miércoles, 6 de marzo de 2019

El goblin de Adachigahara

Hace mucho, mucho tiempo, había una gran llanura llamada Adachigahara en la provincia de Mutsu, en Japón. Se decía que ese lugar estaba encantado por un goblin caníbal que tomaba la forma de una anciana. Con el tiempo, muchos viajeros desaparecieron, la anciana rondaba los braseros de carbón por las noches, buscando nuevas víctimas. Mientras, las chicas que lavaban el arroz del hogar en los pozos por las mañanas susurraban horribles historias de cómo los viajeros se habían visto atraídos hacia la cabaña del goblin y habían sido devorados, pues solo comía carne humana. Nadie se atrevía a acercarse al lugar encantado después del ocaso, todos los que podían la evitaban por la mañana y se avisaba a los viajeros del horrible lugar.

    Un día, cuando el sol se ponía, un sacerdote llegó a la llanura. Era un viajero tardío, y su túnica era la de un peregrino budista que caminaba de altar en altar para rezar en busca de alguna bendición o del perdón de sus pecados. Al parecer se había perdido, y al ser tan tarde no había visto a nadie que pudiera mostrarle el camino o avisarlo del peligro en el que se encontraba.

    Había estado caminando todo el día y, como consecuencia, se hallaba cansado y hambriento. Las noches eran frías, pues se estaba acabando el otoño, y empezaba a sentirse muy ansioso, al no encontrar casa alguna en la que pudiera quedarse durante una noche. Estaba perdido en mitad de la gran llanura y buscaba en vano alguna señal de vida humana.

    Al final, después de pasear durante algunas horas más, vio un grupo de árboles en la distancia, y a través de estos, pudo captar el brillo de un solitario rayo de luz.

El sacerdote presionó a la anciana para que le permitiera quedarse.

   

    —¡Oh, seguro que es una cabaña donde puedo quedarme durante la noche! —exclamó con alegría.

    Manteniendo la luz ante sus ojos, arrastró sus cansados y doloridos pies tan rápido como pudo hasta el lugar, y pronto llegó a una pequeña cabaña de mal aspecto. Conforme se acercaba, vio que estaba cayéndose a pedazos, con la valla de bambú rota y las malas hierbas amenazando con invadirla. Los shōji1 estaban llenas de huecos y las vigas de la casa estaban dobladas por la edad y apenas sujetaban el viejo techado de paja. Estaba abierta, y a la luz de una vieja linterna pudo ver a una anciana sentada, tejiendo con dedicación.

    El peregrino la llamó desde el otro lado de la valla de bambú.

    —¡Anciana, buenas tardes! ¡Soy un viajero! Por favor, perdóneme, pero me he perdido y no sé qué hacer, pues no tengo donde dormir esta noche. Le suplico que se apiade de mí y me deje pasar la noche bajo su techo.

    En cuanto lo oyó, dejó de tejer, se levantó y se acercó al intruso.

    —Lo lamento mucho. Sin duda, debe estar preocupado por haberse perdido en un lugar tan desolado a estas horas de la noche. Por desgracia, no puedo ofrecerle nada, pues no tengo ninguna cama libre, ni ninguna habitación para huéspedes en este lugar tan pobre.

    —Oh, eso no importa —dijo el sacerdote—, todo lo que quiero es la protección de un techo por la noche, y me basta con que me permita tumbarme en el suelo de la cocina. Le estaría muy agradecido. Estoy muy cansado como para intentar seguir andando esta noche, así que espero que no me rechace, ya que, si no, tendré que dormir en la fría llanura al aire libre. —Y de esta manera presionó a la anciana para que le permitiera quedarse.

    Parecía estar dudando, pero al final dijo:

    —Muy bien, le dejaré quedarse aquí. Puedo ofrecerle poco como bienvenida, pero entre y encenderé un fuego, que hace frío esta noche.

    El peregrino se alegró de poder hacer lo que le decía. Se quitó las sandalias y entró a la cabaña. La anciana sacó unos palos de madera y encendió el fuego, e hizo un gesto a su invitado para que se acercara y se calentara.

    —Debe estar hambriento después de su largo viaje —dijo la anciana—. Voy a prepararle algo de comer. —Fue a la cocina y preparó algo de arroz.

    Cuando el sacerdote terminó de comer, la anciana se sentó cerca de la hoguera y hablaron un rato largo. El peregrino pensó que había tenido mucha suerte de encontrarse con una anciana tan amable y hospitalaria. Al cabo de un rato, la madera se consumió y, conforme el fuego se apagaba lentamente, empezó a temblar de frío, justo como cuando llegó.

    —Veo que tiene frío —dijo la anciana—. Saldré a buscar madera, que ya la hemos gastado toda. Por favor, quédese aquí y cuide de la casa mientras estoy fuera.

    —No, no —dijo el peregrino—. Permítame ir a mí, que es usted una anciana. ¡No puedo permitir que vaya a buscar madera para mí en esta fría noche!

    —Quédese aquí tranquilo, es usted mi invitado —dijo, negando con la cabeza, la anciana. Después se levantó y salió. Un minuto después volvió y dijo—: Por favor, quédese sentado donde está y no se mueva. Sea como sea, ni se le ocurra acercarse a la habitación interior, y mucho menos mirar en el interior. ¿Me ha escuchado?

    —Por supuesto. Si usted dice que no debo ir a la habitación interior, la obedeceré —dijo el sacerdote, bastante confuso.

    La anciana volvió a marcharse y dejó al sacerdote solo. El fuego se había apagado y la única luz que alumbraba la cabaña provenía de una débil lámpara. Por primera vez esa noche, empezó a sentir que se encontraba en un lugar extraño, y las palabras de la anciana, «haga lo que haga, no mire en la habitación interior», despertaban su curiosidad y su miedo.

    ¿Qué podía haber oculto en aquella habitación que ella no quería que él viera? Durante algún tiempo, el recuerdo de su promesa a la anciana lo contuvo, pero al final no pudo resistirse a la curiosidad y tuvo que mirar en el lugar prohibido.

    Se levantó y empezó a moverse lentamente hacia la habitación interior, pero se dio cuenta de que la anciana se enfadaría con él. Al fin y al cabo, la cortesía del invitado le obligaba a obedecer a su anfitriona, así que volvió a su lugar cerca del fuego.

    Los minutos pasaban lentamente y la anciana no volvía, así que empezó a asustarse cada vez más, y a preguntarse qué horrible secreto ocultaba aquella habitación. Necesitaba descubrirlo.

    —No sabrá que he mirado a menos que yo mismo se lo diga. Echaré un vistacito antes de que vuelva —se dijo el hombre.

    Se levantó, ya que había estado sentado en seiza2 todo este tiempo, y sigilosamente se acercó hasta el lugar prohibido. Con manos temblorosas, empujó ligeramente la puerta y miró. Lo que vio heló la sangre que corría por sus venas. La habitación estaba llena de los huesos de hombres muertos, y las paredes y el suelo estaban cubiertos de sangre humana. En una esquina, cráneo sobre cráneo se alzaban hasta el techo; en otra, había un montón de huesos de brazos; en otra, de huesos de piernas. El olor enfermizo le hizo marearse. Se cayó de espaldas, horrorizado, y durante un tiempo se quedó en posición fetal en el suelo, asustado. No dejaba de temblar y sus dientes castañeteaban. No podía ni arrastrarse lejos de aquel horrible lugar.

Lo que vio heló la sangre que corría por sus venas.

   

    —¡Qué horrible! —gritó—. ¿A la madriguera de qué mal he llegado durante mis viajes? Que Buda me ayude o estoy perdido. ¿Es posible que aquella amable anciana sea en verdad un goblin caníbal? ¡Cuando vuelva mostrará su verdadero rostro y me comerá de un bocado!

    Con estas palabras, su fuerza regresó y, agarrando su sombrero y su bastón, salió corriendo de la casa tan rápido como sus piernas le permitieron. Hacia la noche avanzó, pensando únicamente en alejarse cuanto pudiera del cubil del goblin. No había llegado demasiado lejos cuando oyó pasos detrás de él y una voz gritando: «¡Pare! ¡Pare!».

    Corrió más todavía, redoblando su velocidad, ignorando las voces. Mientras lo hacía, escuchó cómo los pasos se acercaban cada vez más, y finalmente reconoció la voz de la anciana conforme sonaba más fuerte al acercarse.

    —¡Deténgase! ¡Deténgase, malvado! ¿Por qué miró en la habitación prohibida?

    El sacerdote se olvidó de su cansancio y sus pies volaron sobre el suelo más rápido que nunca. El miedo le dio fuerzas, pues sabía que si el goblin lo alcanzaba, no tardaría en contarse entre sus víctimas. Con todo su corazón, no dejó de repetir la oración3:

    —Namu Amida Butsu, Namu Amida Butsu.

    Tras él corría la horrible arpía, su cabello libre al viento, su rostro cambiando con la ira en el demonio que era. En su mano portaba un gran cuchillo manchado de sangre, y seguía aullando: «¡Pare! ¡Pare!».

    Por fin, cuando el sacerdote sintió que no podía correr más, llegó el alba, y junto con la oscuridad de la noche desapareció el goblin, y estuvo a salvo. El sacerdote sabía ahora que se había encontrado con el temible goblin de Adachigahara, cuya historia había escuchado a veces pero nunca había creído. Sintió que debía su asombrosa salvación a la protección de Buda, a quien había rezado en busca de ayuda, así que sacó su rosario y, agachando la cabeza mientras el sol se alzaba, rezó y dio las gracias con emoción. Después partió para otra parte del país, feliz de dejar atrás el lugar encantado.
   
        1 Puertas deslizantes de papel washi.
      
        2 Forma japonesa de sentarse, con las rodillas flexionadas y el peso apoyado en los talones.
     
        3 Dedicada a Buda.

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