viernes, 29 de marzo de 2019

EL CASTILLO DE MUCKLE CHEVIOT

Hace mucho, mucho tiempo, cuando aún había magia en el mundo y las cosas
no siempre eran lo que parecían ser, en un castillo en ruinas, en el lejano norte
de Escocia, habitaba una hermosa Doncella, llamada Justina, con ojos tan negros
como las endrinas en noviembre y piel tan blanca como sus capullos en marzo.
Una vez, su familia había sido rica y poderosa, y era dueña de todo aquel
territorio, tan lejos como lejos pudiera llegar la vista, y el castillo estaba en buen
estado, lleno de sirvientes para atender a la familia, y de soldados que los protegieran
de todo peligro. Con el correr de los años, la guerra y los infortunios cayeron sobre
ellos, y todo lo que quedó de aquello fue la bellísima muchacha de ojos tan negros
como las endrinas y de piel tan blanca como los capullos, una doncella que andaba
descalza y usaba largos vestidos de seda y terciopelo remendados y descoloridos.
La pequeña tierra que no había sido vendida tenía los sembrados viciados y estaba
tristemente descuidada, y proveía el alimento justo para una blanca vaca con orejas
rojas, dos ovejas grises y tres gallinas moteadas.
A cambio de los muchos sirvientes para cuidar a la Doncella y servirla, había sólo
una vieja hechicera, torcida y arrugada; y a cambio de los soldados para protegerla,
había tan sólo un unicornio. Era una espléndida creatura, tan blanca como las
primeras nieves en Muckle Cheviot, el sitio donde se encontraban.
Parecía un joven ciervo, excepto porque en vez de su cornamenta, tenía un cuerno
que partía desde el centro de su aterciopelada frente, y sus ojos, totalmente diferentes
a los ojos almendrados de los ciervos, eran tan azules como las violetas que crecían
en el foso del castillo.
A medida que los meses pasaban, los viajeros comenzaron a hablar de haber visto
a la hermosa muchacha que vagaba descalza sobre la hierba solitaria, y que estaba
acompañada siempre por un unicornio blanco como la nieve. Al oír esto, los jóvenes
de todo el territorio comentaban qué fino pasatiempo sería cazar una rara creatura
como aquella, y luego cortejar a la doncella y tenerla como esposa.
A través de los verdes valles y por sobre las fértiles colinas viajaron, hasta llegar a
vislumbrar las ruinas del castillo, y se escondieron detrás de arbustos y árboles o
grandes macizos de piedra, y esperaron.
Cuando al fin la Doncella apareció con su blanco Unicornio, cada uno se preparó
para tensar su arco, pensando que nunca habían cazado una bestia tan bella, o visto
una doncella tan hermosa, pero en el momento exacto en que los cazadores estaban a
punto de dejar ir sus mortales flechas con plumas de ganso, el unicornio hizo un gesto
con su cabeza, y cada cazador sintió como si hubiera sido convertido en piedra, y sin
ayuda y sin poder pronunciar palabras, se quedaron inmóviles hasta que la Doncella y
la Creatura pasaron y se alejaron de su vista.
—¿Quién diablos quiere cazar un unicornio en estas desoladas colinas? —se
quejaron los jóvenes, muy enojados y envueltos en soberbia, mientras volvían a sus
hogares—. En cuanto a la doncella, se viste como una pordiosera y está muy lejos de
ser bella. Ningún hombre en su sano juicio soñaría siquiera en cortejarla. —Y
ninguno de ellos admitió cuán inofensivos habían quedado cuando el unicornio había
sacudido su cabeza. Así que por el mundo se esparció la noticia de que la Doncella de
Muckle Cheviot era pobre y fea, y que el unicornio ni siquiera valía la pena. Pronto la
gente olvidó todo acerca de ellos, y Justina habitó feliz en su castillo en ruinas con la
vieja Hechicera, y vagando por las colinas y los valles con el Unicornio a su lado.
Así ocurrió que una bella mañana de primavera, la Doncella y el Unicornio
vagaban más lejos que lo usual por el campo, y treparon por sobre las colinas más
alejadas de Muckle Cheviot, y bajaron al valle, donde el terreno está alfombrado con
flores de conejillos doradas, y donde, a la distancia, las piedras grises de una granja
se recortaban contra la ladera de la colina.
—¿Qué sonido es ese? —preguntó la muchacha, sobresaltándose de pronto y
mirando a su alrededor.
—Es sólo el sonido del viento a través de las conejillos —respondió el Unicornio.
—Es eso y es más que eso —dijo ella—. Es el triste y suave llanto de alguien a
quien han despreciado, y me rompe el corazón escucharlo. ¿Quién eres? —llamó—.
¿Por qué lloras tan amargamente?
En eso, un pequeño hombre, viejo y con barba, algo encorvado, salió de debajo de
las conejillos doradas que estaban junto a ella.
—Somos la Gente Pequeña, mi bella señora —dijo él—, y lloramos porque no
tenemos adonde ir. Desde que la antigua granja fue construida, yo, que soy el más
viejo y sabio, he vivido allí con mi gente y con mis hijos, y mis nietos, y mis
bisnietos. Esta primavera, un nuevo dueño llegó a la granja, y su mujer dice que no
tiene tiempo para la Gente Pequeña, no hay manteca para untar nuestros panes, no
hay leche para dar a nuestros niños. Ella nos arrojó a todos afuera, con el ceño
fruncido, y luego cerró y trabó la puerta, y ahora mi gente llora porque están
asustados, y hambrientos, y sin hogar.
—Estimado Sabio, mi castillo prácticamente ha perdido su techo —dijo la
Doncella señalando hacia las colinas lejanas—, el viento se escurre por entre sus
vigas todas las noches y silba a través de los pasillos, y la lluvia cae a través de las
ventanas, pero la cocina es cómoda y cálida. Si la vieja Hechicera y el Unicornio
están de acuerdo, ustedes podrán compartir con nosotros el lugar, y vivir allí tanto
como lo deseen.
—Estoy de acuerdo —dijo el Unicornio.
—Estoy de acuerdo —dijo la vieja Hechicera por lo bajo cuando la Doncella
volvió al castillo con la Gente Pequeña, girando ansiosa a su alrededor. Y apartó un
poco de crema en un recipiente, y la separó en vasijas para la Gente Pequeña, y cortó
una gran rebanada del pan que recién había horneado, y lo puso junto a la crema.
—Nunca tendrás razón para arrepentirte por este día —dijo el más viejo y sabio a
la Doncella.
—Nunca tendrás razón para arrepentirte por este día —asintió su gente. Luego de
que hubieron bebido la crema y comido el pan, las mujeres y los niños reunieron sus
mesas, sillas, potes de cocina, y todas sus posesiones en la parte izquierda de la gran
chimenea, mientras los hombres recorrían el castillo en ruinas, hablando y
husmeando y mirando y moviendo sus cabezas tanto como estrujando sus barbas, con
los ojos brillantes de excitación.
Aquella noche, mientras la Doncella dormía profundamente en la parte derecha
de la chimenea, con el Unicornio a sus pies y la vieja Hechicera doblada en un
rincón, el castillo se fue llenando con el sonido de canciones y flautas, con el
zumbido de pequeñas miradas y los golpeteos de pequeños martillos.
Cuando la muchacha despertó, encontró, para su sorpresa, que un nuevo techo
cubría el castillo y que desde entonces el viento no podría entrar a su placer.
La segunda noche, la Gente Pequeña trabajó, y cuando la Doncella despertó otra
vez, encontró, para su maravilla, que las puertas habían sido renovadas y los vidrios
habían sido colocados en las ventanas, así ya no más la lluvia o la nieve entrarían a su
placer.
Mientras la Doncella dormía en la tercera noche, la Gente Pequeña trabajó aún
más que antes. Y cuando ella despertó en la mañana, encontró, para su
deslumbramiento, que todos los cuartos habían sido remodelados y restaurados, como
cuando tenían una familia rica y poderosa. En las paredes había tapices, las camas
estaban cubiertas con acolchados cálidos, mientras que la larga mesa en el gran salón
estaba puesta, con copas de vidrio veneciano y vajilla de la plata más fina.
—Desde ahora no tendremos más necesidad de vivir en la cocina —dijo el más
viejo y sabio—. Si ustedes están de acuerdo, nosotros haremos nuestro hogar en la
habitación de la torre oeste.
—Estoy de acuerdo —dijo la Doncella—. Pero debo consultarlo con el Unicornio
y con la Hechicera también.
—Estamos de acuerdo —dijeron el Unicornio y la vieja. Aquella noche, por
primera vez en su vida, la Doncella durmió en una cama de cuatro patas, en el gran
dormitorio. Cuando se despertó en la mañana siguiente y miró a través de su ventana,
encontró para su deleite que los campos habían sido removidos, y sembrados, y
regados, y donde solía haber una vaca con orejas rojas, ahora había cien, donde había
dos ovejas grises ahora había doscientas, y donde había tres gallinas moteadas, ahora
había trescientas.
—¿Cómo podré agradecerte por todo lo que has hecho por mí? —le preguntó al
más viejo y sabio.
—Aceptando una palabra de consejo —respondió—. Tu castillo fue reparado, tus
tierras cultivadas y tus rebaños y tu ganado alimentado. Todo lo que te hace falta
ahora es un marido para ti, y un señor para el castillo.
—Un señor —dijo la vieja.
—Un marido —suspiró el Unicornio, con una extraña mirada en sus azules,
azules ojos.
—Muy bien —dijo la Doncella—, ¿Cómo debo hacer para encontrar un marido
para mí, y un señor para el castillo?
—Oh, déjalo en mis manos —respondió el viejo y sabio—. Les haré esparcir a las
aves la buena nueva de que quienes pretendan tu mano deberán presentarse aquí la
primera mañana de mayo.
Alegremente, las aves esparcieron la noticia de que en el castillo de las solitarias
colinas, la Doncella esperaba a sus cortejantes; así que desde el Helado Norte y hasta
el Cálido Sur, desde los Mares del Este, y las Islas del Oeste, los príncipes más nobles
y valientes viajaron a las tierras de Muckle Cheviot.
El primero en llegar fue el Príncipe del Helado Norte, un guerrero muy hermoso,
quien habló de las batallas y del emocionante sonido del acero contra el acero en las
luchas mano a mano. Nunca, pensó la Doncella, había conocido a tan bravo y bello
guerrero y príncipe, lo que no era sorprendente, pues era el primer hombre con el que
había hablado en su vida.
—Me casaré contigo —dijo ella— si puedes darme una respuesta acertada a la
siguiente pregunta. ¿Tendrías lugar en tu castillo para albergar a la Gente Pequeña?
—¿La Gente Pequeña? —gritó el príncipe, azorado—. Pero si han sido asesinados
todos hace tiempo, ¡y bien hecho, porque lo único que hacían era interferir y causar
problemas!
—Tú no eres un marido para mí, ni el señor para este castillo —declaró entonces
la Doncella, y el príncipe del Helado Norte partió con furia, y el Unicornio suspiró
suavemente.
El segundo en llegar fue el príncipe del Cálido Sur, un cazador muy hermoso, que
habló del desafío de perseguir venados y cervatillos, y el alegre sonido del como en
los verdes bosques. Nunca, pensó la Doncella, había encontrado tan espléndido y
bello príncipe, lo cual no era sorprendente, porque él era sólo el segundo hombre que
ella había visto o con quien hablado en toda su vida.
—Me casaré contigo —dijo ella— si puedes darme una respuesta acertada a la
siguiente pregunta. ¿Tendrías lugar en tu castillo para albergar a la Gente Pequeña?
—¿La Gente Pequeña? —gritó el príncipe, preocupado—. Pero si han sido
perseguidos y echados de su país hace mucho tiempo, ¡y bien hecho!, porque todo lo
que hacían era para su propio provecho.
—Entonces, tú no eres un marido para mí, ni el señor para este castillo —declaró
la Doncella, y el príncipe del Cálido Sur partió con furia, y el Unicornio suspiró
suavemente.
El tercero en llegar fue el príncipe de los Mares del Este, un hermoso navegante
que le habló de tormentas y naufragios, y del alegre sonido del mar golpeando contra
las arenas de la costa. Nunca, pensó la Doncella, había conocido a tan valiente y
hermoso príncipe, lo cual no era sorprendente, ya que éste era el tercer hombre con el
cual ella había hablado en su vida.
—Me casaré contigo —dijo ella— si puedes darme la respuesta correcta a esta
pregunta: ¿tendrías tú lugar en tu castillo para la Gente Pequeña?
—¿La Gente Pequeña? —dijo el príncipe, asombrado—. Pero, si han sido
ahogados hace mucho tiempo ya; y creo que ha sido una buena suerte para todos, por
su mala espina.
—Entonces, tú no eres un marido para mí, ni el señor para este castillo —declaró
la Doncella, y el príncipe de los Mares del Este partió con furia, y el Unicornio
suspiró esperanzadamente.
El cuarto y último en arribar fue el príncipe de las Islas del Oeste, un bello
músico, quien cantó dulcemente acompañado de su arpa acerca de la magia de lo
antiguo y de los pasados días ya olvidados. Nunca, pensó la Doncella, había conocido
a tan misterioso y bello príncipe, lo cual no era sorprendente, ya que era el cuarto
hombre al cual ella había hablado en toda su vida.
—Me casaré contigo —dijo ella— si puedes darme la respuesta correcta a la
siguiente pregunta: ¿tendrías tú lugar en tu castillo para la Gente Pequeña?
—¿La Gente Pequeña? —gritó el príncipe—, Pero si ellos no existen, y nunca han
existido. Fueron creados por los trovadores cuenta-historias, poetas y músicos como
yo, y sin nosotros, ellos no tendrían vida por sí mismos.
—Entonces, tú no eres un marido para mí, ni el señor para este castillo —declaró
la Doncella, y el príncipe de las Islas del Oeste partió con furia, mientras el Unicornio
observaba, pero esta vez no hizo ningún sonido, ni suspiró.
—Ellos eran todos bravos y hermosos jóvenes, querido amigo —dijo la Doncella
al viejo Sabio—, pero ninguno de ellos les hubiera permitido a ti y a tu gente
quedarse aquí como os he prometido. ¿Qué debo hacer entonces?
—Sigue a tu corazón —la Hechicera se inmiscuó, antes de que el viejo Sabio
pudiera responder.
La Doncella pensó por un momento, y enseguida giró hacia el Unicornio.
—Si fueras un príncipe, ¿tendrías lugar en tu castillo para la Gente Pequeña? —le
preguntó.
—Siempre —respondió el Unicornio dulcemente.
—Entonces me casaré contigo, porque, desde que recuerdo, tú has cuidado de mí,
has sido bueno y gentil conmigo, y tú también amas a la Gente Pequeña tanto como
yo —declaró la Doncella.
Como todo esto sucedió hace muchos, muchos años, cuando aún había magia en
el mundo, y las cosas no eran siempre como parecían ser, el Unicornio Blanco como
la nieve suspiró otra vez. Y desapareció. Y en su lugar, de pronto, estaba allí parado
un príncipe que era bravo, y más bello, y más, más sabio que cualquiera de los
cortejantes que habían viajado para casarse con la princesa en aquella mañana de
mayo.
Así que la Doncella y el Príncipe Unicornio se casaron, y ambos, y la vieja
Hechicera y toda la Gente Pequeña con su guía, el más viejo y Sabio, vivieron felices
y prósperamente por siempre jamás.

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