Vivían en un pequeño rancho una madre india y su hijo, solos los
dos, pues ella era viuda... Con muchos afanes había criado al hijo, el
cual ya era todo un mozo... Próspero era el maizal que cultivaban con
esmero. Cuando las lluvias caían daba gusto ver la milpa. Las cosechas
siempre eran magníficas, y las trojes se llenaban tanto que jamás
faltaba en todo el año el maíz en ellos. Así también eran las cosechas
de las calabazas, de los frijoles y de las sandías... Todo era abundancia...
Sí, próspero era el campo... pero una aguda espina se hundía en el
corazón de la buena mujer... Era infeliz a pesar de todo y lloraba sin
cesar, porque su hijo, al cual amaba tanto y por el cual tanto se había
desvelado, era de tan malos sentimientos que más que amar a la madre
parecía odiarla... ¿Qué le importaba la abundancia a la desventurada si
su hijo la maltrataba continuamente...? Prósperas eran las cosechas,
pero esto envanecía más al hijo, lo tomaba más soberbio, y descargaba
sobre su infeliz madre toda la dureza de sus entrañas.
Hasta en ocasiones el mal hijo la había golpeado... Desde entonces
la madre pensó seriamente en abandonarlo todo, para irse lejos, hasta
agotar su vida infortunada. La ocasión llegó al fin cuando en cierta ocasión
el hijo infame trató de decapitar a la madre con su machete... La
mujer fue herida y quedó casi inútil, pero con vida, y pudo huir... Nunca
nadie supo adonde se fue ni nunca nadie volvió a saber de ella... Pero
pronto el hijo criminal comenzó a darse cuenta de su horrible falta.
Primero sintió la soledad, no había quien lo atendiera... Enfermó y
no había quien lo curara... Pero lo más horrible fue que un día al amanecer
sintió y vio que sus brazos, aquellos brazos que había levantado
contra la madre, se habían convertido en dos repugnantes serpientes. En
lugar de sus manos estaban las chatas cabezas de los reptiles que movían
ferozmente los ojos y abrían las fauces en busca de alimento... Y,
naturalmente, comenzó el hambre para el hijo infame, porque cuando el
desgraciado tocaba los alimentos para llevarse a la boca, no era con las
manos con las cuales los tocaba, pues ya no existían, sino con las bocas
de las serpientes, y éstas devoraban al punto el alimento...
Fue a su milpa desesperado y su espanto no tuvo límites... Vio una
mancha gris cerniéndose bajo el cielo, tan espesa y enorme que cubría
totalmente el Sol... Sintió miedo profundo... Nunca había visto aquello,
no sabía explicárselo... De pronto la mancha se precipitó sobre la milpa
arrollándolo a él mismo. La mancha cubrió todo el suelo, y cuando
se levantó haciendo un gran ruido, todas las siembras estaban devastadas...
El campo ya estaba escueto... Observó que aquella mancha al
caer se había convertido en millones de pequeños animalillos con alas,
que saltaban y lo devoraban todo... Había querido utilizar sus brazos
para alejar la invasión, pero había sido inútil... Sus brazos eran las serpientes
que se retorcían al parecer de gusto presenciando la invasión
y dándose cuenta de la angustia del hombre... Corrió éste a su troje y
también lo encontró devastado... Desesperado regresó a su choza, y por
el camino fue viendo que también los árboles habían sufrido la devastación,
pues sus ramajes aparecían pelados, y al llegar a su cabaña halló
que la techumbre, que de palmas era, también había sido devorada... Se
encontró entonces en la desolación más absoluta...
Lleno de ansiedad consultó a los h ’menes, a los hombres adivinos
que también estaban llenos de doloroso asombro, pues nunca habían
visto cosa semejante; éstos hicieron los ritos, hicieron sacrificios de
animales, escrutaron el espacio para ver de qué pliegue había salido la
horrible plaga. Al fin concluyeron por saber que se trataba de una maldición
que la madre había lanzado al hijo al abandonarlo, y que, hasta
que apareciese nuevamente la mujer y lo perdonase, la maldición no
pasaría... Se trataba de la terrible Zaac, la insaciable langosta que por
primera vez aparecía sobre la tierra maya.
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