domingo, 24 de marzo de 2019

La campana de Huesca

Confunden los simples el ser bueno con el ser tonto, y por eso suponían que al rey
Ramiro, a ese bendito recién salido del convento para ceñir la púrpura real, sería fácil
manejarle, tan fácil que ni siquiera sería menester el arte del titiritero con sus
muñecos. Ya podía proclamar el Evangelio que bienaventurados los pacíficos, que en
Aragón, como en cualquier otra parte, el reino de los cielos solo abría sus puertas al
que apareciera con espada y lanza, acorazado tras su armadura, fiero como esos
recios guerreros de la remotas crónicas. Desprovisto, por tanto, de todos esos
artefactos que Ramiro ignoró los largos años que se entregó a los rezos y al ayuno,
entre paseos meditabundos por un austero claustro románico, más preocupado de la
eternidad que de menudencias terrenales. ¿A quién podía extrañar, con antecedentes
tan poco prometedores, que el día de su coronación empuñara las armas con la
inseguridad del novato en tales lides?
Las gentes no vieron a un monarca seguro de sí mismo, con aire marcial, sino a
un hombre torpe, atribulado, incapaz de despertar los sentimientos de adhesión
entusiasta que la ocasión requería. Todo lo que contrario que su antecesor, Alfonso, al
que apodaban con justicia “El Batallador”. De ahí que, si hemos de creer a los
entendidos, su facultad de discurrir se resintiera un tanto a la hora de testar. Como
vuestras mercedes habrán adivinado con su exquisita agudeza, el fenómeno distaba
de ser insólito y podía ser muy bien explicado por causas naturales, es decir, sin
recurrir a los ardides del maligno, argumento gastadísimo a fuerza de repeticiones
incontables.
Sea como fuere, tras reunirse en las cortes de Monzón, los grandes magnates
corrieron raudos a enviar un emisario al monasterio de Tomeras, donde el hermano
del rey difunto sospechaba, con toda la razón, que sus días de felicidad iban a
esfumarse muy pronto, entre las horribles migrañas que le provocaban las palabras de
gentes tenidas por sensatas.
—Yo no deseo el trono, ni el poder, ni más gloria que la celestial —repetía una y
otra vez a los teólogos más doctos.
—Vuestra Majestad ya no es dueño de sus actos. Dios os marca con claridad que
debéis dar continuidad la dinastía.
Sí, así hablaban los sabios… ¿Qué otra cosa le quedaba sino doblegarse a su
voluntad? Otros hubieran dado gustosos todo el oro de Sudán para que les
permitieran holgar con autorización celeste, pero Ramiro nunca fue como el resto de
los hijos de Adán. Cualquier posibilidad de pecado, aún del más fútil, le mortificaba
hasta rozar prácticamente la locura.
¡Apiádate, Dios mío, del este vuestro siervo inmundo! —repetía sin cesar a todo
el que quisiera escucharle.
Mientras tanto, los que estaban en el secreto de los asuntos cortesanos y que no
eran iletrados del todo, coincidencia en verdad difícil, auguraban con aire erudito la
llegada de un nuevo Claudio.
Sabido es que al citado emperador de Roma le pudo más el miedo que el
entusiasmo cuando los pretorianos le buscaron para sustituir a Calígula. En esta
ocasión, todo hacía prever que el favorito de la fortuna iba a ser otro pobre hombre al
que su linaje le jugaba mala pasada. Por eso muchos se creyeron dispensados de
cumplir sus órdenes con rapidez y devoción, porque… ¿acaso no le habían colocado
ellos el cetro y la púrpura? Si el nuevo soberano sabía donde estaban sus intereses, se
ocuparía muy mucho de restituir a rajatabla todos los bienes que sus antecesores
habían usurpado a los “ricos-hombres”, los mismos que no vacilarían en destruirle si
se apartaba un milímetro de las líneas rojas por donde debía conducir la maquinaria
del Estado. Porque antes preferían hundirse en el más negro abismo que tocar de sus
sacrosantos fueros y prebendas ni que fuera una coma.
—¡Las libertades del reino están en juego!—, clamaban con aire de virtuosa
indignación, con aquel lenguaje críptico que solo los muy avispados se veían capaces
de descifrar. Las tales libertades, en realidad, no eran sino los privilegios de gentes
altivas para hacer y deshacer, justificando los mayores latrocinios con el santo
nombre de la nación. Pero dejemos a un lado la política, antes de que la urticaria nos
ataque otra vez, y retomemos el hilo de nuestra historia.
¡Pobre Ramiro! Su destino se hallaba en manos de reptiles que murmuraban
palabras poco amables, por no decir venenosas, sobre la virilidad de un fantoche que
jamás había conocido mujer y que, de la noche a la mañana, por los imperativos de la
razón de estado, se veía casado con la hija de un conde. ¿Sería capaz un hombre
semejante, analfabeto para todo lo que no fueran las paredes toscas de su monasterio,
de dar al reino de Aragón el ansiado heredero? La respuesta, a los nobles más
encumbrados, parecía no importarles demasiado mientras tuvieran el campo libre
para guerrear contra sus enemigos y saquear a su antojo los bolsillos del pueblo,
nunca llenos en demasía. Suerte que la rubicunda Inés de Poitou, viuda de un primer
matrimonio, había acreditado ya su fecundidad.
Se supone que, en medio de una anarquía creciente, un monarca debe demostrar
firmeza. Los tiempos recios no son para los dubitativos, se dijo Ramiro antes de
constatar, apesadumbrado, que no sabía por donde seguir. Había llegado el momento
de buscar un buen consejero, un hombre franco y de honradez acrisolada, capaz de
guiar sus pasos por senderos angostos poblados de alimañas, llenos de trampas
capaces de atrapar al más fiero de los osos. ¿Quién mejor, pues, que el abad de Santo
Ponce? Aquel anciano venerable, de expresión severa, ojos centelleantes y gesto
enérgico, era el mismo que te había educado en tu niñez, sin caer en la adulación de
los servidores más mediocres o arribistas. Con la inflexibilidad propia del que no
quiere ver nada fuera de la virtud, por más que salgan malparados los intereses del
mundo. Siempre con la fe de los santos puesta en su dios inexplicable, esa desmesura
paradójica, colérica o misericordiosa en función de designios inescrutables para un
simple humano.
El buen abad, sin duda, sabría que hacer. Le faltaba sentido del humor y todo se lo
tomaba por la tremenda, cierto, pero había demostrado su buen criterio en infinidad
de ocasiones, orientado con su recto consejo tanto a religiosos como a laicos, todos
ansiosos porque derramara la luz de su sabiduría sobre sus vidas inciertas. Confiado
en que así hallaría la salida a su inextricable laberinto, el bueno de Ramiro no lo
pensó más, tomó la pluma y, con la caligrafía primorosa aprendida en el convento —
¡Tantas horas copiando antiguos manuscritos no se olvidan así como así! escribió a
aquel hombre santo un mensaje donde planteaba sin circunloquios diplomáticos los
dilemas que le angustiaban. Tras lacrarlo él mismo con su sello real, ya que no se
fiaba de ningún secretario, lo confió a Roldán, el más adicto de sus servidores
disponible en tan crítico momento.
Al abad, como a Cristo, le gustaba hablar con parábolas, solo que en esta ocasión
permaneció en silencio para desesperación del correo real. Se limitó a coger un
cuchillo afilado, entrar en su pequeña huerta e ir podando, con certeros tajos, las
ramas más altas, las que más sobresalían de entre sus naranjos, limoneros y otros
frutales deleitosos a la vista. Cuando finalizó su operación quirúrgica, ya sin resuello,
porque los muchos años tampoco a él le perdonaban, adoptó su aire más pontifical y
proclamó, como si hablara para la Historia, que le había dicho a Su Majestad todo lo
que le tenía que decir.
—El abad no se preocupó de atender vuestro mensaje —le diría Roldán a su rey,
con un tono de reproche apenas contenido por la disciplina castrense.
Fue entonces cuando un destello de luz iluminó la Corona y a su portador.
¡Eureka!, pensó éste para sí mismo. Ya tenía el cebo con el que engatusar a las ratas.
A su lado, el flautista ese de Hamelín iba a parecer un aprendiz, y no precisamente de
los más aprovechados. Suerte que el Altísimo le mandaba una buena idea, sobre todo
ahora que un grupito de indisciplinados se empeñaba en hacer la guerra por su cuenta.
Le habían comunicado la indignante noticia anteayer: tres o cuatro nobles, con sus
mesnadas de forajidos, que no otro nombre merecían, se habían permitido el lujo de
atacar una caravana de infieles sin importarles que estuviera vigente una tregua. Solo
le faltaba eso, un conflicto internacional, como si no tuviera bastantes problemas. Él
enseñaría a esos malnacidos que un caballero, si de verdad es tal, solo desenvaina su
espada cuando su señor lo ordena.
Si las ocurrencias descabelladas son el único medio de escabullirse de una
situación sin salida, fuerza es reconocer que la sesera real había alumbrado una en
verdad desatinada. Mandaría construir una campana tan magnífica que su tañido
podría escucharse desde cualquier punto de su reino. No, desde cualquier rincón de
España. Sin reparar en gastos. Que hace falta traer a cotizados maestros franceses, se
les trae. Con curiosidad no exenta de socarronería, los nobles se dispusieron a
presenciar una excentricidad nunca antes registrada en los polvorientos pergaminos
que guardan esos antros, denominados bibliotecas, donde se reúnen gentes
disparatadas.
—El rey está loco —sentenciaba un duque.
Mientras tanto, Su Majestad, frotándose las manos, murmuraba con un destello
inquietante en la mirada, una nota disonante en la placidez que acompañaba de
ordinario aquel rostro místico, en el que se había operado una transmutación
inesperada. Si antes se acercaba más a un canto gregoriano, en aquel instante vibraba
como un tambor de guerra.
Los Rui Ximenez, García de Bidaure, Gil Datrosillo y muchos otros títulos del
reino, acudieron a palacio confiados, engalanados con sus mejores trajes, luciendo
aquí y allá cadenas de oro, abalorios de plata, pensamientos de cobre. El rey los
convocó de uno en uno en sus aposentos secretos, convenientemente apartados del
bullicio cortesano, con vistas a trata ciertos temas confidenciales. Entre tanto, les
halagaba el oído con la retórica más florida de los clásicos griegos y romanos,
orgulloso de que al fin le sirvieran de algo tantas clases de latín. Cuando el duque o el
conde aparecía altivo y desafiante, nada le hacía sospechar que pronto iba a verse las
caras con dos esclavos de mirada torva, anchas espaldas, troncos por brazos.
Siniestros, sin duda, pero incomparablemente buenos en el viejo oficio de la
degollina.
Unos cayeron sin tiempo ni para pedir confesión, víctimas de tajos certeros
dignos de cualquier Joyeuse o Tizona. Otros exhalaron el último suspiro mientras
contemplaban, incrédulos, la sangre roja, no azul, brotando de la garganta atravesada
por un puñal. Nadie tuvo ocasión de gritar, en demanda de auxilio, aunque tampoco
les hubiera servido de nada porque nadie podía escucharles, menos aún socorrerles.
Los mismos que hasta poco antes se envanecían de la prosapia de sus apellidos,
ahora se veían reducidos a despojos macilentos, protagonistas involuntarios de aquel
espectáculo aterrador. Quince cuerpos en total.
En adelante, los aristócratas descontentadizos no se lo pensaron dos veces antes
de obedecer, para bien de la estabilidad del reino e inspiración de los poetas, que
cantaron admirados: “Así fue temido el monje con el son de la campana”.

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