporadas en su palacio, sin dejarse sentir en la
Tierra. Entonces el mar estaba tranquilo; el Sol calentaba y no se movía
una hoja de los árboles. Pero cuando abandonaba el País de la Noche y
empezaba sus correrías, las flores se tronzaban, los árboles crujían y el
mar se encrespaba tanto que devoraba todo lo que tenía a su alcance. El
pánico se extendía por donde se dejaba sentir.
Una vez el Rey de los Vientos estaba muy furioso y decidió arrasar
toda la Tierra. Por entonces vivía una tribu de indios en la costa, que se
pasaba la vida en el mar, pues vivía exclusivamente de la pesca. Un día
en que hombres y mujeres se hallaban pescando, mientras sus hijitos
jugaban en la playa, el Rey de los Vientos pasó por allí, y en cuanto los
vio decidió acabar con ellos. Sopló con todas sus fuerzas y el mar se encrespó
tanto que hizo naufragar a todas las barcas, y pereció la mayoría
de los pescadores.
Después el gigante se dirigió a la orilla y vio a los niños jugando en
la playa solos.
-Vosotros tampoco os escaparéis -gruñó-. Acabo de matar a vuestros
padres; quiero que vayáis a hacerles compañía.
Los niños, al oírle, echaron a correr hacia una cueva próxima; se encerraron
en ella y taparon su entrada con una gran piedra. El monstruo
esperó noche y día a que salieran de su escondite; pero los niños no
salieron. Entonces, furioso, se fue gruñendo:
-¡Ya os cogeré en otra ocasión! ¡Ya os cogeré!
Cuando se hubo marchado los niños salieron de la cueva y encontraron
los cuerpos de sus padres muertos a la orilla del mar. Horrorizados
al sentirse tan solos, huyeron a la selva para esconderse entre los árboles
y no ser vistos por el Rey de los Vientos, que les había prometido devorarlos.
Allí los árboles tenían las hojas grandes y espesas, y pasarían
sin ser vistos por el gigante. En efecto, así fue. Después que el Rey de
los Vientos los buscó por la costa y por todo el país penetró en la selva.
Al principio no pudo encontrarlos; pero después vio que estaban cobijados
por las hojas de los árboles, y como éstas eran grandes y muy
espesas, por mucho que sopló, no logró desalojarlos de sus escondites,
y así luego comprendió que mientras estuvieran en la selva no podría
devorarlos.
Más furioso aún, el gigante juró venganza y se fue a visitar a su amigo
y compañero, el Rey de los Hielos. Ambos se pusieron de acuerdo y
decidieron hacer todo el mal que pudieran a los árboles del bosque, que
se empeñaban en esconder a los niños. Se pusieron en camino y pronto
llegaron a la selva. Algunos árboles, como el abeto, el pino y el cedro se
echaron a reír, diciendo:
-No podéis hacemos ningún mal.
Pero otros, como el roble, el abedul, el sauce, sintieron el frío del
miedo. El Rey de los Hielos tenía gran poder sobre ellos; se posesionó
de todos éstos y pronto empezaron a perder sus hojas. Los niños pudieron
refugiarse en los cedros, los pinos y los abetos, que los seguían
conservando; pero se sentían muy tristes de ver cómo a sus amigos,
los demás árboles, les arrancaban las hojas y los dejaban desnudos. De
todas formas, los niños quedaron sanos y salvos.
En aquella época del año, Glooskap acostumbraba visitar la Tierra
para traer a todos los niños del mundo el regalo que más deseara cada
uno. Cuando llegó a la selva, los niños estaban muy entristecidos por la
desgracia que les había ocurrido a muchos de sus amigos, los árboles.
Al preguntarles a cada uno de ellos qué era lo que deseaban aquel año,
todos contestaron:
-No queremos nada para nosotros: desearíamos que los árboles recobrasen
sus hojas que les han quitado el Rey de los Vientos y el Rey
de los Hielos.
Glooskap, al oír esto, se quedó pensativo.
En este tiempo apenas había pájaros sobre la Tierra. Unicamente
había algún pájaro marino, como el pato, la gaviota y algunos que otros
domésticos, que proporcionaban al hombre huevos y alimento: la gallina,
el pavo y unos pocos más.
Glooskap, después de haberlo pensado mucho, tuvo una gran idea.
-No puedo devolver a los árboles las hojas que les han quitado los
gigantes -les dijo a los niños-; pero puedo hacer una cosa mejor: transformar
estas hojas en pajaritos. Cuando llegue a la Tierra el otoño se
irán con el verano al País del Sol; pero con la primavera volverán a la
Tierra y vivirán entre las hojas de los árboles, de donde han nacido. Harán
los nidos en ellas y tendrán tan bellos colores como ellas. Cantarán
y cantarán para vosotros; pero yo les encargo que no les hagáis ningún
daño, puesto que las hojas son las que os han salvado de los gigantes.
Cada primavera, con los pajarillos, vendrán también hojas nuevas para
los árboles, y aunque, cuando se acerque el invierno, éstas desaparezcan,
no os debéis inquietar demasiado, pues todas las primaveras saldrán
otras nuevas.
Glooskap levantó su varita mágica, y al momento una enorme bandada
de pájaros salió de entre las hojas que yacían por el suelo. Cantaban
y volaban de un lado para otro y tenían bellos colores. Había
petirrojos y tordos rojos y castaños, como las hojas del roble. Había colibríes
y pinzones, verdes, amarillos y tostados, como las hojas del aliso
y del sauce, que volaban como saetas. Había, en fin, muchos pájaros;
tantos como hojas caídas. Los niños se sentían felices al oírles cantar y
al acariciar sus plumas.
Después, Glooskap envió los pájaros al País del Sol, donde vive
el verano, para que el Gigante de los Hielos y el de los Vientos no les
hicieran ningún daño. Pero en primavera los pájaros volvieron de nuevo
e hicieron sus nidos en los árboles, entre las hojas, lo más ocultos
posible. Se pasaban el día cantando para los niños, y éstos nunca les
hicieron daño, pues jamás olvidaron que era un regalo que Glooskap
les había hecho.
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