Bonía Chuá habitaba una caverna en el flanco del cerro Yby aty
pané, en el valle Mbocayá. Era una mujer fea, el rostro fláccido, la boca
desdentada, con bocio. En su gruta, atendía a la gente que quería remedios
para sus males de amor. Por las tardes, solía dirigirse al arroyo
Mbocayá, sentarse a la orilla del mismo, narrando casos, menospreciando
a las mujeres bellas y elogiando sus propios hechizos. Pero una
vez se apasionó por un joven que vino al arroyo, a limpiarse la sangre
de un venado que recién había cazado. A partir de entonces, la hechicera
hizo lo posible por atraer a Azucapé, el joven de aquella tarde. Nada
obtuvo por bien. Raptó a Avatí Ky, la joven esposa de Azucapé. La llevó
a su cueva y de un hachazo le cortó un brazo. La descuartizó. Puso
las partes en un tejido de fibras, salió de la caverna, tomó el atado con
las dos manos y lo tiró hacia la cumbre del cerro. Entonces, millares de
motas de luz volaron sobre las laderas, se desparramaron por el valle y
huyeron entre los cocoteros. Bonía Chuá tuvo miedo.
Éste fue el origen de las luciérnagas.
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