Un musulmán exhortaba a un cristiano a que se convirtiera:
«¡Oh! ¡Ven a abrazar el Islam y su fe!
—Si Dios lo quiere, dijo el cristiano, Él me hará abrazar la fe. ¡Él es quien
procura el conocimiento y sólo Él puede quitarme toda duda!».
El musulmán insistía:
«Dios quiere que abraces la fe para escapar del infierno, ¡pero tu maldito egoísmo
y la compañía de Satanás te dirigen hacia la blasfemia y hacia la Iglesia!
—¡La Iglesia me ha convencido! dijo el cristiano, y formo parte de ella porque es
más agradable unirse a quien nos ha convencido. Dios me pide que dé pruebas de
fidelidad. Así que tengo que ser constante. Si mi ego y Satanás pueden actuar a su
gusto, entonces la clemencia divina no tiene sentido. Tú quieres construir una
mezquita imponente y muy ornamentada. Pero el que te siga hará de ella un
monasterio. ¡Has tejido con mucho amor una pieza de paño para hacerte un manto,
pero ha venido alguien, te la ha robado y se ha hecho con ella un pantalón! Si se
desperdicia el paño, ¿puede ser tenido él por responsable? Si estoy deshonrado así, es
que Dios lo ha querido. ¿De qué sirve pretender que la voluntad divina se realiza
siempre si la voluntad del ego reina como dueña? Sin la voluntad de Dios, nadie aquí
abajo, tendría voluntad, ni siquiera un instante. ¡Si piensas que soy el más vil de los
infieles, sabe que yo mismo estoy convencido de ello! Si el destino cumple su
voluntad en contradicción con la voluntad divina, entonces más vale someterse a
Satanás, pues él es el que vencerá. Pero si un día Satanás se vuelve mi enemigo,
¿quién me protegerá de él? Créeme, es desde luego la voluntad de Dios la que se
realiza. Este mundo le pertenece y el otro también. Sin su orden, nadie podría mover
ni un dedo. A él es a quien pertenecen los bienes, las decisiones y el orden universal.
Y Satanás no es más que un maldito perro que le pertenece».
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