viernes, 29 de marzo de 2019

EL ÚLTIMO INTENTO

La lluvia lo empapaba cuando encontró la pequeña cabaña de madera, en el
centro de aquel verde y fértil valle. Abrió su manto por un instante para golpear
la puerta, realmente sin esperar una respuesta.
Pero se abrió:
—Entre —le ordenó una voz—, apúrese, antes de que esta lluvia nos inunde.
—Gracias —dijo el viajero, quitándose el abrigo empapado que lo cubría, y
estrujándolo para quitarle algo del agua—. Es bueno encontrar un lugar seco. He
transitado un largo camino.
—No mucha gente sale con este clima —le dijo el hombre, tirando de su barba
con un rápido y nervioso gesto.
—Vine a buscarlo a usted —¿A mí? ¿Cuál es su nombre?
—Puede llamarme Shem. Vengo desde el otro lado de las montañas.
El hombre de barba gruñó.
—No conozco ese nombre. ¿Qué andas buscando?
Shem se sentó para descansar sobre un asiento de piedra gris. —He oído decir que
usted tiene dos bellos unicornios aquí, traídos recientemente de África.
El hombre sonrió orgulloso.
—Así es. Las únicas dos creaturas de éstas en esta parte del mundo. Intento
criarlas y luego venderlas a los granjeros como bestias de carga.
—Oh.
—Ellas pueden hacer el mismo trabajo que los caballos más fuertes y al mismo
tiempo usar su cuerno para defenderse a sí mismas contra los ataques.
—Es verdad —asintió Shem—… Mucha verdad. Supongo… supongo que usted
no querrá vendérmelos… ¿no es así?
—¿Vendértelos? ¿Estás loco? ¡Me costó mucho dinero traerlos desde África!
—¿Cuánto pedirías por ellos?
El hombre barbudo se levantó de su asiento:
—¡Ni un centavo, jamás! Vuelve en dos años, cuando haya criado algunos. Hasta
entonces, ¡vete de aquí!
—Debo tenerlos, señor.
—¡Tú no debes tener nada! ¡Vete de mi casa antes de que deba echarte a la
fuerza!
Y con estas palabras dio un paso amenazante hacia adelante.
Shem retrocedió hasta la puerta, y volvió a salir hacia la tremenda lluvia,
esquivando un pequeño hilo de agua que caía del techo. La puerta se cerró detrás de
él, y estuvo solo otra vez.
Pero buscó con la mirada en aquel campo, y apareció una pequeña estructura de
madera, cerca de allí, hacia el descampado.
Estaban allí, lo supo.
Recorrió el campo, hundiéndose a veces hasta las rodillas en charcos de agua
barrosa. Pero finalmente llegó hasta el retablo, y entró a través de una rota e
improvisada puerta.
Sí, allí estaban… dos altas y bellísimas bestias, muy parecidas a caballos, pero
con largas colas y con un brillante y retorcido cuerno apuntando justo hacia el cielo
desde el centro de sus frentes. Unicornios, una de las más raras creaturas de Dios.
Se acercó un poco, tratando de colocarles las riendas para sacarlos de aquel lugar
sin que huyeran. Pero se oyó un ruido, y Shem giró rápidamente para ver al hombre
de barba parado allí, con un largo palo en sus manos.
—Estás tratando de robármelos —gritó, corriendo hacia él.
El palo golpeó contra el muro, a centímetros de la cabeza de Shem.
—Oiga, buen hombre…
—¡Muere! ¡Muere, ladrón!
Pero Shem se corrió hacia un lado, esquivó el segundo golpe y al viejo, y salió
por la puerta. Detrás de él, los unicornios dieron un terrible golpe e hicieron temblar
el suelo de tierra con sus patas.
Shem siguió corriendo, lejos de la cabaña, lejos del viejo con su enorme palo,
lejos del fértil valle.
Después de muchas horas, tras haber cruzado las colinas húmedas por la lluvia,
llegó por fin a las tierras de su padre, y caminó entre las casas hasta el lugar donde la
mayoría de la gente se había refugiado.
Y vio a su padre parado cerca de la base de su gran barco de madera, y se acercó a
él tristemente.
—¿Entonces, hijo mío? —preguntó el viejo hombre, desplegando un largo rollo
de cuero.
—Ningún unicornio, Padre.
—Ningún unicornio —repitió Noé tristemente, tachando el nombre de la lista—.
Es una gran pena.
Eran unas bestias hermosísimas…

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