miércoles, 27 de marzo de 2019

RELIGIÓN Y MITOLOGÍA CÉLTICAS

El culto de la naturaleza por los celtas 
Como afirma J. A. Mac Culloch41, uno de los más notables investigadores de la cultura céltica, no tenemos otros datos escritos sobre la religión de los celtas que los proporcionados por los autores romanos. Sabido es que la mayor parte de tales datos se concretan a los galos, una rama de los pueblos célticos, y se hallan contenidos, principalmente, en el celebérrimo De bello gallico (La guerra de las Galias), de Julio César. Aunque también en Tácito, Virgilio y Lucano, entre otros, se encuentran noticias interesantes sobre el tema. 
Gracias a estas fuentes romanas sabemos que los galos divinizaban, en cierto modo, los accidentes geográficos. Las cordilleras y las elevadas cumbres simbolizaban para ellos la majestad de los dioses. Reconocían carácter sagrado a las fuentes, manantiales y ríos, acaso intuyendo el papel básico del agua para la proliferación de toda clase de vida. 
Los manantiales que brotan de la tierra les sugerían la idea de un animal mítico. En lengua céltica, el nombre de la diosa ecuestre Epona equivalía a «fuente del caballo» o «fuente caballuna». Y las fuentes termales eran consideradas como tenebrosas guaridas de dioses menores, genios y trasgos, cuyo mal talante hacia los pobres mortales se traslucía en las humaredas y el fétido olor de las solfataras A los saltos de agua y a los rápidos torrentes, se les daba nombres de animales sagrados o de héroes mitológicos. 
Pero, por encima de todos los accidentes de la naturaleza, eran los bosques y las selvas los que mayor respeto, terror y adoración inspiraban a los galos en particular y en general a todas las tribus célticas. 
Para estos pueblos, las grandes arboledas no podían ser otra cosa que la morada de los dioses. Su sombra les protegía y les reconfortaba. Celebraban sus asambleas sentados bajo troncos seculares, y allí administraban justicia y decidían sobre la paz o la guerra. Parece ser que, particularmente, el contacto físico con los robles y las encinas les infundía el valor necesario para entrar en combate, y el desprecio hacia la muerte, en lucha con los enemigos. La encina, sobre todo, les inspiraba tan gran veneración, que algunos autores, entre ellos Luciano, llegaron a considerar que dicho árbol era el dios supremo, el Zeus de los celtas. 
Los lugares sagrados dedicados al culto (denominados por los celtas nemet nemetum) eran precisamente los bosques frondosos, aunque a veces se practicaban ceremonias religiosas en terrenos pantanosos —que inspiraban a los celtas una extraña atracción—. También se consideraban lugares sagrados ciertas colinas, con algún arbolado, de no excesiva altura. Solían rodear estos sitios con empalizadas y vallas. En Uffingto (Berkshire, Inglaterra), hay restos de uno de estos santuarios, que data probablemente de la primera Edad del Hierro, y en el que puede verse un caballo blanco tallado magistralmente en el suelo calcáreo. Para los arqueólogos se trata de un dios tribal. 
En Tara, en el condado de Meath, Irlanda, existe un santuario celta semejante. En cuanto a verdaderos templos, hechos de piedra o de ladrillo, y situados generalmente en los calveros centrales de algún tupido bosque, podemos citar los de Provenza: Roquepertuse, y Entremont, en Aix-en-Provence. Pero debe señalarse que en ellos se nota la influencia de la cultura griega, a través de la colonia de Marsella. En Roquepertuse se encontró una rara divinidad céltica, denominada por los arqueólogos «deidad de Roquepertuse», con postura búdica, es decir, sentada en el suelo con las piernas cruzadas. Tiene amputada la cabeza y la mano derecha. Los prehistoriadores han hecho verdaderos esfuerzos de imaginación, y elaborado curiosas teorías, para conjeturar la clase de objeto que la imagen portaba en la mano diestra. 

 

Las ceremonias de la religión céltica, que trataremos más a fondo al estudiar la casta de los sacerdotes druidas, estaban totalmente entroncadas con la naturaleza. El año celta tenía carácter ritual, con dos estaciones solamente, y una serie de fiestas relacionadas con los fenómenos astronómicos y meteorológicos. Los meses eran lunares y no se contaba el paso del tiempo por los días, sino por las noches. 
Los dioses célticos 
Algunos autores citan, como principales divinidades de los celtas, y de la rama de los galos, Tarann —denominado también Taranis—, Eso, Eutates, y una especie de semidiós, Ogmios, análogo al Hércules griego, y que es mencionado por Luciano de Samosata42. Una figura muy singular de la mitología gala era la diosa Epona, protectora de los caballos, y a la que siempre se representaba montada sobre un corcel. En cuanto al dios Tarann, aparece, en alguna ocasión, portando una especie de maza de largo mango en la mano izquierda, y una vasija cónica en la diestra. 
«Los romanos, al conquistar las Galias —ha escrito Valentí Camp43—, no destruyeron el Panteón galo, sino que introdujeron en él sus divinidades. Los galos, a su vez, adoraron, además de sus dioses, los que los romanos importaron de Roma, y aun del Oriente, como Mithra, Serapis, Isis y Cibeles. Entre las divinidades secundarias de los galos hay que citar, en primera línea, las deidades tópicas propiamente dichas; éstas eran las deificaciones de los bosques, montañas, ríos, fuentes y hasta ciudades. En esta categoría de segundo orden hay que colocar también a las diosas madres, matres, matrae, mairae o matronae, que eran los genios tutelares de provincias, pueblos y ciudades, y que se representaban a menudo con uno o varios niños en el seno, habiéndoselas tomado, más tarde, por imágenes de la Virgen, conocidas con el nombre de Vírgenes negras.» 
Cada tribu, según Bosch Gimpera, tenía sus dioses particulares y varias de ellas se reunían para practicar el culto de sus dioses, en santuarios de pertenencia común. Algunos dioses mayores eran generales para todo el mundo cultural céltico, muchos de los cuales fueron identificados por los romanos como sus propias divinidades. 
Es muy difícil buscar el origen de los dioses célticos. Algunos son netamente indoeuropeos, como los dioses de la luz —Tarann (o Taranis), y Lug—, o como las deidades de la fecundidad de la tierra. Pero otros dioses celtas fueron copiados y asimilados de otros pueblos con los que estuvieron en contacto. Así, por ejemplo, se apropiaron de ciertas divinidades etruscas. 
Dice Bosch Gimpera44 que muchos de los dioses generales y de los tribales, se representaban con atributos zoomorfos: Cernunnos estaba provisto de cuernos, al igual que Tarvos Trigano, que tenía forma de toro, pero con tres astas en vez de dos. Deiotaros era otro dios en forma de toro, o un toro divinizado, cuyo culto fue trasplantado por los gálatas al Asia Menor. La diosa Epona, que ya hemos mencionado antes, tenía atributos de yegua. Las divinidades matrae matronae, siempre agrupadas en número de tres, protegían la fecundidad de las mujeres y de la tierra. Rosmerta parece ser otra divinidad entroncada con la fecundidad y las buenas cosechas. Los dioses. Lugoves, objeto de adoración en Francia, en Suiza y en España, son una deformación triple del dios Lug. La ciudad gallega de Lugo recibió de ellos el nombre, probablemente. Y también Lyon, según ciertos prehistoriadores, que afirman que el nombre originario de la gran urbe francesa fue el de Lugo unum. 
Resulta muy interesante la tendencia de los celtas a convertir en tríadas ciertas divinidades que originariamente eran una sola persona; aunque el fenómeno no ha sido debidamente analizado todavía. 
Los celtas practicaban también el culto de los antepasados, sublimándolos y heroificándolos, todo lo cual daba lugar a la existencia de dioses tribales, del clan, y hasta meramente familiares. La creencia en dioses encarnados en animales supone, con toda probabilidad, una supervivencia de prácticas totémicas, como se deduce de la existencia de tribus que tomaban el nombre de tales animales. Los bibroci significa la «tribu del castor». Y los sepesla de la serpiente. Tanto en la Península Ibérica como en Irlanda se asentaron grupos de estos pueblos. Otras tribus y clanes se apropiaron de los nombres de otros animales, como la yegua, el ciervo, el caballo, la grulla, etc. Incluso algunas ciudades fueron denominadas de esta forma, como por ejemplo, Bibracte. 
Como expresa Henri Mendras45, refiriéndose a las sociedades etnológicas, «el clan es un grupo en el que se reúne gentes que dicen descender de un mismo antepasado, pero no pueden conocerse todos los elementos de la cadena. Este antepasado puede incluso no haber existido, tratarse de un antepasado mítico e, incluso, en algunos casos, no ser ni siquiera un hombre. Una planta o un animal pueden servir de antepasado epónimo: esto es lo que se llama el totemismo. Todos aquellos que reconocen un antepasado común epónimo (es decir, que les da el nombre) están por lo general ligados, en las sociedades etnológicas, por determinadas prohibiciones de orden ritual (esto puede hacerse, esto otro no); con frecuencia cosas relacionadas con la alimentación (esto no puede comerse). En los clanes totémicos, sobre todo, no puede comerse el tótem». 
La religión céltica 
Pijoan ha observado, agudamente, que el capítulo de la religión de los celtas es escamoteado, por lo general, en los libros de Historia. Julio César, que hubiera podido informarse mejor que nadie, e informarnos, por lo tanto, a nosotros, despreciaba las supersticiones. Sólo dedica párrafos muy breves a las creencias religiosas de los galos, en un alarde de brevedad y de absoluta indiferencia. 
Tampoco existen textos sagrados en la cultura céltica. Los sacerdotes druidas tenían el curioso sistema de transmitir sus enseñanzas exclusivamente por vía oral. Algunos autores afirman que, en resumen, los preceptos de la religión celta, custodiada y transmitida por los druidas, se reducen al siguiente aforismo: «Honra a los dioses, no hagas el mal, sé valiente.» Cuando Alejandro Magno visitó a las tribus célticas, cerca del Danubio, un celta anónimo le dijo: «Nosotros sólo tememos a que se caiga el cielo.» 
No obstante, y pese a su laconismo, muchas veces exagerado, Julio César nos da, en sus Comentarios, algunos datos interesantes. Dice que el dios más venerado de los galos era Mercurio, al que consideraban como inventor de las artes, protector de los caminos y guía de los comerciantes. Después viene Apolo, por su condición de médico; Marte, el dios de la guerra; Minerva, diosa de los oficios, y Júpiter, el gran padre de los dioses. Como se ve, todo ello parece puramente romano. Y es el propio César quien sale al paso de posibles objeciones, explicando que los dioses celtas no son idénticos a los de Roma; pero que los cinco que enumera, son los más parecidos a los dioses galos que él puede recordar. 
Lucano, en su Farsalia, es mucho más preciso, y hasta podríamos decir más científico. Menciona a tres divinidades célticas con sus verdaderos nombres, a las que se dedicaban sacrificios cruentos, de hombres y de animales. Son Teutates (al que ya hemos mencionado anteriormente como Eutates), Taranis y Esus (o Eso). 
En cuanto a los autores clásicos Luciano y Silio Itálico46, caen en el mismo error que Julio César, al pretender forzar las analogías entre los dioses bárbaros y los romanos. Todos estos testimonios aumentan el confusionismo, incrementado más, si cabe, por los textos epigráficos de provincias, que asocian los dioses clásicos con los celtas, denominándolos con palabras que, a veces, son nombres de las divinidades, pero en otros son meros atributos o advocaciones. 
Entre los estudiosos de las religiones, no ha habido tampoco unanimidad por lo que respecta a las creencias y a las divinidades célticas. Así por ejemplo, para muchos mitólogos —entre otros Arbois de Jubainville47Desjardins48Roget de Belloguet49, etc.—, los dioses galos ya mencionados, Taranis, Teutates (o Eutates), y Eso (o Esus), son grandes divinidades comunes a todas las tribus de la cultura céltica, es decir, son dioses panceltas. Pero, para Salomón Reinach50, las tres divinidades que Lucano enumera en la Farsalia, son meramente dioses locales o regionales, de importancia secundaria. 
El error de los mitólogos modernos, según Reinach, radica en haber pretendido identificar a los tres dioses de Lucano, con los «dioses disfrazados a la romana» por Julio César. Identificación sobre la cual tampoco hay unidad de pareceres: algunos autores emparejaban a Esus con Marte, a Teutates con Mercurio, y a Taranis con Júpiter, mientras que otros lo nacían, respectivamente, con Mercurio, Marte y Dispáter. Minucio Félix y Tertuliano afirman que los galos sacrificaban vidas humanas a Mercurio (Esus). 
La verdad es que nuestros conocimientos sobre las creencias y la mitología de los pueblos célticos son muy limitados. Acaso sea Salomón Reinach quien ha penetrado más agudamente en este pozo sin fondo. Estudiando los dos únicos monumentos que él considera dignos de fe, es decir, el altar de Notre-Dame, y el descubierto a principios de siglo en Tréveris, observa que, en el primero, Esus designa un leñador, «por lo cual se ve que no es Marte ni Mercurio». Y en el altar de Tréveris, el frontispicio está ocupado por Mercurio y una divinidad femenina (Rosmerta), y en la parte inferior se lee una dedicatoria a Mercurio. En una de las caras laterales, hay la figura de un leñador, cortando las ramas de un sauce, en cuya copa hay una cabeza de toro y tres grullas, «equivalente exacto del misterioso Tarvos Trigaranus, asociado, en el altar de Notre-Dame, al leñador Esus». De todo ello, deduce Salomón Reinach que Esus, equiparado a Tarvos Trigaranus, es una mera divinidad local, no un dios pancéltico. En cuanto a Taranis y a Teutates, según dicho historiador, prácticamente nada sabemos. 
Tampoco tenemos la seguridad de que Taranis, Teutates y Esus fuesen divinidades druídicas, es decir, que los druidas les ofrecieran sacrificios. Etimológicamente, Taranis significaría el dios del trueno {taran) y Teutates, el dios del pueblo (teuta). En cuanto a Esus, en lengua céltica parece significar únicamente «señor». 
Ciertos historiadores aseguran que Teutates presidía el comercio y él era la divinidad protectora de la voz y de la elocuencia. Estaba también encargado de conducir, a los infiernos, las armas de los muertos. Algunos clanes le identificaban con el roble, bajo cuya forma le adoraban; pero entre otras tribus se le consideraba como dios de la guerra, simbolizándolo con un dardo arrojadizo. Para conseguir sus favores, los celtas rociaban sus altares con sangre humana. 
En el capítulo dedicado a la cultura de La Tène, hemos mencionado el famoso «vaso de Gundestrup», que se conserva actualmente en el Museo Nacional de Copenhague. Se trata de una gran vasija, o cuenco, hallada en una turbera. Parece que, interiormente, estaba construido en madera, revestida con placas de bronce repujadas. En los relieves exteriores aparecen los dioses célticos, rodeados de animales y de sus adoradores. Puede distinguirse el dios Cernunnos, con cuernos, y otra divinidad menor, todos ellos con torques y collares. 
Posiblemente el vaso de Gundestrup estuvo relacionado con los sacrificios que se efectuaban para regenerar al dios Teutates, o a Esus. Según las creencias célticas, ciertos dioses se sacrificaban por los hombres, y morían, pero luego podían ser reavivados con sacrificios humanos. Las escenas que aparecen en el repujado del vaso no dejan lugar a dudas. En un manuscrito de Lucano, que se guarda en la Biblioteca de Berna, existe una anónima nota marginal según la cual los expresados sacrificios se llevaban a cabo para que resucitara el dios Teutates. 
Para muchos investigadores, la importancia del vaso de Gundestrup consiste en que revela el alma céltica, sin contaminar ni edulcorar por los comentaristas clásicos. Los dioses del vaso no son «dioses romanos disfrazados de galos», sino divinidades bárbaras, brutales e insaciables, en demanda de nuevas víctimas. 
En contraposición, las restantes representaciones de divinidades célticas nos las muestran ya romanizadas, como si dijéramos, «censuradas». En el relieve del Museo de Reims, el dios Cernunnos está sentado, con aire bonachón y patriarcal, mientras hace brotar hermosos frutos de una cornucopia. A su lado, como una especie de guardia honorífica, aparecen Apolo y Mercurio. 
En las dos estatuas halladas en La Roquepertuse, ambas sin cabeza, el dios céltico va vestido con una extraña túnica o estola, con símbolos geométricos y solares, referencia a antiquísimas «creencias. El dios hallado en Sommerécourt viste también una túnica y está igualmente sentado; de su cuello penden serpientes con cabeza de carnero. Pero todos ellos difieren completamente de la feroz divinidad plasmada en el vaso, de Gundestrup. 
Debemos repetir aquí, que en el campo de las creencias y de la mitología de los celtas los conocimientos que se poseen son muy limitados y las opiniones muy dispares. Cuando el famoso investigador francés Alexandre Bertrand publicó su notorio Manuel de Archéologie celte et gauloise, dedicó medio libro a los hallazgos del período paleolítico —que nada tienen que ver con los celtas—, y más de la cuarta parte restante a la cultura de los dólmenes. Sobre los celtas escribió una docena de páginas. 
Otra circunstancia que complica y hace imprecisas las investigaciones en este campo es que la cultura celta es muy larga y variada. Entre los galos de Francia, del siglo V a.C., y los celtas irlandeses de nuestra era, hay diferencias profundas. 
Todo esto se pone más de relieve con relación a los llamados «dioses menores». Julio César afirma que «los galos se alababan de descender de Dispáter, según tradición conservada por los druidas». Para algunos autores, éste sería el dios del vaso de Gundestrup, adornado con cuernos y torques, y sujeto a los avatares de resurrección y rejuvenecimiento. En este supuesto, Taranis o Cernunnos serían los nombres celtas de Dispáter. Sin embargo, algunos escultores clásicos identifican a Taranis con Vulcano y hasta con Hércules. 
Las leyendas sobre el mito de Taranis, que nos han llegado muy fragmentadas, se yuxtaponen con las del dios Thor de los escandinavos y germanos. Según tales leyendas, Taranis luchó en singular combate con la serpiente del mar, que producía las inundaciones, y la mató de un gran golpe de maza. Dado que a Vulcano se le representa también con una maza, la confusión es comprensible. 
En realidad podemos encontrar un claro paralelismo en la mitología del Taranis céltico, el Thor germánico y el Hércules clásico. Los tres llevaron a cabo hazañas semejantes. Thor luchó también con gigantes con aspecto lobuno y se vistió con su piel. 
En opinión de Cook, los celtas se apropiaron parte de las creencias y los dioses de los países que iban conquistando. Así, el dios de los arios primitivos, divinidad de la luz y los relámpagos, coincide con el dios céltico Taranis, símbolo de la tempestad, y con Lug, símbolo del cielo luminoso. Probablemente, los dioses de la naturaleza y de la vegetación —el roble, la encina y el muérdago—, tienen también un remoto origen ario. 
Los dioses zoomórficos, o totémicos, de los celtas, tienen también un posible arraigo en los remotos pobladores de la Europa prehistórica. Cernunnos viene representado con cuernos de ciervo; Rudiobos, dios de la noche, tiene forma de caballo; Begomo aparece relacionado con la serpiente encabezada por una testuz de carnero. En las creencias célticas están enraizados antiquísimos tótems y tabús. Uno de los héroes más famosos de las leyendas irlandesas, Cuchulainn, no podía comer carne de perro. 
De la misma manera que conservaron las creencias totémicas provenientes de la noche de los tiempos, los celtas tuvieron un respeto profundo por los monumentos dolménicos. Por ello, como observa Fernand Devismes51, los romanos llegaron a creer que los aparatosos dólmenes y menhires habían sido levantados por los celtas, y destinados a las ceremonias extrañas de los druidas. 
Los celtas de Irlanda creían que los dólmenes provistos de cámara sepulcral eran la morada fija de algunos dioses menores. Los reyes irlandeses de Leinster construyeron su palacio sobre el túmulo dolménico de Fir Bolg Slenga. Posiblemente, los dioses menores celtas fueron, pues, héroes sobrehumanos, pero no verdaderos dioses. Como sus análogos griegos, se mezclaron con la raza humana. Cuchulainn es hijo del dios Lug y de una hermosa princesa celta. 
Intentando sintetizar, si ello cabe en lo posible, la enmarañada y en gran parte desconocida cuestión de las creencias religiosas de los celtas, podemos señalar que en un principio fue una religión entreverada de espiritualismo y naturalismo. Luego, con el tiempo, crearon dioses zoomorfos y antropomorfos, es decir, con figuras de animales y con aspecto humano. A veces tomaron como dioses o espíritus de la naturaleza, a los animales cazados. Pero también rindieron culto al caballo, al toro, al carnero, al cerdo, etc., así como a los árboles, bosques y frutos. Parece ser que las divinidades agrarias tuvieron carácter femenino, debido a que el cultivo de la tierra, entre los celtas, corría a cargo de las hembras. 
Luego, a medida que practicaron otras actividades, imaginaron dioses del comercio, de la poesía, de la música y, naturalmente, de la guerra. Algunas tribus rindieron culto a las armas y a las herramientas. Entre los celtas, el oficio del herrero era el más distinguido e importante de todos, y la espada, el hacha, el martillo, el mazo tenían carácter sagrado y mágico. 
Los reyes y jefes de tribu, al morir, pasaban a engrosar el censo de los héroes o semidioses (Arthur, Fionn, Cuchulainn, etc.). Tenían un ritual religioso para comer la carne de ciertos animales, mientras que estaba prohibido absolutamente probar la de otros, como la gallina, la oca y la liebre. 
El día uno de noviembre marcaba el final de verano entre los celtas, y posiblemente el comienzo de un nuevo año. La estación veraniega daba comienzo el día uno de mayo; mientras que el primero de agosto —fiesta extraordinaria— conmemoraba las nupcias de Lug (el dios del Cielo), con la Tierra. 
A los celtas debemos también las innumerables supersticiones que pululan por Europa, de los duendes, endriagos, trasgos, ondinas, hadas, genios, y todas las mil pequeñas divinidades de cosas y de lugares. 
Como ha señalado el ya mencionado Fernand Devismes, por sobre de las innumerables creencias de los celtas, domina un sentido espiritualista y la idea central de una vida inmaterial, y de la inmortalidad del alma. Era ésa su verdadera religión, en el sentido más profundo del concepto. Cuando veneraban a los árboles, las aguas, las fuentes y los ríos, e incluso a las piedras enhiestas de los viejos menhires, era porque los consideraban moradas de los dioses. Y el culto a los animales, enraizado en el totemismo primitivo, suponía la existencia de ciertos valores de tipo mágico, más que una creencia religiosa propiamente dicha. 


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