Las lamias son personajes que a menudo aparecen en la literatura oral vasca. Siguiendo los trabajos de Barandiaran y de otros autores, la lamia más conocida y frecuente es la joven hermosa que peina sus largos cabellos rubios con un peine de oro al borde de un arroyo y tiene los pies como los patos o las cabras. En nuestras leyendas encontramos diversos tipos de lamias. En Bizkaia y Gipuzkoa son hermosas mujeres que enamoran a los pastores, aunque en Ea (Bizkaia) hay una que tiene cola de pescado y un solo ojo en la frente; en Nafarroa se parecen más a las brujas y se llaman eleilamíak; en Iparralde son una especie de genios sin sexo a los que llaman lamiñakuak, y en Araba su nombre es amilamia.
El siguiente relato me lo contó un viejo amigo de mi padre, llamado Satur, a quien le gustaba contar los cuentos que había oído en su niñez.
En Agurain de Araba (Salvatierra) se decía que en la cueva de Lezao, en la sierra de Entzia, vivía una dama muy extraña. Era muy hermosa, su cabello era de oro y le llegaba hasta el suelo. Mucha gente decía que la había visto peinarse con un peine, que también era de oro, al borde un riachuelo que bajaba desde lo alto de la sierra y que le servía de espejo. Decían que todos los días, al amanecer, la dama salía de la cueva, se sentaba en una roca y durante mucho rato se peinaba el cabello mientras cantaba en un idioma desconocido.
Un día se encontraban en la plaza del pueblo unos cuantos jóvenes que, charlando de esto y de aquello, nombraron a la dama de Lezao. Unos decían que era un cuento de viejos, otros aseguraban que era cierto, que aquella dama era una amilamia, pero, en realidad, ninguno la había visto, y sólo contaban lo que habían oído decir.
Finalmente, pensaron que la mejor forma de saber la verdad era ir hasta la cueva y comprobarlo. Empezaron a discutir sobre quién iría hasta allí. Ninguno estaba muy decidido, aunque nadie quería reconocer que tenía miedo.
En eso, se les acercó Perikote, al que llamaban “el tonto” porque siempre parecía estar pensado en las musarañas.
—Hola, amigos, ¿qué hacéis? —preguntó Perikote; y, sin esperar respuesta, se puso a jugar con las piedrecillas de la plaza.
Los otros jóvenes se miraron entre sí y sonrieron.
—Oye, Perikote —le dijo el cabecilla—, ¿quieres ser de nuestra cuadrilla?
El muchacho los miró asombrado.
—Venga, Perikote, ¿quieres ser de nuestra cuadrilla? —insistió el cabecilla—. Lo pasarás muy bien, podrás venir con nosotros a las fiestas y te contaremos todos nuestros secretos.
—Bueno..., yo... La verdad es que...
—¡Muy bien! —afirmó el cabecilla sin esperar la respuesta y haciendo un guiño a sus amigos—. ¿Verdad que sí, muchachos?
Todos asintieron con la cabeza.
—Sin embargo—añadió—, nuestra cuadrilla es una sociedad secreta, y no puede entrar cualquiera. Antes hay que pasar unas pruebas, ¿entiendes?
Perikote no entendía muy bien, pero asintió con un gesto de cabeza.
—¡Estupendo! ¡Ya sabía yo que podíamos contar contigo! Oye bien: ¿Sabes dónde está la cueva de Lezao? Pues tienes que ir allí y esperar a que aparezca una dama muy hermosa. Luego tienes que preguntarle quién es y de dónde viene, y después tienes que pedirle algo para que nosotros sepamos que has estado con ella, ¿de acuerdo? ¡Pues, hala! ¡Vete!
Perikote salió del pueblo en dirección a Lezao mientras los chicos se reían y hacían gestos sobre lo tonto que era. Para cuando estuvo cerca de la cueva, ya se le había olvidado a qué había ido allí. Enseguida se hizo de noche y el pobre muchacho tenía tanto sueño que se quedó dormido, apoyado en un tronco de árbol.
Se despertó al oír una canción, abrió los ojos y se quedo mirando las hojas de los árboles. Al principio no supo dónde estaba; luego recordó algo que le habían dicho los chicos de Agurain acerca de una cueva. Se levantó, y entonces vio a una dama que se peinaba en el borde del riachuelo mientras cantaba.
La joven lo miró y le sonrió, y Perikote “el tonto” le devolvió la sonrisa y fue a sentarse a su lado.
La dama continuó cantando y peinándose mientras Perikote, con los pies metidos en el agua, observaba a un cangrejo que intentaba esconderse debajo de una piedra.
—¿Cómo te llamas? —preguntó por fin la dama, que era en realidad la amilamia.
—Perikote “el tonto”—respondió el muchacho.
—¿Por qué “el tonto”? —volvió a preguntar la amilamia.
—No sé. Porque soy tonto, supongo.
Y Perikote se quedó absorto mirando al cangrejo, que había decidido buscar refugio bajo otra piedra menos pesada. La dama se levantó y entró en su cueva. Al poco rato salió con un cedazo en las manos.
—Toma, Perikote, esto es para ti.
El muchacho cogió el cedazo y dio las gracias, luego pensó que ya era hora de volver al pueblo y se marchó. Al llegar a Agurain se encontró con un grupo de hombres que iban en su busca, pues sus padres estaban preocupados porque no había ido a dormir a casa y pensaban que le había ocurrido algo.
—¡Perikote! ¿Dónde estabas?
—¡Perikote! ¿Dónde has pasado la noche?
—¡Perikote! ¿Qué es eso que traes ahí?
El chico sonreía y no decía nada. Entonces empezó a mover el cedazo como si estuviese pasando harina, y todos pensaron que el pobre se había vuelto loco; pero..., ¡oh!, caía harina del cedazo. ¡No podía ser!
Un hombre cogió el cedazo, lo movió, pero nada; luego otro y otro... Perikote “el tonto” volvió a moverlo, y de nuevo cayó harina, ¡una harina más blanca que ninguna!
Desde aquel momento, todos lo llamaron Perikote “el listo”. Montó una panadería y fue feliz. Murió muy viejo, y cuando sus vecinos quisieron encontrar el cedazo mágico, no lo encontraron. Había vuelto a su dueña, la amilamia de Lezao.
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