Un enfermo visitó un día al médico y le dijo:
«¡Oh sabio! ¡Tómame el pulso! Pues el pulso es el testigo del estado del corazón.
La vena de mi brazo se prolonga hasta mi corazón y como no se ve el corazón, ¡es a
la vena a la que hay que interrogar!».
Puesto que el viento no se ve, miremos el polvo y las hojas que vuelan. La
embriaguez del corazón está oculta, pero las ojeras son testigos. Pero volvamos a
nuestra historia…
El médico tomó el pulso del enfermo y se dio cuenta de que la esperanza de
curación era muy pequeña. Le dijo:
«Si quieres que cesen tus tormentos, haz lo que tu corazón te inspire. No dudes en
realizar cada deseo de tu corazón. De nada serviría prescribirte un régimen o
recomendarte paciencia, pues, en este caso, eso no haría sino empeorar tu estado.
Realiza, pues, tus deseos y actúa según el Corán, que dice: “¡Haced lo que deseáis
hacer!”».
Tales fueron, pues, los consejos que el médico prodigó a su paciente y éste le
respondió:
«¡La salvación sea contigo! ¡Corro al río para vaciar en él mis penas!».
Al llegar al borde del río, nuestro hombre vio allí a un sufí que, sentado a la orilla,
se lavaba las manos y la cara. Le vino entonces el deseo de darle un golpe en la nuca.
Recordando los consejos del médico, que le prescribía seguir su deseo, alzó la mano,
cuando se dijo:
«No debo hacer tal cosa, pues se dice en el Corán: “No os pongáis
conscientemente en peligro”. Y sin embargo, si no satisfago este deseo eso será
peligroso para mi salud».
Abofeteó, pues, al sufí con un golpe muy sonoro. Éste se volvió y gritó:
«¡El muy cochino!».
Y se lanzó sobre él con intención de darle unas patadas y tirarle de la barba. Pero,
al ver que se trataba de un hombre enfermo, cambió de idea.
El pueblo, inducido al error por Satanás, da igualmente bofetadas. Pero también
está enfermo y debilitado. ¡Oh, tú, que abofeteas al inocente! ¡Sabe que esa bofetada
se volverá contra ti! ¡Oh, tú, que tomas tus deseos como remedio y golpeas a los
débiles! ¡Sabe que tu médico se ha burlado de ti! Es el mismo médico que aconsejó a
Adán que comiese trigo. Dijo a Adán y a Eva:
«Comer estas semillas es para vosotros el único medio de acceder a la vida
eterna».
Al decir esto, daba una bofetada a Adán, pero esta bofetada le fue devuelta.
Así pues el sufí lleno aún del fuego de la cólera, comprendió la finalidad del
incidente, y el que ha visto la trampa ya no presta atención a las semillas que son su
cebo.
Si deseas evitar problemas preocúpate de la sucesión de los acontecimientos más
bien que de lo inmediato. De ese modo, lo inexistente se te revelará y lo visible
quedará envilecido a tus ojos. Todo hombre razonable busca lo inexistente noche y
día. Si fueras pobre, te pondrías a buscar la generosidad del prójimo. Todos los
artistas buscan lo inexistente y el arquitecto busca una casa cuyo techo se ha
derrumbado. El aguador busca una cántara vacía y el carpintero una casa sin puerta.
Puesto que tu única esperanza reside en lo inexistente y lo inexistente está en tu
naturaleza, ¿por qué temerlo continuamente?
El sufí dijo entonces:
«De nada serviría devolverle la bofetada. Eso es lo que haría un ignorante. Para
mí, que estoy revestido del manto de la sumisión, es cosa fácil aceptar una bofetada».
Y pensando en la debilidad de su adversario, se dijo además:
«Si lo abofeteo, lo derribaré y tendré que dar cuenta de ello al sultán. De todos
modos, el mástil está roto y la tienda se viene abajo. Sería estúpido acabar ante la
justicia por un hombre que tiene ya toda la apariencia de un cadáver».
Así, decidido a no replicar, condujo al enfermo ante el juez, que es la balanza de
la verdad, lejos de todas las trampas de Satanás. Como por arte de magia encierra a
Satanás en una botella y cura la calumnia con el remedio de la ley. Así, el sufí tomó a
su adversario por su túnica y lo arrastró ante el juez.
—¡Mira a este asno reacio!, dijo al juez. ¡Ponlo sobre un asno y hazle dar la
vuelta a la ciudad! ¡O hazlo azotar si lo prefieres! ¡Pues si alguien muere por la ley,
no se pedirá cuenta alguna por su muerte!
—¡Oh, hijo mío! dijo el juez. ¡Tensa tu lienzo para que yo pueda ejecutar mi
pintura! ¿Quién ha golpeado? ¿Él o tú? Si ha sido él, está tan enfermo que casi no es
ya más que una ilusión. Y el juicio de la ley se aplica a los vivos y no a los muertos.
No existe ley que autorice a ponerlo sobre un asno, pues ¿quién pondría un leño sobre
un asno? ¡Sería como ponerlo en un ataúd! Sabe que la tortura consiste en prohibir a
la gente el lugar al que merecen ir.
—¿Es justo, preguntó el sufí, que este asno me haya abofeteado sin razón alguna?
Entonces el juez preguntó al enfermo:
—Cualquiera que sea tu riqueza, dime cuánto dinero llevas encima.
—¡No poseo más que seis monedas! respondió el enfermo.
—Conserva tres y dame el resto sin replicar. También él me parece débil y en mal
estado. Podrá así buscar pan y algo para acompañarlo.
En ese instante, el enfermo vio la nuca del juez y pensó que ésta merecía una
bofetada tanto como la del sufí. Después de todo, pagar tres monedas por una
bofetada no le parecía un precio exorbitante. Aparentó, pues, querer hablar al oído del
juez y le asestó una ruda bofetada diciendo:
«¡Repartíos estas seis monedas y dejadme en paz con esta historia!».
El juez se encolerizó, pero el sufí le dijo:
«Debes sentenciar según la justicia y no bajo el imperio de la cólera. Acabas de
caer en el pozo que me invitabas a visitar. Un hadiz pretende que quien excava un
pozo, cae dentro. Actúa según tu saber. La bofetada que has recibido es la
recompensa de tu buen juicio. Te has compadecido del verdugo y me has dicho:
“¡Llena tu estómago con estas tres monedas!”. ¿Puedes imaginar el valor de las
demás sentencias que has podido pronunciar?».
El juez respondió:
«Hay que aceptar cada tormento y cada bofetada que nos cae encima. Mi cara se
ha amargado, pero mi corazón acepta el veredicto del destino, pues sé que la verdad
es amarga. En el período de sequía, el sol sonríe, pero los jardines agonizan. ¿De qué
sirve sonreír como una sandía pasada? ¡No conoces ese mandamiento del profeta:
“Llorad abundantemente!”».
El sufí le preguntó:
—¿Por qué el oro, que es un metal es tan precioso mientras que los demás
metales no lo son? Dios dijo: “He aquí mi camino”. Entonces ¿cómo es que El haya
llegado a ser el guía y el otro se haya convertido en un bandido? Existe un hadiz que
dice: “El hijo es el secreto del padre”. Entonces, ¿por qué nacen del mismo vientre un
esclavo y un hombre libre?
—¡Oh, sufí!, dijo el juez. No temas nada. Voy a citarte un ejemplo a propósito de
esto. El Amado es estable como la montaña, pero los que aman tiemblan como hojas.
En su ser y en sus actos no existe ni opuesto ni semejante. Lo que existe no encuentra
existencia sino en Él. Ahora bien es imposible que un opuesto pueda ver a su opuesto.
Más bien se aleja de él. Cada cosa, buena o mala, tiene su contraria. ¿Puede una cosa
crear otra cosa a imagen suya? ¿Puede tener dos caras la verdad? ¿Cómo podría ser la
espuma diferente de sí misma? ¿Cómo podrían ser únicas las hojas de un árbol, que
se parecen todas? Considera el océano como si no tuviese límites, pues ¿cómo fijar
límites a la existencia del océano? ¡Oh, sufí! ¡Escúchame! Si el cielo te envía un
tormento, sabe que de él se seguirá una dicha. Si el sultán te abofetea, está seguro que
te ofrecerá el trono. El mundo entero no tiene el valor del ala de una mosca. Pero por
una bofetada semejante se han sacrificado millares de almas. Todos los profetas
fueron alabados por Dios a causa de su paciencia en la adversidad. Permanece en la
casa para que la llegada del favorecedor no te sorprenda desprevenido. Si no, retirará
la felicidad que traía diciendo: “¡No hay nadie aquí!”.
—¿Qué sería el mundo, prosiguió el sufí, si la misericordia y el reposo fueran
eternos? ¿Si Dios no nos enviase un tormento en cada instante? ¿Si la alegría
estuviese lejos de la tristeza? ¿Si la noche no robase la luz del día? ¿Si el invierno no
destruyera los jardines? ¿Si nuestra salud no fuera blanco de las enfermedades? Su
misericordia no se encuentra disminuida si el menor de sus dones va siempre
acompañado de su cortejo de inquietudes.
A este ignorante, desprovisto de razón y con el corazón cerrado, respondió el
juez: »—¿Conoces la historia de aquel hombre que era un elocuente hablador?
Discurseaba un día sobre los sastres y describía cómo robaban éstos al pueblo y
citaba numerosas anécdotas sobre este tema. Como se trataba de historias de
ladrones, la gente se reunió alrededor de él.
»Las palabras agradables procuran placer al auditorio y el interés de los niños
aumenta el deseo de enseñar en el maestro. En un hadiz, el profeta dice: Ciertamente,
Dios inspira sabiduría en la lengua del predicador igual que la inspira en la
comprensión del auditorio”.
»Si un músico toca diferentes makams ante un auditorio ignorante, su instrumento
se transforma en plomo. Olvida toda melodía y sus dedos se inmovilizan. Si no
existiesen ojos para comprender las artes, el cielo y la tierra dejarían de existir. Si no
existiesen los perrillos, no llenarías su escudilla con los restos de tu comida.
Así contaba nuestro narrador las fechorías de los sastres cuando un Turco, que
había seguido sus palabras, le preguntó lleno de cólera:
—¿Cuál es el sastre menos honrado de esta ciudad?».
El narrador respondió:
—Es Pur Usüs. ¡Ha arruinado a toda la ciudad con sus trapicheos!
—¡Apuesto, dijo el Turco, que, a pesar de toda su astucia, a mí no podría robarme
ni siquiera una hebra de hilo!
Le dijeron:
«Otros más astutos que tú se han dejado engañar por sus artimañas. No seas
presuntuoso. ¡Seguro que te engañará!».
Pero el Turco insistió en su apuesta y fijaron los términos de ella. El Turco dijo:
«Si consigue robarme, os doy mi caballo y si no lo consigue, yo os tomaré un
caballo a vosotros».
Aquella noche, el Turco no concilió el sueño. Se debatió hasta el amanecer con el
fantasma del sastre estafador. Por la mañana, tomó una pieza de tejido de seda bajo el
brazo y se trasladó al almacén del sastre. Éste lo acogió con gran deferencia. Tanto lo
honró que sus palabras despertaron el afecto en el corazón del Turco. Ante aquel
ruiseñor que cantaba, éste extendió su tejido diciendo:
«Hazme un traje de guerra con esta tela. Hazlo ancho por abajo y estrecho por
arriba. Pues la estrechez arriba proporciona descanso al cuerpo, mientras que la
anchura debajo libera las piernas».
El sastre le respondió:
«¡Oh, encantador cliente! Para mí es un honor servirte».
Y empezó a medir el tejido mientras charlaba. Contó anécdotas sobre la
generosidad de los beyes, sobre las particularidades de los avaros y sobre muchas
otras cosas. Después, mientras que su boca seguía vertiendo su palabrería, sacó sus
tijeras para cortar la tela. El Turco se reía mucho de todo lo que oía y sus ojos se
fruncían de tanto reír. En aquel instante, el sastre recortó rápidamente un trozo de tela
y lo disimuló entre sus piernas. Lo hizo tan aprisa que nadie lo vio, excepto Dios.
Pero Dios ve las faltas y las oculta hasta el momento en que el pecador hace
desbordar la copa.
Embriagado por la agradable perorata del comerciante, el Turco había olvidado
completamente su apuesta. Dijo al comerciante:
«¡Por favor! ¡Cuéntame otra historia pues tus historias son alimento para el
espíritu!».
Entonces, el comerciante contó una historia tan graciosa que el Turco se
revolcaba de risa. Mientras reía, el sastre cortó otro trozo de tela y lo escondió en su
casaca. El Turco reclamó otra historia y el sastre le contó una, más graciosa todavía.
El Turco, con los ojos cerrados, perdió la noción de las cosas, ebrio de su risa y un
tercer trozo de tela fue de nuevo birlado.
El Turco suplicó una vez más que le contase una historia, pero el sastre sintió
piedad y se dijo:
«¡Qué hombre tan apasionado por las historias! ¡El pobre no se da cuenta de
nada!».
«¡Por piedad! imploró el Turco. ¡La última!».
—¡Oh, imbécil! ¿Hay algo más peregrino que tú?
»¡Ya basta, añadió entonces el sastre, pues si te cuento otra historia, tu tela será
demasiado corta para que yo pueda hacerte un traje con ella!
»Tu vida es como ese tejido. El sastre del orgullo la corta con las tijeras de las
palabras y tú le ruegas que te haga reír.
Tal fue, pues, la respuesta del juez al sufí. Entonces dijo este último:
—Dios podría fácilmente realizar todos nuestros deseos y saciar todas nuestras
pasiones. ¿No puede transformar el fuego en rosas y la pérdida en ganancia? Hace
salir la rosa de la espina y transforma el invierno en primavera. ¿Qué perdería no
haciendo perecer a aquéllos a los que ha dado el espíritu y la vida? ¿En qué le afecta
que caigamos en las redes de Satanás?
—Si no existieran lo dulce y lo amargo, respondió el juez, lo feo y lo hermoso, el
guijarro y la perla, el ego, Satanás y el deseo, la prueba, la dificultad y la guerra
¿cómo podría Dios llamar a sus servidores? ¿Cómo podrías decir tú mismo: «¡Oh,
hombre bueno! ¡Oh, hombre piadoso! ¡Oh, sabio!? Si el maldito Satanás no existiera
para cerrarnos el camino, ¿cómo sería posible distinguir a los fieles que están en los
caminos de la verdad? Si así no fuera, la ciencia y la sabiduría se confundirían con la
vanidad. La ciencia y la sabiduría se encuentran en el camino de la perversidad y si el
camino fuera siempre recto, la sabiduría sería inútil. Bien sé, ¡oh, sufí! que no careces
de madurez. Me haces esas preguntas para que los demás comprendan. Es más fácil
soportar las pruebas de este mundo que, por ignorancia, quedarse lejos de la verdad.
Pues estas pruebas son efímeras, mientras que semejante desgracia es eterna. La
oportunidad se ofrece al que tiene el alma despierta».
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