viernes, 29 de marzo de 2019

Tigresa blanca y Dragón de jade

La bella Tai Yin Nu aceptó, por piedad filial, casarse a los diecisiete años con el
hombre que sus padres le habían elegido, un tabernero rico y patán. El matrimonio
fue un desastre. Pese a su buena voluntad, ella no logró amar a su marido, y menos
aún que él la amara, aun cuando le gustaba tenderse sobre ella. Como si hubiera
quedado contaminado por los pilares de su establecimiento, en unos años se convirtió
en un borracho impenitente, uno de esos que cada noche se desahogan con su mujer.
La sonrisa de su hijo era el único consuelo de Tai Yin Nu, y el único regalo que su
marido le había hecho nunca.
Al cabo de diez años de matrimonio, al tabernero se lo llevó la cirrosis. Para
sobrevivir con su hijo, su viuda tuvo que llevar sola la taberna. Muchos hombres la
rondaban como abejorros en torno a una flor. Pero ella ya no quería a ningún hombre.
La taberna de la hermosa viuda siempre estaba a rebosar, y los clientes le
quitaban demasiado tiempo y energía. Agotada, se volvió irritable, incluso con su
hijo. Éste sufría por el hecho de ser rechazado por su madre y, un buen día, como si
quisiera llamar su atención, enfermó. Los médicos de los alrededores no supieron
encontrar el remedio, y el estado del muchacho empeoró de día en día. Desesperada,
hizo venir a un adivino que le aseguró que el niño no estaba poseído por un espíritu
maligno, pero que su mal era poderoso y podría ser fatal si no se atajaba a tiempo.
Según el Yi Jing, había que actuar con rapidez. Le aconsejó que fuera en busca de Tai
Hsuan Nu, la Dama de los Grandes Misterios, la Inmortal que vivía con sus
discípulos en la montaña.
Tai Yin Nu confió su hijo a su madre, cerró el establecimiento y tomó el camino
de las nubes. La taoísta sin edad la recibió en su santuario cavernario donde
preparaba a los candidatos al renacimiento espiritual en el vientre de la montaña. La
Inmortal miró a la bella atormentada con sus ojos penetrantes y, sin siquiera
preguntarle, le dijo:
—Tengo las hierbas que se necesitan para detener el mal, pero el niño no sanará
verdaderamente más que cuando su madre haya restablecido en sí misma las
condiciones de la armonía.
Luego la invitó a quedarse unos días para hablarle del Tao y darle consejos
prácticos para cultivarlo. Finalmente ofreció a su visitante una mezcla de plantas y un
ejemplar del Tratado de las Cinco Joyas. Cuando la acompañó hasta la entrada de la
gruta, la animó a seguir la Vía y la exhortó a regresar para recibir más instrucciones.
La nueva adepta recuperó la paz interior, y su hijo, la salud. Contrató a una camarera
para que le ayudara en la taberna y consagró tiempo a practicar los ejercicios taoístas
y a estudiar el libro, sin desatender a su hijo. Tai Yin Nu regresó con regularidad a la
caverna de la Inmortal para profundizar su comprensión de la Vía.
Un día, la Dama de los Grandes Misterios le dijo:
—Es inútil que regreses. Nuestros caminos se separan aquí. Pronto abandonaré
este mundo. Encontrarás a un nuevo maestro.
Tres días después, un hombre extraño entró en la taberna de la hermosa viuda.
Sus prendas descoloridas y raídas eran las de un vagabundo, pero sus finos rasgos y
sus gestos delicados delataban al letrado. Permaneció largo rato bebiendo a pequeños
sorbos un licor suave mientras observaba a la dueña del establecimiento. Ella quedó
subyugada por la luz negra de su mirada, que sabía encontrar el camino de su alma y
hacer saltar los cerrojos de su corazón. ¿Era ese hombre tan distinto de los demás?
¿Era también él un adepto? Quiso salir de dudas y, en el momento en que él tenía que
pagar la cuenta, retuvo a la camarera y fue en persona a reclamarle cinco monedas de
cobre, lo cual era demasiado caro por un vaso de licor. Él las sacó del bolsillo sin
pestañear y las colocó sobre la mesa de manera que formaran el diagrama de los
cinco elementos. Ella le preguntó si sabía contar. Él sonrió y respondió:
—Al norte, el Agua: uno. Al sur, el Fuego: dos. Al este, la Madera: tres. Al oeste,
el Metal: cuatro. Y en el centro, la Tierra: cinco.
Ella prosiguió:
—Cuentas bien. ¿Qué camino sigues?
—Estoy sobre la pista de una Tigresa blanca.
—Y yo sobre la de un Dragón de jade.
—Entonces, ¡quizá nos hemos encontrado! ¿Cómo te llamas?
—Tai Yin Nu, la Dama del Gran Yin. ¿Y tú?
—Yo soy Tai Yang Zi, el Maestro del Gran Yang.
Y se rieron con ganas. Luego ella le invitó a su cuarto de meditación, pues tenían
muchas cosas que contarse. Uno y otra habían encontrado a su maestro.
Permanecieron juntos, compartieron sus secretos, se ayudaron mutuamente en su
búsqueda. Se entregaron con frecuencia al juego del Tallo de Jade y del Loto rojo,
practicando así la condensación del Soplo del Dragón. Los taoístas afirman que dos
hornos unidos uno al otro activan más la transmutación alquímica que hace inmortal.
Dicho de otra manera, se amaron, eso fue todo. Y ¿acaso el amor no es el Tao de
la eterna juventud?

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