En la inmensa región que se extiende desde el Paraná al Uruguay,
en la parte comprendida entre los arroyos Yabebirí al Guñapirú, existen
maravillosos resplandores, que en las noches se mueven lentamente en
fantásticas procesiones luminosas.
Todos saben que es el isondú, que vaga por los montes para castigar
a los envidiosos. En su origen, fue un apuesto joven que habitaba en
aquella vasta tierra de frondosa vegetación y de fértiles tierras. Este
mancebo, de conducta intachable y de generoso corazón, atraía con el
conjunto de sus perfecciones a todas las doncellas del país, que se enamoraban
perdidamente de él. Olvidando que existieran más hombres en
el mundo, no volvían a querer mirar a ningún otro, porque los encontraban
despreciables comparándolos con aquel prototipo de belleza y
virtud.
Los demás hombres, sintiéndose despreciados se llenaron de coraje
hacia él y se reunieron, tratando de buscar una solución a aquel problema.
De nada tenían que acusarle, porque no había cometido ningún
desafuero, ni podía ser culpable de su perfección física: habían intentado
que cayera en el vicio; pero se habían estrellado ante su temple
heroico. Sin embargo, decidieron eliminar, fuera como fuera, a aquel
ser perfecto que desviaba hacia él los corazones de todas las cuñás
(doncellas).
Todos los caria-í (jóvenes), amarillos por la envidia, resolvieron
matarle, y, apostados una noche de luna tras de los árboles del bosque
por donde él tenía que pasar, esperaron a que llegara y le sorprendieron
por la espalda, cayendo sobre el indefenso joven y asestándole veintidós
puñaladas en todo su cuerpo, por cuyas heridas brotaban chorros de
sangre, que empaparon la tierra, hasta dejarle exangüe. Pero antes de
exhalar su último aliento, vieron los mozos, aterrados, que el cuerpo del
mancebo se transformaba en un pequeño insecto de maravillosos resplandores,
saliendo una misteriosa luz por cada una de las heridas que
había recibido. En la herida del corazón se formó la cabeza del gusano,
que emitía una fantástica luminosidad roja, como un rubí.
Los asesinos, asustados ante el prodigio marcharon apesadumbrados
de su crimen, y tuvieron que contemplar durante todas las noches
de su vida aquel resplandor siniestro que les recordaba su maldad y
torturaba sus conciencias, no volviendo a recobrar jamás la calma.
Desde entonces, grupos inmensos de isondúes pueblan de un fantástico
resplandor, durante las noches, el bosque, convirtiéndolo en un
paraje encantado...
Al coger un isondú o gusano de luz, se ve que tiene once lucecitas
a cada lado de su cuerpo, que son vestigios de las veintidós puñaladas
recibidas; la luz roja de la cabeza es el corazón de aquel hermoso joven
que despertó los celos de los demás hombres.
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