miércoles, 6 de marzo de 2019

El señor «Bolsa de Arroz»

Hace mucho, mucho tiempo, vivía en Japón un valiente guerrero conocido por todos como Tawara Tōda («Bolsa de Arroz»). Su verdadero nombre era Fujiwara Hidesato y, tras su otro nombre, hay una historia muy interesante.

    Un día, partió en busca de aventuras, pues era un guerrero de corazón y no soportaba estar parado. Así que preparó las dos espadas, cogió su enorme arco, mucho más grande que él mismo, y se puso el carcaj a la espalda. No se había alejado mucho cuando llegó al puente de Seta no Karashi, que partía de un extremo del hermoso lago Biwa. En cuanto puso el pie en él, pudo ver en mitad de su camino a un enorme dragón serpentino. Su cuerpo era tan grande que parecía el tronco de un gran pino y ocupaba todo el puente a lo ancho. Una de sus enormes garras estaba apoyada en el parapeto a un lado, mientras que su cola golpeaba el otro. El monstruo parecía estar dormido y, con cada respiración, echaba un poco de fuego y humo por la nariz.

    Al principio, Hidesato no pudo evitar sentirse alarmado ante el aspecto del horrible reptil que se encontraba en su camino, pues tenía dos opciones: o bien se daba la vuelta, o bien pasaba por encima de su cuerpo. No obstante, era un hombre valiente, así que echó a un lado el miedo y avanzó osadamente. ¡Crunch, crunch! Se subió al cuerpo del dragón, luego sobre sus alas y, sin mirar hacia atrás, continuó su camino.

    Apenas había avanzado unos pasos cuando escuchó que alguien lo llamaba desde atrás. Al darse la vuelta, se sorprendió mucho cuando vio que el monstruoso dragón había desaparecido por completo. En su lugar se encontraba un hombre de aspecto extraño haciendo una reverencia tan profunda que tocaba el suelo con la frente. Su cabello rojizo flotaba sobre sus hombros y llevaba encima una corona con forma de cabeza de dragón y un vestido turquesa ornamentado con caracolas. Hidesato supo al momento que no era un mortal ordinario y se preguntó el porqué de tan extraña aparición.

    ¿Dónde había ido a parar en tan corto espacio de tiempo el dragón? ¿O se había transformado en este hombre? ¿A qué se debía todo esto? Mientras estos pensamientos flotaban por su mente, se acercó al hombre y le dijo:

    —¿Eres tú quien me ha llamado hace un momento?

    —Sí, he sido yo —respondió el hombre—. Tengo una petición muy seria que hacerte. ¿Crees que podrías concedérmela?

    —Si está en mi poder, así lo haré —respondió Hidesato—. Pero, primero, dime quién eres.

    —Soy el Rey Dragón del Lago, y mi hogar son las aguas debajo de este puente.

    —¿Y qué me tienes que pedir?

    —Quiero que mates a mi enemigo mortal, el ciempiés, que vive en aquella montaña —dijo el Rey Dragón señalando un alto pico en la costa opuesta del lago—. He vivido muchos años aquí y tengo una numerosa familia de hijos y nietos. Llevamos un tiempo viviendo aterrorizados, pues un monstruoso ciempiés ha descubierto nuestro hogar y noche tras noche viene y se lleva a un miembro de mi familia. No tengo poder para salvarlos. Si sigue mucho tiempo más, no solo perderé a todos mis hijos, sino que yo mismo caeré víctima del monstruo. Soy, por tanto, infeliz, y en esta situación he decidido pedir la ayuda de un ser humano. Durante muchos días, con esta intención, he esperado en el puente con la forma del horrible dragón serpentino que viste, con la esperanza de que algún poderoso hombre valiente apareciera. Pero todos los que pasaban por aquí, en cuanto me veían, se aterrorizaban y huían tan rápido como podían. Eres el primer hombre que he visto que es capaz de mirarme sin miedo, así que supe al momento que eras un hombre de gran coraje. Te suplico que tengas piedad de mí. ¿Me ayudarás y matarás a mi enemigo, el ciempiés?

Dejando a un lado cualquier temor, fue hacia adelante.

   

    Hidesato sintió mucha pena al escuchar la historia del Rey Dragón, y rápidamente prometió que haría todo lo que pudiera para ayudarlo. El guerrero le preguntó dónde vivía el ciempiés, para poder atacar al momento a la criatura. El Rey Dragón respondió que su hogar estaba en la montaña Mikami, pero como venía todas las noches a una hora determinada al palacio del lago, sería mejor esperarlo allí. Así, llevó a Hidesato hasta su palacio bajo el puente. Por extraño que pareciera, mientras seguía a su anfitrión hacia abajo, las aguas se abrieron formando un camino y sus ropas ni siquiera se humedecieron al pasar a través de ellas. Hidesato nunca había visto nada tan bello como ese palacio construido de mármol blanco bajo el lago. Había escuchado hablar del que el Rey Dragón tenía al fondo del mar, donde todos los sirvientes y vasallos eran peces de agua salada, pero aquella magnífica construcción que había en el corazón del lago Biwa no era menor. Las delicadas carpas doradas y rojas y las truchas plateadas atendían al Rey Dragón y a su invitado.

    Hidesato estaba asombrado ante el festín que se extendía ante él. Los platos eran hojas y flores de loto cristalizadas y los palillos eran del ébano más sorprendente. En cuanto se sentaron, las puertas deslizantes se abrieron dando paso a diez carpas doradas bailarinas y a diez carpas rojas músicas que tocaban el koto y el shamisen. Así pasaron las horas hasta medianoche, y la bella música y el baile alejaron cualquier pensamiento acerca del ciempiés. El Rey Dragón estaba punto de ofrecer al guerrero una copa de vino cuando el palacio se vio sacudido con un ¡tramp, tramp! Como si un poderoso ejército hubiera empezado a marchar no lejos de allí.

    Hidesato y su anfitrión se levantaron y avanzaron hacia la balconada, y el guerrero pudo ver dos grandes esferas de fuego brillante que se acercaban poco a poco desde la montaña. El Rey Dragón temblaba de miedo a su lado.

    —¡El ciempiés! ¡El ciempiés! Esas dos bolas de fuego son sus ojos. ¡Viene a por su presa! Es el momento de matarlo.

    Hidesato miró hacia donde señalaba su anfitrión y, a la débil luz de la noche estrellada, detrás de las dos esferas de fuego, vio el largo cuerpo de un enorme ciempiés que rodeaba las montañas. La luz de sus cien patas brillaba como si una miríada de pequeñas linternas distantes se acercase a la playa del lago.

    Hidesato no mostró ni la más leve señal de miedo. Intentó calmar al Rey Dragón.

    —No tengas miedo. Sin duda lo mataré. Tráeme mi arco y mis flechas.

    El Rey Dragón hizo lo que le pidió, y el guerrero se dio cuenta de que solo quedaban tres en su carcaj. Cogió el arco junto a una flecha, apuntó con cuidado y la dejó partir.

    La flecha golpeó al ciempiés justo en el centro de la cabeza, pero, en vez de penetrarla, rebotó inútilmente y cayó al suelo.

Hidesato cogió otra flecha.

   

    Sin el menor miedo, Hidesato cogió otra flecha, volvió a colocarla en el arco, y la lanzó. De nuevo, la flecha dio en el blanco, golpeó al ciempiés justo en mitad de la cabeza, solo para rebotar y caer al suelo. ¡El ciempiés era invulnerable a las armas! Cuando el Rey Dragón vio que incluso las flechas del valiente guerrero eran incapaces de matar al ciempiés, perdió el ánimo y empezó a temblar de miedo.

    El guerrero vio que solo le quedaba una flecha en el carcaj y que si fallaba esa no podría matar al ciempiés. Miró a través de las aguas. El enorme insecto había rodeado con su horrible cuerpo siete veces la montaña y pronto llegaría al palacio. El brillo de las bolas de fuego se acercaba cada vez más, y la luz de sus cien patas empezaba a reflejarse en las aguas tranquilas del lago.

    Entonces, de repente, el guerrero recordó que había oído que la saliva humana era mortal para los ciempiés. Pero no era un simple ciempiés. Era tan monstruoso que incluso pensar en tal criatura hacía que cualquiera temblase, aterrorizado. Hidesato decidió probar una última vez. Así que cogió su última flecha y se puso primero la punta en la boca, la colocó en el arco, apuntó nuevamente y volvió a lanzarla.

    Esta vez, la flecha volvió a dar al ciempiés en el centro de la cabeza, pero, en vez de rebotar sin causar ningún daño como las veces anteriores, penetró el cerebro de la criatura. Entonces, con una convulsión de su cuerpo serpentino, dejó de moverse y la fiera luz de sus grandes ojos y de sus cien patas se oscureció hasta convertirse en el opaco resplandor del ocaso de un día tormentoso, y después se apagaron. Una gran oscuridad cubrió los cielos en ese momento, restalló un relámpago y sonó un trueno, mientras el viento rugía con furia. Parecía que el mundo se fuera a acabar. El Rey Dragón, sus hijos y sus vasallos se arrodillaron en diferentes partes del palacio, muertos de miedo, pues el edificio temblaba hasta sus cimientos. Por fin acabó la temida noche. El día amaneció bello y despejado. El ciempiés había desaparecido.

    Entonces, Hidesato llamó al Rey Dragón para que saliera con él a la balconada, pues el ciempiés estaba muerto y ya no tenía nada más que temer.

    Todos los habitantes del palacio salieron felices, y Hidesato señaló al lago. Allí yacía, flotando, el cuerpo del ciempiés muerto, que estaba teñido de rojo con su sangre.

    La gratitud del Rey Dragón no tuvo fin. Toda la familia se acercó y se arrodilló ante el guerrero, diciéndole que era su protector y el más valiente de todo Japón.

    Organizaron otro festín, más suntuoso que el primero. Le presentaron todo tipo de pescado, preparado de todas las maneras imaginables: crudo, guisado, cocido y asado. Los sirvieron en bandejas de coral y platos de cristal, y el vino fue el mejor que Hidesato probó en su vida. Además, a la belleza que los rayos del sol otorgaban a todo, se unía el brillo diamantino del lago, lo que provocaba que el palacio pareciera mil veces más hermoso de día que de noche.

    Su anfitrión intentó convencer al guerrero de que se quedase unos días, pero Hidesato insistió en volver al hogar, diciendo que ya había terminado todo lo que tenía que hacer y que debía volver. El Rey Dragón y su familia lamentaron tener que dejarlo partir tan pronto, pero, como había decidido irse, le suplicaron que aceptara unos pequeños regalos, o eso dijeron, como muestra de su gratitud por librarlos para siempre de su horrible enemigo, el ciempiés.

    Mientras el guerrero permanecía en el porche preparándose para marchar, un banco de peces se transformó de repente en un cortejo de hombres, todos vestidos de túnicas ceremoniales y coronas de dragón en la cabeza para mostrar que eran sirvientes del gran Rey Dragón. Los regalos que llevaban eran los siguientes: una gran campana de bronce, una bolsa de arroz, un rollo de seda y una olla.

    Hidesato no quería aceptar todos esos regalos, pero como el Rey Dragón insistió, no pudo negarse.

    El Rey Dragón en persona lo acompañó hasta el puente, luego se despidió de él con muchas reverencias y buenos deseos, dejando que fuera la procesión de sirvientes quien acompañara a Hidesato hasta su casa con los regalos.

    En el hogar del guerrero todos estaban muy preocupados cuando descubrieron que no había regresado la noche anterior, pero finalmente llegaron a la conclusión de que se habría refugiado en alguna otra parte al verse visto atrapado por la violenta tormenta. Cuando los sirvientes que estaban esperando su retorno lo vieron acercarse, avisaron a todos para darles la noticia, que salieron a recibirlo, no sin preguntarse de dónde había salido el cortejo, que llevaba regalos y banderas.

    En cuanto los vasallos del Rey Dragón dejaron los regalos, desaparecieron y Hidesato contó todo lo que le había ocurrido.
La procesión.

   

    Los regalos que había recibido del agradecido Rey Dragón eran mágicos. Solo la campana era ordinaria, y como Hidesato no le encontró ningún uso, se la ofrendó a un templo cercano, donde la colgaron para que diese la hora a todos los que vivían cerca.

    La bolsa de arroz tenía el poder de no agotarse nunca. No importaba cuánto se sacase día tras día para las comidas del samurái y de su familia, siempre había más.

    Tampoco decrecía el rollo de seda, cortaras cuanto cortaras para hacer los trajes para ir a la corte en Año Nuevo, seguía habiendo una reserva ilimitada.

    También la olla era maravillosa. Pusieras lo que pusieras en su interior, cocinaba deliciosos platos sin necesidad de fuego alguno. Era un instrumento de cocina verdaderamente económico.

    La fama de la buena fortuna de Hidesato se extendió a lo ancho y largo del país, y como no tenía necesidad de gastar dinero en arroz, sedas o madera, se hizo muy rico y próspero, y por eso desde entonces se le conoció como el señor «Bolsa de Arroz».

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