miércoles, 27 de marzo de 2019

ZEZENGORRI Orozko, Bizkaia

Según señala J. M. de Barandiaran en su «Diccionario de la mitología vasca», los genios subterráneos aparecen a menudo bajo la figura de toros rojos, aunque, dependiendo de la zona, sus nombres varían: ZezengorriTxahalgorriTxekorgorriBehigorriAhatxegorriZezensuzkoAhatxe... 
Suelen ser los guardianes de ciertas cuevas en la que se dice que existen tesoros ocultos, y también aparecen como anuncio de un mal presagio o solamente para asustar al caminante nocturno. 

Hace mucho tiempo vivía en el pueblo vizcaíno de Orozko un ladrón al que su oficio le iba viento en popa. Todos los días conseguía robar algo, y siempre se trataba de algo de valor. Por mucho que el alguacil y los vecinos lo buscaran, no conseguían atraparlo. 
Tenía su guarida en una cueva del monte Itzine, y allí iba guardando todos los tesoros robados: monedas de oro, cadenas, anillos, hebillas de brillantes, collares de perlas... Aquel lugar parecía la cueva de Alí Baba. 
Algunas veces tenía que alejarse muchos kilómetros de Orozko para cometer sus fechorías, puesto que era de sobra conocido en la región y en cualquier momento podían echarle el guante los miqueletes que hacían guardia día y noche con el fin de atraparlo. Una de aquellas veces en las que se encontraba lejos de su casa, se murió. No dice la historia cuál fue la causa de su muerte, pero lo mismo pudo ser un atracón de cordero —al que era muy aficionado— como una caída del caballo. El caso es que allí donde murió, allí lo enterraron. 
En cuanto se tuvo en Orozko conocimiento de la noticia, se organizó una cuadrilla para ir al Itzine en busca del tesoro del ladrón. Pasaron días y días buscando la cueva, pero no la encontraron; finalmente, bastante decepcionados, los vecinos regresaron al pueblo. 
Algún tiempo después llegaron a Orozko unos señores de Bilbao con un montón de mapas y señalizaciones. Fueron al Itzine y en unas pocas horas encontraron la cueva de Atxulaur. ¡Qué alegría y felicitaciones! ¡Qué buena noticia en el pueblo! Los alrededores de la cueva se llenaron de curiosos, y con gran ceremonia se procedió a entrar en ella. 
No bien hubo puesto el primero de la comitiva el pie dentro de la cueva cuando un rugido espantoso, parecido al mugido de un toro bravo pero mucho más fuerte, le heló la sangre. El hombre retiró el pie. 
—¿Habéis oído? —preguntó a los otros. 
—¡Yo sí! ¡Yo sí! —exclamó uno—. ¡Es el diablo de la cueva! 
—¡Qué diablo ni qué ocho cuartos! —exclamó otro—. En estos sitios siempre se oyen ruidos extraños, es el viento que se cuela por algún agujero. 
—Si tan seguro estás, ¡ve tú por delante! —dijo el primero que lo había intentado. 
—¡Naturalmente que iré! ¡No faltaría más! 
El valiente penetró en la cueva, ¡pero no le dio tiempo ni a contar hasta tres! Apareció un toro dos veces más grande que lo normal echando fuego por las narices. La bestia sopló y escarbó en la tierra, con claro ánimo de atacar a los intrusos. 
Los hombres de la comitiva, que presenciaron aterrados la aparición, dieron media vuelta y salieron corriendo de la cueva. Regresaron a Orozko y se informaron con los más sabios del lugar. Cada cual daba una versión distinta. Para unos era el diablo, no había duda, ¡llevaba incluso cuernos! Para otros era Mari, la diosa, ya que, a veces, aparecía con forma de toro de fuego. Para los más escépticos, era un toro normal y corriente que se habría escapado de algún caserío de los contornos. 
—Ni diablos, ni Mari, ni toro perdido —dijo finalmente el más viejo de todos—. Es el espíritu del ladrón, que ha vuelto a su casa y necesita sus restos para poder descansar en paz. 
Así pues, se organizó otra comitiva para ir hasta el lugar en donde había muerto el ladrón y regresar con los huesos, o con los restos que quedasen de él. 
Volvieron a los pocos días con los restos y los depositaron a la entrada de la cueva. Al instante, se convirtieron en polvo. De nuevo se aventuraron dentro de la cueva y, con gran alegría, comprobaron que no había ni rastro del toro, ni se oía el menor ruido, pero el tesoro estaba allí, intacto, resplandeciente. Fueron sacando todas las cajas y baúles, repletos de objetos valiosos, hasta que no quedó dentro ni una pequeña moneda de medio céntimo. 
Estaban felicitándose por el éxito de la empresa cuando escucharon una carcajada que les heló la sangre. 
—¡Gracias por haber sacado el tesoro y haberme evitado el trabajo! —dijo una voz, que algunos reconocieron como la del ladrón. 
Y, ante el asombro de todos los allí presentes, cajas y baúles desaparecieron sin siquiera dejar la marca en el suelo. 

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