Durante el largo período en que la tierra de «Gotholandia» se reducía a un puñado
de valles pirenaicos tutelados por los reyes francos existió un conde que,
encomendándose a Dios y a su espada y muy poco al monarca del otro lado de las
montañas, decidió ampliar su magros dominios a costa de los moros que
enseñoreaban las tierras del sur. Estableció su corte en Besalú, aldea que fortificó
convenientemente y que le sirvió como punto de partida para futuras conquistas.
El conde era conocido por su valor rayano en lo temerario. No había batalla,
refriega o escaramuza en la que no participara en su punto más arriesgado. Los
capitanes y los escuderos de sus mesnadas no entendían cómo podía conservar la vida
su señor si no era por una directa intercesión divina. Aunque convencidos de que
Dios, en su infinita misericordia, velaba por la integridad de la escasa sesera del
conde de Besalú, sus auxiliares militares ponían extremo cuidado en seguirlo allí
donde aquel noble irreflexivo decidía distribuir sus mandobles.
Un día, durante uno de aquellos brutales enfrentamientos con la morisma, se
enzarzó el conde —como solía— a golpes de espada con las tropas más aguerridas
del enemigo. Tanta furia desplegó en sus golpes, que su tizona saltó hecha pedazos.
Desarmado, allí habría perecido aquella furia de la cristiandad si no lo hubiera
protegido un puñado de sus hombres, quienes lograron evacuarlo del campo de
batalla hasta la cercana ermita de San Martín.
Recuperado el aliento, quiso el conde rezar al santo en la recogida capilla.
Cuando sus ojos se acostumbraron a la penumbra observó que la talla objeto de su
devoción portaba una espada al cinto. Pidió el noble al santo que intercediese ante
Dios en favor de sus hombres, que habían quedado en la batalla. Puso tanto fervor
que San Martín obró el milagro. Desató la espada de su cintura y se la entregó al
conde. Éste, alborozado, regresó al lugar de la contienda y con furia redoblada
arremetió contra los moros, que terminaron huyendo en desbandada.
Admirados, sus hombres le agradecieron su valor y su fortaleza con el acero. El
conde, sin embargo, reconoció que el mérito era de San Martín, verdadero dueño de
la espada. Y como viera que sus caballeros mostraban un grande escepticismo ante
sus palabras, descargó un mandoble sobre una enorme piedra partiéndola en dos. Allí
quedó la enorme roca dividida para conocimiento de la posteridad y escarmientos de
descreídos. El lugar se llamó desde entonces Peratallada.
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