Ellos han sobrevivido.
Matt Mattison y Susan Arnot se quedaron sin respiración. Los dos paleoantropólogos americanos viajaban hacia una zona situada entre Afganistán, Tayikistán y China para encontrar a un colega: el catedrático de Harvard Jerome Kellicut, que había desaparecido en la altiplanicie de Pamir. La última comunicación del investigador del hombre primitivo había sido manifiestamente críptica: Kellicut había insinuado que había hecho un descubrimiento de gran envergadura. Pero eso había ocurrido meses atrás y desde entonces no había dado señales de vida. ¿Qué le había sucedido? Cuando el grupo de búsqueda llevaba varios días en Tayikistán, de repente Mattison y Arnot se encontraron cara a cara con ellos: una docena de figuras robustas con tórax poderoso y brazos musculosos, de aspecto humano y algo más bajos que el Homo sapiens corriente, los cuerpos envueltos en pieles, las piernas en trozos de cuero, y chanclos primitivos en los pies. El mentón huidizo, las anchas narices y los ojos, que parecían estar situados bajo grandes protuberancias óseas, hicieron comprender en el acto a Mattison y Arnot ante quiénes se encontraban, por muy increíble e imposible que se les antojase. En efecto, aquellas criaturas parecían idénticas a las reconstrucciones realizadas a partir de cráneos fósiles. Y vivían en un valle de la cordillera de Pamir muy parecido al bíblico jardín del Edén. No cabía la menor duda: tenían que ser neandertales.
Eso significaba que los seres primitivos que, según la teoría imperante, debían de haberse extinguido hace 27.000 años, desplazados por el hombre moderno que, con su inteligencia, había ganado la «lucha por la existencia», se habían retirado hasta allí, desde donde los neandertales se preparaban para asestar el contragolpe, para tomarse la revancha.
La historia suena a película de Steven Spielberg, a un Jurassic Park de la evolución humana. Y a decir verdad el director americano de gran éxito compró los derechos del guion de la novela de ciencia ficción de John Darnton titulada Neanderthal, cuya idea directriz es tan simple como fascinante: nuestros «hermanos» de antaño, los neandertales, han sobrevivido. Aunque la historia es pura ficción, el libro se basa en hechos científicos y en los resultados de la investigación desarrollada por los paleoantropólogos en las últimas décadas, que convirtieron a los «forzudos descerebrados de la Edad del Hielo» en seres con sentimientos e inteligencia, y en innumerables testimonios de testigos oculares que afirman haberse topado con criaturas antropomorfas.
Las referencias a la posible supervivencia de los primitivos parientes del Homo sapiens proceden de numerosas regiones. Los «hombres salvajes», hombres primitivos, hombres mono u hombres de las nieves parecen extenderse por casi todo el mundo: en el Cáucaso y Mongolia los llaman almas; en el Himalaya, yetis; en América del Norte bigfoots; chuchunaas en Yakutia, yeren en China y yowie en Australia, aunque en ninguna parte se han descubierto.
Así la altiplanicie de Pamir, en la que se desarrolla la historia de los neandertales de Darnton, con sus inhóspitas cadenas montañosas y valles ocultos situados entre cumbres de 6.000 metros de altura, también es zona de refugio para los homínidos prehistóricos: el general de división soviético Mijail Stefanovich Topilski se topó allí el año 1925 con una de estas criaturas. Su regimiento había perseguido a las tropas bielorrusas que acabaron cobijándose en una cueva de hielo. En el transcurso de los combates el hielo comenzó a resquebrajarse y la entrada de la cueva quedó sepultada. Un ruso blanco superviviente y hecho prisionero refirió más tarde lo que había sucedido dentro de la oquedad: por una grieta habían penetrado de pronto criaturas peludas, de apariencia humana, amenazándolos con palos. El hombre logró salir de la cueva por los pelos, pero antes había abatido de un tiro a uno de esos seres, que acabó sepultado por las masas de nieve.
Topilski mandó retirar la nieve en el lugar descrito, y en efecto allí yacía «algo» absolutamente desconocido para él. «A la primera ojeada pensé que teníamos ante nosotros el cuerpo de un mono. Estaba completamente cubierto de pelo. Pero yo sabía que en Pamir no hay monos. Además, el cuerpo se parecía más al de una persona». El cadáver masculino medía entre 1,65 y 1,70 metros de altura. Seguramente el individuo había alcanzado ya cierta edad, pues el espeso pelaje marrón griseaba en muchos lugares. Tenía arcos superciliares poderosos, nariz chata y mandíbula inferior voluminosa. Los pies eran mucho más anchos que los de una persona, aunque más cortos. Los soldados estuvieron seguros de que no era un ser humano, y sin embargo el parecido de la criatura con una persona les sorprendió tanto que la enterraron debajo de un montón de piedras.
En 1957, el hidrólogo de Leningrado A. G. Pronin vio en un glaciar de una región despoblada de Pamir una figura baja y corpulenta en la nieve, cubierta de pelos de un gris rojizo. ¿Qué criatura era? Algunos días más tarde desapareció el bote neumático de la expedición, y poco después fue encontrado cinco kilómetros río arriba. ¿Cómo había llegado hasta allí? Alguien tenía que haberlo transportado.
Como llegaban noticias parecidas de muchas regiones de la Unión Soviética, la Academia de Ciencias creó en 1954 una «Comisión del hombre de las nieves» encargada de recopilar y analizar todos los informes sobre esos seres de apariencia humana. Ese mismo año se envió una expedición de científicos a las montañas de Pamir, entre los que figuraba el antropólogo Boris Porschnev, que estaba convencido de que esos «hombres de las nieves» eran en realidad neandertales supervivientes que en otro tiempo podrían haberse extendido hasta esa remota zona. El grupo estaba equipado con tiendas de camuflaje, teleobjetivos y ovejas y cabras como cebos para los humanoides; en el zoológico de Moscú se habían adiestrado expresamente perros pastores para rastrear huellas de antropoides. Sin embargo los hombres regresaron al cabo de nueve meses con las manos vacías. A consecuencia de ello los esfuerzos oficiales soviéticos por hallar los homínidos vestigiales, como pronto se denominó con más cautela a los hombres de las nieves, se suspendieron poco después, pero los investigadores implicados han proseguido sus investigaciones con enorme seriedad y la mejor voluntad hasta hoy; han recopilado abundante material de avistamientos de personas salvajes en territorios remotos de la antigua Unión Soviética, pero hasta la fecha no han presentado pruebas concluyentes.
¿Qué se ve en esas vastas regiones despobladas? ¿Se ve algo en realidad? A lo mejor los homínidos vestigiales son pura imaginación, producto de observaciones inexplicables, de la fantasía y del conocimiento de leyendas que describen por doquier a seres similares. En efecto, numerosos ciclos culturales refieren narraciones y mitos parecidos: la obra más antigua que se conserva de la literatura narrativa, la epopeya de Gilgamesh, escrita hace aproximadamente 4.000 años en la escritura cuneiforme de Mesopotamia, describe a un hombre salvaje: Enkidu, un ser velludo, «con todo el cuerpo cubierto de pelos… también come hierba con las gacelas, rivaliza con los animales salvajes para abrevar». Los griegos y romanos conocían a silvanos, sátiros y faunos, y hasta la Biblia encierra pasajes que suenan como si un testigo ocular estuviera describiendo a un homínido vestigial.
Rebeca, la mujer de Isaac —y una de las «matriarcas» del Génesis—, esperaba gemelos y le predijeron: «Dos pueblos llevas en tu vientre, dos tribus se están separando en tu regazo». En el nacimiento, el «primogénito… era rojizo y estaba todo cubierto de pelos igual que una piel». Era Esaú, al que poco después siguió su hermano Jacob, «de piel suave». Esaú era el hombre amante de la naturaleza, que salía a los bosques, «un hombre ducho en la caza». Jacob, por el contrario, era más casero y «se quedaba en las tiendas». El más joven actuaba con más previsión y astucia: cuando Esaú estaba hambriento, Jacob le privó del derecho de primogenitura con una artimaña, a cambio de un plato de lentejas y pan. Y cuando Isaac, el padre, estaba en su lecho de muerte, Jacob, el menor, consiguió con engaños la bendición paterna: se hizo pasar por Esaú extendiendo la piel de un cabritillo sobre su brazo para que el padre, agonizante y casi ciego, lo tomara por el hermano mayor. De ese modo, con artimañas y mentiras junto al lecho de muerte, Jacob obtuvo lo que anhelaba: fortuna y poder. Cuando Esaú regresó de cazar, se enfureció, pero ya no podía reparar lo sucedido. Más tarde, los hermanos se reconciliaron, pero cuando la tierra ya no pudo alimentarlos a ambos, Esaú tuvo que marcharse a las montañas con los suyos.
Es asombroso lo mucho que se parecen numerosos mitos, símbolos y cuentos de los pueblos del mundo, al igual que sucede con los relatos sobre «hombres salvajes» peludos. El psicoanalista Carl Gustav Jung explica esas leyendas comunes recurriendo al inconsciente colectivo, que almacena arquetipos de la protohistoria de la humanidad; el etnólogo francés Claude Lévi-Strauss, por el contrario, opina que tales historias se transmitieron de boca en boca a través de las distintas generaciones y culturas. Las preguntas básicas del ser humano (¿Quién soy? ¿De dónde vengo?) revelan la capacidad de fascinación de esas historias, ya sean leyendas de la Biblia, sagas antiguas, relatos sobre hombres salvajes o conocimientos de la moderna paleoantropología. El ansia del ser humano por conocerse a sí mismo anima a la investigación y, al mismo tiempo, exige la narración histórica para escudriñar el propio origen y aumentar los conocimientos sobre nosotros mismos. Según una posible interpretación, un mito como el de Esaú y Jacob quizás denote también una especie de «remordimientos de conciencia», una culpa primitiva de la humanidad frente a los «hermanos» mayores, expulsados y desposeídos.
Al menos eso cabría pensar al leer el Antiguo Testamento parangonándolo con los acontecimientos de la evolución humana: entonces Esaú, el velludo hermano mayor, simbolizaría un tipo humano más antiguo, más cercano al origen. El conflicto de ambos, en el que el desnudo y más joven Jacob, superior en inteligencia, triunfa sobre el primogénito más fuerte, podría entenderse como símbolo del encuentro de tipos humanos de diferentes estadios evolutivos, en el que el más evolucionado intelectualmente vence sin violencia y el perdedor se ve obligado a ceder.
La narración sobre los dos hermanos también resulta de lo más asombrosa porque precisamente en la tierra bíblica, la actual Israel, se encontraron por primera vez dos tipos humanos que coexistieron durante 50.000 años: los neandertales y el moderno Homo sapiens. El hombre moderno llegó hace unos 100.000 años de África, donde había surgido; el neandertal vivía en el Cercano Oriente en la frontera sudoriental de su hábitat. Hallazgos fósiles en el monte Carmelo demuestran que por aquel entonces los dos «hermanos» vivieron en la misma región hasta que los neandertales desaparecieron hace aproximadamente 45.000 años.
Frente a las tempranas representaciones de ese hombre primitivo y la opinión imperante, los neandertales no eran primitivos «simplones de la Edad del Hielo», ni tipos toscos y palurdos; además de hábiles cazadores capaces de cobrar piezas incluso del tamaño de un bisonte europeo con venablos de madera, eran inteligentes y sensibles, se ocupaban de sus enfermos y seguramente albergaban ideas religiosas, pues enterraban a sus muertos. En la cueva de Shanidar, emplazada en el actual Irak, fueron enterrados juntos cuatro neandertales: un hombre, dos mujeres y un niño. A su alrededor se encontraron granos de polen, en demasiada cantidad para que el viento los hubiese arrastrado hasta allí por casualidad: los supervivientes del grupo debían de adornar con flores a sus muertos. Seguramente los neandertales ya sabían hablar, aunque desde la óptica actual su lengua sonase muy áspera, y conocían la música. Así permiten deducirlo al menos los agujeros taladrados en el fémur de un oso de las cavernas descubierto en una cueva eslovena; algunos paleoantropólogos lo consideran una flauta primitiva.
Si un neandertal afeitado y bien trajeado montara en el metro, las diferencias anatómicas con el hombre moderno apenas llamarían la atención. Los hombres primitivos eran, por término medio, 10 centímetros más bajos que el actual Homo sapiens: alcanzaban hasta 1,60 metros de estatura y pesaban hasta 90 kilos. Una constitución musculosa, los huesos grandes, los poderosos arcos superciliares y el mentón huidizo le diferencian del hombre moderno. Su capacidad craneal acaso superase incluso a la del hombre actual. Con su ancha nariz, que calentaba el aire helado antes de inspirarlo, y su constitución vigorosa, robusta, estaba bien equipado para la dura vida en las regiones frías: el neandertal fue un hijo de las épocas glaciares y vivió sobre todo en Europa y en el Cercano Oriente.
¿Qué sucedería cuando los dos tipos se encontraron por primera vez en Israel? ¿Cómo se relacionarían entre sí? ¿Se producirían combates armados, atrocidades y guerras? Los hallazgos fósiles apuntan lo contrario: parece como si los dos «hermanos» desiguales hubieran coexistido en paz durante mucho tiempo. Hace unos 100.000 años, el clima en el Cercano Oriente era muy templado, en los bosques mediterráneos se cazaban uros, ciervos, gacelas y jabalíes. Las condiciones de vida eran favorables para ambos tipos humanos, pero poco a poco irían acumulándose las desventajas corporales del neandertal. Su fuerza superior también implicaba debilidad pues una mayor musculatura requiere asimismo mayor aporte de energía; con una alimentación cada vez más escasa era difícil saciarse. Los humanos modernos eran más hábiles en la fabricación de herramientas. También los neandertales sabían confeccionarlas, pero la articulación anterior de su pulgar era claramente más larga y dificultaba esa tarea. Seguramente ellos vagarían casi siempre en grupos y pasarían gran parte de su tiempo cazando. Los hombres modernos, gracias a sus aptitudes intelectuales, no solo disponían de más comida, sino también de tiempo libre para embellecerse y dedicarse al arte. Su superioridad se manifestaba asimismo en una esperanza de vida más elevada: mientras que los neandertales solían fallecer en la veintena o en la treintena, nuestros antepasados directos vivían, por lo general, más de cuarenta años, de forma que sus grupos se beneficiaban de las experiencias vitales de los miembros de más edad. Los cálculos han dado como resultado que estos hechos pueden haber sido la causa de que el tipo humano más primitivo se extinguiera sin necesidad de recibir un cachiporrazo de otros.
La coexistencia entre las dos formas humanas en el monte Carmelo queda hasta ahora en el ámbito de la especulación; existen indicios fósiles en la región de que ambos tipos muy bien podrían haberse mezclado. Hoy se sigue discutiendo si el neandertal es una especie propia, el Homo neanderthalensis, o una subespecie del «hombre inteligente», un Homo sapiens neanderthalensis. Sin embargo, ningún investigador puede averiguar a partir de dos viejos trozos de hueso si sus antiguos propietarios lograron aparearse con éxito entre sí, un acto que, según la definición biológica de especie, solamente efectúan los miembros de la misma especie. No obstante, una cosa es segura: los neandertales no son nuestros antepasados directos, a lo sumo nuestra herencia albergará unos pocos de sus genes. Estos hombres primitivos pertenecen a una rama del árbol genealógico humano que no llegó hasta nosotros, los hombres modernos, sino que concluyó hace 27.000 años. De esa época datan al menos los más recientes hallazgos fósiles de neandertales en su última zona de refugio situada en la actual España.
Sin embargo, los relatos sobre hombres salvajes hacen dudar a algunos de que los neandertales u otros hombres primitivos se hayan extinguido definitivamente. Y a partir de historias tan increíbles se entrelazan sin cesar lo grotesco y lo oscuro, la investigación seria y la «charlatanería» corren casi parejas, las fronteras pueden ser difusas, como en los acontecimientos referidos al misterioso hombre de hielo de Minnesota, uno de los casos más polémicos de la criptozoología.
En 1968 Frank Hansen exhibió en las ferias del estado norteamericano de Minnesota por 35 centavos de entrada el cadáver de un hombre-monstruo peludo de 1,80 metros de altura, que yacía congelado en un sarcófago de hielo. En esas ocasiones, Hansen contaba que unos pescadores —a veces rusos, otras, japoneses— habían pescado a la criatura en un bloque de hielo en el mar oriental de Siberia; en otros momentos decía haber recibido al hombre de hielo directamente de un comerciante de Hong Kong. Hansen aseguraba que la criatura no era propiedad suya, sino que pertenecía a un millonario del petróleo americano que deseaba guardar el anonimato. Por la razón que fuera, el caso es que el rico desconocido había puesto el hombre de hielo a disposición de Hansen. Una historia muy rara.
El escritor Ivan Sanderson y el zoólogo belga Bernard Heuvelmans, el «padre de la criptozoología», oyeron hablar del ser del hielo y durante tres días pudieron investigar con Hansen la criatura, fotografiarla y dibujarla, aunque solo a través del hielo. Hansen no permitió radiografías. El rostro y el bajo vientre del hombre de hielo estaban desprovistos de pelo, pero el resto del cuerpo estaba cubierto de una espesa capa. Sanderson y Heuvelmans estuvieron seguros de que era un primate desconocido y opinaron que solo podía proceder del Lejano Oriente.
En 1969, Heuvelmans describió al ser en una revista científica belga como Homo pongoides, «hombre con apariencia de antropoide». Los científicos de la Smithsonian Institution de Washington se interesaron por la criatura y se dirigieron a Hansen. Pero como Heuvelmans había mencionado en su artículo la herida de bala en un ojo, a Hansen, temiendo las investigaciones policiales, le asaltó el pánico y desapareció con el cadáver. Más tarde declaró que el cuerpo estaba de nuevo en poder del desconocido millonario. En la Smithsonian Institution el escepticismo aumentó rápidamente y se olvidaron del hombre de hielo. Surgieron nuevas y abstrusas teorías sobre su origen. De repente, Hansen declaró que lo había abatido personalmente en los bosques de Minnesota. Más tarde, una niña contó que ella había matado de un tiro a la criatura por intentar violarla. Luego, Hansen reconoció que el hombre de hielo solo había sido un modelo que él mismo había mandado fabricar. El Homo pongoides había degenerado definitivamente dejando de ser una atracción de feria para convertirse en motivo de risa.
Heuvelmans, sin embargo, siguió convencido de la autenticidad de «su» hombre primitivo, incluso cuando los periódicos sensacionalistas comenzaron a burlarse del caso. Él lo consideraba «la culminación de su carrera» y, basándose en fotografías, comprobó que el hombre de hielo con el que Hansen recorrió los Estados Unidos durante los años posteriores tenía un aspecto diferente al que Heuvelmans había fotografiado en su día. Sospechaba que Hansen debía de haberlo cambiado.
Con el paso del tiempo, Heuvelmans llegó a creer incluso que el hombre de hielo era un neandertal superviviente, y ofrecía datos más exactos sobre su procedencia, pues Hansen había declarado que había visto por primera vez el cadáver enrollado en una envoltura de plástico. Por entonces los restos de los soldados caídos en Vietnam se devolvían a América en envoltorios de ese tipo. Hansen también había servido en Vietnam, y Heuvelmans creía que, gracias a sus antiguas relaciones, se había hecho con la propiedad del cadáver, que fue trasladado a América de contrabando desde Vietnam. Hansen había inventado su historia para encubrir el origen del hombre de hielo, pues en Estados Unidos se introducían drogas de contrabando procedentes de la misma región. Una explicación arriesgada, pero precisa, para una historia increíble, confusa y abstrusa. Pero ¿por qué increíble? Hasta en pleno Manhattan se descubren hombres primitivos de varios centenares de miles de años de antigüedad: en septiembre de 1999 se encontró en una tienda que vende rarezas biológicas el cráneo de un Homo erectus, valorado en el mercado en más de 500.000 dólares. Un misterioso coleccionista había remitido allí los antiquísimos restos, y con el paso del tiempo los científicos han comprobado que el cráneo tiene que proceder de Indonesia.
Con su intento de explicación, Heuvelmans describe un hábil quiebro, pues de Vietnam proceden reiterados relatos sobre homínidos que viven en regiones remotas denominados nguoi rung, «hombres del bosque». También algunos soldados americanos declararon que, durante la guerra de Vietnam, se habían topado con seres peludos antropomorfos; algunos pretendían incluso haber abatido a grandes monos en la selva durante una cacería de tigres. Pero estos animales no existen en Vietnam.
Todos esos relatos proceden precisamente de una región situada entre Vietnam, Laos y Camboya. En 1974, los avistamientos fueron tan frecuentes que el general norvietnamita Hoàng Minh Thao exigió una investigación científica de dicha región. Durante una expedición varios arqueólogos de Hanói penetraron en ese territorio, por entonces peligroso, y regresaron con unos elefantes para el circo.
Helmut Loofs-Wissowa, investigador de Asia de la Australian National University, ha investigado exhaustivamente al «hombre del bosque» vietnamita. Preguntó a muchos habitantes de las regiones en las que acontecieron esos avistamientos y que, debido a la proximidad de la frontera entre Vietnam del Norte y Vietnam del Sur, los americanos habían deforestado casi por completo con venenos. Los nativos contaron que esos seres habían desaparecido desde principios de los años setenta. En opinión de Loofs-Wissowa, o bien perecieron en los disturbios bélicos o se han recluido en las montañas más inaccesibles. Por lo visto, las criaturas medían alrededor de 1,80 metros de altura, tenían piel roja grisácea y nariz chata. Los habitantes más ancianos de los pueblos aún recordaban bien a esos seres y referían auténticas historias de terror: cuando los hombres salvajes contaban con mayoría, atacaban a personas solitarias en el bosque, se las llevaban a sus cuevas y allí se las comían. En 1982, cerca de la frontera de Camboya, se encontraron huellas de pisadas parecidas a las humanas, de unos 28 centímetros de longitud y 16 centímetros de anchura, es decir, más anchas que un pie humano. Llama la atención que se describan seres diferentes, unos más pequeños y otros de hasta tres metros de altura, de color gris rojizo, pardos y de pelo negro. ¿Vivirán allí no una sino varias formas desconocidas de primate? ¿O tal vez orangutanes continentales que poblaron realmente Vietnam hace muchos miles de años? ¿O el mayor mono de todos los tiempos, el Gigantopithecus? ¿O quizás hombres primitivos? Tras los numerosos y sorprendentes descubrimientos efectuados en Vietnam durante los años pasados, de repente parece que allí existen grandes posibilidades.
Una hipótesis fascinante. Pero si algún día llegara a descubrirse realmente un ser vivo antropomorfo oculto, para algunos supondría una experiencia muy desconcertante y monstruosa. Porque entonces saldría a la luz la verdadera situación de la unicidad del Homo sapiens. Según los conocimientos actuales, en el curso de la filogénesis humana podría haber habido hasta 20 especies de homínidos. De hecho, hace unos 2 millones de años al menos 3 especies prehumanas y humanas primitivas, tal vez incluso 6, poblaban el continente africano. En la época geológica más reciente, visto desde la perspectiva evolutiva hace un instante, coexistían 3 tipos humanos: el Homo sapiens, el neandertal y hasta hace unos 40.000 años también el Homo erectus. La situación actual que nos parece tan obvia —el moderno Homo sapiens es el único tipo humano del mundo— constituye la gran excepción en una historia de la humanidad que dura ya 5 millones de años.
¿Qué sucedería, pues, si no estuviéramos solos, si ellos hubieran sobrevivido de verdad? ¿Cómo los acogeríamos? ¿Que haríamos con ellos? ¿Llevarlos al zoológico o a la escuela?
The mystery continues.
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