La casta de los druidas
Generalmente, se suele denominar druidas a los sacerdotes de los galos y de los bótanos. Eran, en efecto, los encargados de enseñar al pueblo, entre los galos y los elementos gaélicos de la Gran Bretaña, las creencias y los ritos a que ya hemos hecho referencia con anterioridad. Formaban, por decirlo así, el clero nacional galo y se reclutaban entre lo más brillante y selecto de la juventud. Arbois de Jubainville52 dice que las doctrinas secretas de los druidas guardan cierto paralelismo con las de los gimnosofistas y brahmanes de la India, los magos de Persia y los sacerdotes del antiguo Egipto.
La misión que llevaron a cabo los druidas fue la de elaborar y sublimar, en cierto modo, la primitiva religión de los galos, esencialmente naturalista, pero muy grosera, infundiéndole un evidente idealismo. Parece ser que las creencias específicas de los druidas se introdujeron en las regiones centrales de Francia allá por el siglo vii antes de la era cristiana, con la tribu céltica de los cimros, también denominados cimerios. Estas creencias injertaron nueva savia, y un notorio caudal de idealismo, en el esquema de los mitos y los ritos de los galos, aunque no consiguieron borrar su ferviente y entrañable naturalismo.
Algunos autores mantienen que la palabra druida proviene de las voces célticas derv y dru, que significan «roble»; ya que una de las más divulgadas costumbres de aquella casta sacerdotal era la de practicar las ceremonias religiosas y mágicas en la más profunda espesura de los bosques. Pero, para otros eruditos e investigadores, la etimología de la palabra hay que buscarla en las voces escandinavas drott y drutt, equivalentes a «maestro» y «señor». Y, en otra dirección, el filólogo Thurneysen sostiene que el origen del concepto hay que hallarlo en las raíces dru —prefijo que significa «a fondo»—, y vid, esto es, «conocer». De ahí que la palabra druida sea interpretada como «el que ve muy claro» o «el que conoce a fondo». Pero, sea como fuere, lo cierto es que la institución de los druidas ha despertado, ya desde la antigüedad, el interés de los tratadistas. Varios escritores, griegos y romanos —Julio César, Cicerón, Pomponio Mela, Plinio, Suetonio, Orígenes, etc.—, se ocuparon del tema, pese a que consideraban a los celtas como bárbaros.
Gracias a todos estos autores, y también a los datos conservados por la antigua literatura irlandesa, sabemos que los druidas creían en la eternidad del espíritu y de la materia, y en la metempsícosis. Los conceptos de penas y recompensas, de estados de prueba y de castigo, y de una vida futura, dan un elevado tono a la misteriosa institución del druidismo.
Los problemas sobre el origen de los druidas no han sido resueltos, no obstante el ya copioso número de libros dedicados a esta materia. La única afirmación que no es objeto de debate, es la de que el druidismo no fue una institución común de toda la cultura céltica. Únicamente floreció en las Islas Británicas y en la Galia Transalpina. Y tuvo una aparición que podemos considerar tardía. Los romanos no tuvieron noticia de su existencia hasta unos doscientos años antes de Cristo. Julio César, que mantuvo contacto con los galos a lo largo de nueve años, creyó que el druidismo provenía de Gran Bretaña, donde tuvo sus principales centros, y que, desde allí, se expandió a la Galia. Entre los tratadistas modernos, el ya citado Arbois de Jubainville y Desjardins53 siguen el criterio de César. En cambio, Plinio el Viejo54 opina que ocurrió al revés.
Entre los autores anglosajones modernos, algunos han sentado la teoría de que el druidismo no surgió en el pueblo celta, sino que los célticos se apropiaron de creencias muy semejantes, que habían florecido entre los pictos y algunos otros aborígenes de Gran Bretaña y de Irlanda. En este sentido podemos citar a J. Huby55 y Julius Pokorny56.
Sacerdotes, jueces y profetas
Como casi todas las castas sacerdotales de la antigüedad, los druidas tenían prácticamente el monopolio de la ciencia y de los ritos religiosos. Pero sus funciones alcanzaban una esfera muy dilatada, mucho más allá de aquellos campos. Su jurisdicción era también política, administrativa y judicial, para utilizar conceptos modernos. Su jefe o pontífice era, al mismo tiempo, soberano y conductor de la tribu o de la nación, y tenía bajo sus órdenes un gran número de sacerdotes. La proporción de los druidas, entre los galos, era tan elevada, que puede afirmarse, como ha escrito un autor, que formaban un pueblo que gobernaba a otro pueblo periférico. No se puede hablar, sin embargo, con propiedad, de un estado dentro del estado, porque los celtas en general y los galos en particular fueron siempre gentes muy gregarias, divididas en pequeños grupos o tribus, y sin un poder central coordinador de esfuerzos. Esta característica fue la que debilitó sus fuerzas y permitió a los romanos vencerles, pese a la bravura denodada de los galos, que está fuera de toda discusión.
Los druidas se dedicaban al estudio de la naturaleza con verdadero fervor. Dejando aparte las épocas de las ceremonias rituales, se retiraban a lo más intrincado de los bosques para meditar y para estudiar. Eran siempre los árbitros de la paz y de la guerra, no sólo por su función consultiva, sino porque ningún guerrero se atrevía a empuñar las armas sin antes consultar con ellos y ofrecer los debidos sacrificios. Gozaban de grandes privilegios, entre otros el de estar eximidos de toda clase de tributos. Pellontier57 afirma que el pueblo galo estaba absolutamente persuadido de que la prosperidad de la nación dependía de la existencia de numerosos druidas, y de que éstos se vieran agasajados y honrados. Sus decisiones eran siempre inapelables.
En sus funciones judiciales y administrativas, estaban sujetos a las flaquezas, errores y apasionamientos inherentes a toda institución humana. La verdad es que su justicia no gozaba de gran fama entre los pueblos antiguos. Hay un pasaje muy gráfico de la comedia Querulus, del latino Plauto, en el que un personaje pide orientación al oráculo para mejorar su suerte en este mundo. «Vete a vivir a orillas del Loira —contesta el oráculo—, donde todo está permitido.» Pero el personaje replica que su fortuna no le permite establecerse en el país de los druidas.
Parece ser que los aspirantes a druidas sufrían una larguísima carrera, o aprendizaje de sus funciones, por un período que bordeaba los veinte años. No podían escribir las lecciones aprendidas, sino que debían captarlas a fuerza de memoria. Comentando este concreto punto, Julio César explica: «Creo que esta prohibición obedece a dos causas; una, el que nadie conozca sus doctrinas y éstas parezcan más misteriosas de lo que en realidad son; otra, el que los estudiantes, no pudiendo contar con el escrito, fíen más en la memoria y la cultiven con mayor ahínco.»
Aunque los datos son, en este aspecto, muy vagos, parece ser que no ignoraban la escritura. En antiguas tradiciones irlandesas se habla de cierta escritura denominada ogham, cuyos indicios, según algunos autores, se encuentran en los caracteres simbólicos grabados en algunos monumentos druídicos.
La base del respeto que los galos sentían por la institución de los druidas radicaba en ser considerados como los depositarios de todos los conocimientos de los pueblos célticos. Ciertos autores griegos llaman a los druidas filósofos, teólogos y fisiólogos, esto es, médicos. La educación, el Derecho, la elocuencia y la poesía estaban también en sus manos. Todo ello les daba una autoridad omnímoda, de la que es difícil hacernos cargo, o darnos cabal cuenta, desde nuestro punto de vista actual. Un ejemplo increíble de ello es el hecho de que, si aparecían los sacerdotes druidas entre dos ejércitos o facciones galas combatientes —cosa que ocurría con gran frecuencia dado el carácter belicoso de aquellos pueblos—, la lucha cesaba al instante y los enemigos olvidaban sus querellas, cesaban la efusión de sangre y se sometían gustosamente al arbitraje de los druidas.
Tenían nociones de astronomía y cultivaban con pasión la astrología. Poseían bastantes conocimientos del movimiento y la posición de los astros más aparentes y computaban los años por meses lunares. Cicerón afirma que, basándose en el conocimiento de la naturaleza, que era su fuerte, pretendían poseer el conocimiento del futuro. Como los etruscos y los romanos, predecían el porvenir fundándose en el vuelo de los pájaros y en la disposición de las entrañas de las víctimas.
El gran sacrificio del muérdago
La medicina de los druidas, cosa frecuentísima entre los pueblos antiguos, estaba fundada exclusivamente en la magia. Las plantas medicinales, que recomendaban al pueblo galo como la panacea para toda clase de males, habían de ser arrancadas y tratadas mediante una serie de complicadísimos y absurdos ritos. Como afirma Valentí Camp, en su citada obra, estas prácticas llegaron hasta la Edad Media, abonando el campo ingente de la magia y de la brujería, y pasaron a los tiempos modernos a través de ciertas costumbres de los pueblos campesinos. La planta pamplina de agua, que necesariamente había de ser cogida en cierto día —al parecer el jueves— y con la mano izquierda, junto con una serie inacabable de ceremonias, preservaba a los humanos contra las enfermedades malignas.
Fabricaban talismanes, con cuentas de ámbar, de los que nos han llegado collares o rosarios, en las tumbas de los galos, y que daban valor al guerrero y lo convertían en invulnerable, según sus creencias. Uno de los más afamados talismanes de los druidas, que el pueblo se disputaba con fervor digno de mejor causa, era el celebérrimo «huevo de serpiente». Lo componían con baba y excrementos de «serpientes entrelazadas», y lo vendían a un alto precio. Llevar semejante talismán colgado del cuello era un desiderátum para los galos. Anwyl58 cuenta sobre este particular cosas asombrosas.
Pero el más preciado remedio o talismán de los druidas era el muérdago, unido a la encina, árbol sagrado por excelencia. Para los druidas, el verdor perenne del muérdago, que consideraban sembrado por mano divina, simbolizaba la inmortalidad del alma humana.
El gran sacrificio del muérdago de Año Nuevo, se celebraba el sexto día de la luna, que era el principio del año entre los galos. El lugar de celebración era un lugar cercano a Chartres. «Los druidas —comenta César— reúnense en época determinada en el país de los carnutos, en una región que se tiene por el centro de las Galias, y en la cual hay un lugar consagrado a sus ritos. Allí acuden todos los que traen entre sí algún pleito o cuestión por resolver, ateniéndose incondicionalmente a los dictámenes de los druidas...»
El sacrificio ritual del muérdago estaba rodeado de una ingente cantidad de ceremonias. Al acercarse la fecha solemne, esto es, el comienzo del año galo, los acólitos del gran druida recibían la orden de anunciar al pueblo el día exacto de tan fausto acontecimiento. A partir de este momento, los sacerdotes druidas recorrían las comarcas, gritando enfebrecidos: «¡Al muérdago de Año Nuevo!» Y el pueblo se dirigía en masa hacia los alrededores de Chartres para participar en los actos de manera activa y directa.
El erudito inglés Toland59 explica, de manera colorista y muy detallada, los ritos del muérdago. Había que buscar la planta sagrada en una encina que tuviera, por lo menos, treinta años. Una vez localizada, se alzaba un barroco altar al pie del tronco y daba su inicio la procesión rituaria. Abrían la marcha los eubagos —es decir, los augures o adivinos—, conduciendo los toros blancos destinados al sacrificio. Les seguían los bardos, que cantaban los himnos, y detrás de ellos avanzaban los neófitos, junto al heraldo de armas, vestido de blanco y tocado con una especie de cubrecabezas de dos alas, agitando en las manos ramas de verbena, con dos serpientes enroscadas, en forma parecida al caduceo de Mercurio. Y, finalmente, cubrían la marcha el gran druida, acompañado de los tres druidas de mayor edad. Uno de ellos llevaba el pan del sacrificio; el segundo, un vaso repleto de agua, y el tercero una mano de marfil, a modo de puño de un largo bastón. El gran druida caminaba majestuosamente, con albas vestiduras y rodeado de los vates y de los más nobles y caracterizados de los galos.
Al pie de la sagrada encina, el gran druida pronunciaba ciertas fórmulas, procedía a quemar un trozo de pan y vertía unas gotas de vino sobre el altar. Seguidamente ofrecía el pan y el vino en sacrificio, distribuyéndolo entre los presentes. Subía al árbol y cortaba el muérdago con una hoz de oro, echándolo en la túnica que los sacerdotes mantenían abierta. Luego los toros eran inmolados, mientras se rogaba, en alta voz, a la divinidad que se dignara proteger a su pueblo, conceder fertilidad a las mujeres estériles y librarles a todos de los venenos. Entretanto, los druidas distribuían el muérdago entre los asistentes, a modo de presente del año nuevo. Es evidente que, esta última práctica, a modo de superstición, ha llegado hasta nuestros días.
Hemos dicho ya que los druidas recogían, con gran despliegue de ritos ceremoniales, otras plantas a las que atribuían ocultos y maravillosos poderes: La hierba llamada selago y la samole eran arrancadas con la mano izquierda, estando en ayunas el ejecutante, y sin mirar la planta bajo ningún pretexto. Cumplidos tales requisitos, las hierbas eran introducidas en los abrevaderos del ganado, y hasta en las vasijas del agua potable, a la que comunicaban virtudes curativas extraordinarias. Dice Renel60 que los druidas, además de jueces, sacerdotes, legisladores y administradores, eran también médicos, y que, en este aspecto, cultivaban más la superstición que la ciencia, salvo en el ámbito de las plantas medicinales, sobre las que tenían asombrosos conocimientos. La hierba llamada verbena poseía, según ellos, una amplísima gama de aplicaciones terapéuticas.
Jerarquías, templos, creencias
No hay unanimidad entre los autores con respecto a las jerarquías o categorías en que se estructuraba la casta de los druidas. Según Bertrand61, los druidas se dividían en tres grandes categorías: Los eubagos o eubages, llamados también vates, que tenían la función específica de practicar los augurios, adivinando el futuro. Los procedimientos que utilizaban para ello —parecidos, desde luego, a los de otros pueblos antiguos— eran, por lo general, groseros y bárbaros. Los romanos, al conquistar las Galias, tuvieron un notable interés en prohibir tales prácticas de los eubagos; bien porque se les antojaban excesivamente brutales, bien porque diferían de los suyos propios. Otra de las clases de los druidas era la de los bardos, cuya misión era la de cantar —y antes escribir o componer— los himnos religiosos, los cánticos para el gran sacrificio del muérdago y las piezas destinadas a los festines, a los combates y a ensalzar la gloria de los héroes. Parece ser que vestían un sayal o túnica pardusca, y una capa de igual color sujeta con un trozo de madera.
El tercer grupo o categoría lo constituían los senanos, depositarios de los dogmas y ritos religiosos, y custodios de la ciencia druídica. Tenían el monopolio de los sacrificios de cualquier tipo y de la administración de justicia. Sobre estos grupos jerárquicos se elevaba el gran druida, o pontífice máximo, revestido de autoridad absoluta e inapelable. Julio César, en sus archifamosos Comentarios, hace una aguda referencia a la designación del gran druida: «Al morir este gran sacerdote, si se halla entre los druidas algún individuo de superiores cualidades, es elegido sucesor del difunto. Si se presentan varios concurrentes iguales en méritos, elígese sucesor por sufragio de los druidas. Hay ocasiones en que la plaza se disputa por medio de las armas.»
Pero los autores clásicos, que se refirieron concretamente al druidismo, aducen que existían entre ellos cinco grandes jerarquías o clases, a saber: a) Los vacíos, encargados de los dogmas, las preces y los sacrificios; b) los sarónidos, consagrados a la tarea más noble de educar a la juventud y enseñar las ciencias; c) los bardos, que mantenían el fuego sagrado de la oratoria, la poesía y la música, y que arengaban a los guerreros en los combates, cantando luego sus proezas; d) los adivinos, que miraban hacia el ignoto futuro a través de las entrañas de las víctimas o del vuelo de las aves, y e) los causídicos, dedicados en cuerpo y alma a legislar y a manejar la balanza de la justicia.
Algunos eruditos modernos simplifican esta división, afirmando que sólo existían tres niveles jerárquicos propiamente dichos: Los druidas situados en la cima del poder, y en posesión de la ciencia y del dogma; los ovates, intérpretes de la voluntad de los anteriores, y cordón umbilical de los mismos con el pueblo, encargados además de las prácticas rituarias; y el resto de los fieles y adeptos. J. A. Mac Culloch, en su citado libro, explica que en Irlanda se han encontrado altares del gran druida —análogo al vacio de la Galia—; del frilid, augur y sacerdote, ejecutante de los sacrificios; y del bardo, o sea el poeta.
Los templos de los druidas, en los que guardaban y mantenían celosamente el fuego sagrado, estaban situados, o bien sobre las eminencias del terreno, en las cumbres de algunas colinas de no excesiva altitud, o en lo más intrincado y frondoso de los grandes bosques de encinas. Las formas de estas construcciones religiosas eran muy variadas. A veces adaptaban la disposición circular, puesto que, entre los druidas, el círculo era el emblema genérico del universo. En otras ocasiones tomaban una cierta forma oval, aludiendo simbólicamente al huevo del mundo, del que salió el universo, según ciertas creencias, o nuestros primeros antepasados, según otras.
Había también templos de línea sinuosa, imitando la forma de la serpiente, que era el símbolo del dios Hu, de los druidas, semejante al Osiris egipcio. En forma de cruz, o cruciformes, puesto que entre los galos tal figura representaba también el emblema de la regeneración. E incluso en forma de alas abiertas, que simbolizaban el espíritu de la divinidad suprema.
Lo curioso de los templos druidas, y su característica general y uniforme, por otra parte, es que carecían de techos o de bóvedas. «Su única bóveda —ha escrito un historiador— era el firmamento, y estaban construidos de piedras sin labrar, cuyo número respondía, exactamente, a los cálculos astronómicos. En medio del templo solía haber una piedra mayor que las demás, a la que rendían los honores de divinidad.»
Donde la piedra escaseaba, o no existía, los druidas la sustituían por grandes bloques de tierra amasada. Se considera que los más importantes templos druidas se hallaban en Gran Bretaña. En el sur de la isla se levantaban los dos de Avebury y Stonehenge; y en Cumberland, el de Shap.
Un monumento típico de los druidas eran las piedras plantadas, o monolitos sin pulir, de considerable altura, que abundan en Francia y en Inglaterra. La piedra de Plésidy, en la zona de Côtes-du-Nord, es una de las más imponentes. «La piedra enhiesta, plantada —escribe Cartailhac62—, era como un lugar de reunión y cita de las generaciones que pasaban. A su alrededor celebraba la juventud sus danzas; la doncella buscaba en ella el hada bienhechora que había de darle esposo y, después de casada, iba a tocar la piedra simbólica para que le concediera ser madre. Algunos de estos monumentos tienen, indudablemente, por origen, el culto fálico que había divinizado la fuerza reproductora de la naturaleza...»
Daban el nombre de «pastos» a un cromlech, espacio circular rodeado de piedras colocadas verticalmente. Era el recinto de los misterios o lugar de regeneración. Y existían también grandes locales o edificios para la práctica de las iniciaciones, adosados a los templos, con gran variedad de departamentos y dependencias: baños, intrincados corredores, recintos abovedados, etc. Algunas de tales dependencias eran subterráneas. Las cuevas de las cercanías de los templos eran aprovechadas para los actos de la iniciación. Un ejemplo de los aludidos edificios era el llamado Coer Sidi, donde se supone que tenían lugar los grandes misterios del druidismo. Por lo que respecta a las cuevas utilizadas para iniciar a los neófitos, pueden citarse la gran ruta de Castleton, en el Derbyshire, que Stukeley ha denominado la «caverna Estigia», y las de Luckington y Badminster, en Wilts, que los lugareños llaman «cuevas de los gigantes». En otros lugares, como en St. Kilda y en Boreray, se conservan «casas druidas», en forma de colmenas.
Hemos hecho ya una referencia a las creencias de los druidas. Julio César, con su estilo claro e inimitable, dice a este respecto: «Ante todo, se esfuerzan por fomentar la idea de que el alma del hombre no perece» sino que transmigra, después de la muerte, de un individuo a otro. Estimulan con ello el valor de las gentes, ya que destruyen el temor a la muerte.»
Era, pues, fundamental en el druidismo, y así lo enseñaban al pueblo, la creencia en la inmortalidad del alma, y la existencia de castigos después de la muerte del ser humano. Creían en la metempsícosis, y consideraban como un castigo divino la transmigración del alma humana a seres inferiores al hombre. Creían también en la existencia de una vida futura dichosa, como premio a la virtud, en la que el alma conservaba su manera de ser, como en la vida real y hasta sus pasiones y sus costumbres. En los funerales, era corriente el ritual de quemar cartas que el difunto enviaba a otros muertos. Era también cosa acostumbrada prestar dinero para ser devuelto en la vida futura»
Mac Neill63 opina que, aunque entre los druidas de Irlanda la transmigración del alma se consideraba como posible, no se tenía por un fenómeno ordinario, ni mucho menos frecuente. En las viejas leyendas irlandesas se presentan tales creencias como muestra de la habilidad y astucia de los sacerdotes druidas, que así conseguían combatir el temor a la muerte, tan dominante en el ser humano. El perspicaz César ya observó que estas doctrinas convertían a los galos en soberbios luchadores que despreciaban el riesgo de perder su vida en los combates. Diógenes Laercio resumió magistralmente las prescripciones de la moral druídica: «Su filosofía, expuesta en formas enigmáticas, enseña a honrar a los dioses, a no hacer mal a nadie y a practicar la fortaleza.»
La tenebrosa leyenda de los druidas
El sistema religioso de los celtas, sublimado por los druidas, es apasionante y repelente a la vez. Hay muchas páginas extrañas, y obscuras, que sobrecogen al estudioso del tema. Los relatos gaélicos presentan siempre a los druidas como maestros consumados en la magia, la nigromancia y demás ciencias ocultas. Contaban el tiempo por noches, en lugar de hacerlo por días. Conocían poemas mágicos que apartaban las tormentas o las acercaban en caso de sequía. Parece cierto que conocían el hipnotismo, como afirma Marilyn Robb, practicando lo que se ha llamado «el sueño druídico». Sus augures se preciaban de adivinar el futuro no sólo por el vuelo de las aves y las entrañas de las víctimas de los sacrificios —cosa harto frecuente en los pueblos antiguos—, sino también por los simples estornudos, por los sueños tras los festines orgiásticos rituales, y por el graznido de los cuervos. Una leyenda irlandesa habla del encantamiento utilizado por el druida Mailgenn para hacer morir al rey Cormac, introduciendo una larga espina de pescado en el pan que debía comer el monarca.
Esencialmente, las divinidades de los druidas se reducían a dos: el «gran padre» Hu y la «gran madre» Ceridwen. Las épocas de iniciación de los druidas estaban determinadas por el curso del Sol y su llegada al solsticio y al equinoccio. Al comenzar el mes de mayo, se producía la celebración anual más brillante. Durante la noche que precedía el primer día de mayo, se encendían grandes hogueras sobre los cairns, o túmulos funerarios de los jefes, y en los cromlechs. Los druidas y el pueblo bailaban enloquecidos alrededor de las fogatas, en homenaje al Sol, que «acababa de levantarse de su tumba» invernal. Eran danzas enfebrecidas, en las que estaban permitidas toda clase de libertades y licencias. Bailaban hasta la extenuación, hasta el mediodía siguiente. Y cuando el astro diurno estaba ya en su cenit, y la luz solar era más intensa, huían a esconderse en lo más hondo de los bosques y se entregaban a orgías desenfrenadas.
La iniciación de los neófitos que pretendían alcanzar alguno de los grados jerárquicos del druidismo, que ya hemos expuesto, se celebraba siempre a medianoche, en medio de un ritual fúnebre y tenebroso. El principiante era tumbado en un lecho, en forma de ataúd, para simbolizar la muerte del Sol. Luego, al cabo de tres largos días, se le permitía salir de su macabra yacija, para significar que el Sol había vuelto a nacer.
Es un hecho curiosísimo, explicado por Jullian64 y otros autores, que el día veinticinco de diciembre se encendían grandes hogueras, en las cumbres de las montañas, para anunciar a las gentes que el Sol —Hu— acababa de nacer. Y tanto los sacerdotes druidas como el ígnaro pueblo se adornaban con flores de siempreviva. Era la pública señal de que el astro rey vivía, y ardía, nuevamente.
Cuenta Tácito, en los Anales, que los druidas de la isla de Molas oraban con las manos levantadas hacia el cielo, en una actitud parecida a la del orante cristiano. Pero la característica más conocida del druidismo, y la que le ha proporcionado una tenebrosa fama, son los sacrificios humanos. No cabe duda alguna de que los druidas mantuvieron en las Galias y en la Gran Bretaña el rito de los bárbaros sacrificios. Las infelices víctimas solían ser los criminales condenados, y en su defecto los prisioneros de guerra. Pero había también voluntarios para el repugnante ritual. Algunos galos, al encontrarse en peligro de muerte, en combate o por enfermedad, nacían el extraño y absurdo voto de dejarse inmolar, pasado un cierto tiempo —es decir, una muerte a plazo fijo—, si no encontraban otro desdichado que pudiera ser sacrificado en su lugar. En algunas ocasiones, si no había criminales ni prisioneros de guerra se procedía a efectuar un sorteo macabro entre el propio pueblo.
Las víctimas eran estranguladas, traspasadas a flechazos, o perecían bajo el puñal del sacrificador. En los períodos críticos, en tiempos de carestía, peste o vísperas de guerra, los sacrificios adquirían un tono de rogativa general, un ofrecimiento del pueblo entero para aplacar a los dioses y conseguir su favor. Entonces se construían grandes jaulas de madera, mimbre y cuerdas trenzadas, que adoptaban la forma de gigantescos animales. Las víctimas, encerradas dentro de tales jaulas, eran quemadas vivas.
En opinión de ciertos autores, los druidas de Irlanda no practicaban sacrificios humanos. Se basan, para tal afirmación, en el hecho de que tan repugnantes costumbres no son mencionadas en la Vida de San Patricio, apóstol de los nativos de la verde Erín. Parece ser que los sacrificios se limitaban a la muerte de algunos animales: toros, caballos, hasta perros, ofrecidos a los dioses en signo de adhesión y buena voluntad. En estas ceremonias no se utilizaba el fuego, ni siquiera para consumir los restos de la víctima, que eran ofrecidos a los circunstantes a fin de que comieran la carne y se beneficiaran con el sacrificio.
Uno de los puntos más controvertidos del druidismo es la existencia de las druidesas, o mujeres druidas. Aquí los datos son absolutamente contradictorios y la leyenda ha campado por sus respetos. Los escritores clásicos hablan, en ocasiones, de las druidesas como mujeres galas, emparentadas con los druidas, es decir, las esposas o las hijas. Pero no está demostrado que existieran sacerdotisas druidas con las mismas funciones y poderes que los varones.
La leyenda ha tomado altos vuelos en esta materia. Se ha escrito que las druidesas debían ser vírgenes, y que, aun casadas, habían de mantener una estricta castidad. Algunos autores antiguos sostienen la fábula de que sólo podían adivinar el porvenir del varón que las violaba. Estrabón las presenta como las sacerdotisas de los sacrificios, inmolando por su propia mano a las víctimas y examinando fríamente sus entrañas para fundamentar los augurios.
Se da como cierto que en la isla de Sen existieron una especie de vestales galas dedicadas al culto de la magia y de la profecía. En cuanto a la famosa inscripción de Metz, parece aludir a una corporación de druidesas, paralela a los druidas varones. Pero Mac Culloch y otros autores consideran como posterior y amañada dicha inscripción, en la que se menciona a la druidesa «Avete».
Quiere la leyenda que las druidesas vestían de blanco e iban ceñidas con un cinturón de metal. Vivían en las rocas más agrestes y solitarias, azotadas por las olas del océano, y conservaban la virginidad, según algunos, o se entregaban a licenciosos excesos según otros. Las antiguas tradiciones marineras hacen referencia a las islas y a las rocas habitadas por las druidesas, y señaladas por el pueblo como lugares encantados. Así, por ejemplo, la isla del Sena, o Liambis, la de Saints, cerca de Ushant —donde nació el sabio y mago Merlín, según cuenta la fábula—. Otra tradición menciona la gruta de Fingal, en las islas Hébridas, famosa por sus columnatas basálticas. Los gaélicos la denominaban Llaimh Binse, o sea «antro de la música», debido a los impresionantes sonidos, y hasta notas musicales, que las olas del mar arrancan de las profundidades de la cueva, en un fantasmagórico concierto de gemidos, estampidos y ecos.
El gran compositor italiano Vincenzo Bellini se inspiró en el tema y en la leyenda de las druidesas para darnos la celebérrima ópera Norma. Sobre una mediocre tragedia de Alejandro Soumet, y el libreto encargado a Felice Romani, la música de Bellini dio vida artística a Norma, la sacerdotisa druida enamorada del procónsul romano Pollione. La famosísima aria Casta diva, genial canto a la Luna, nos evoca la misteriosa personalidad de los druidas y su adoración por los astros y la naturaleza.
El fin del druidismo y su extraña proyección
El período culminante de la institución de los druidas, parece haber sido el siglo anterior a la conquista de las Galias por el romano Julio César. Cuando las legiones de Roma llegaron a las tierras de los galos, se encontraron con una serie de grupos y de tribus divididas, a veces enemistadas entre sí, sin un poder aglutinador central. Los druidas ya, desde un principio, tuvieron que luchar contra la nobleza gala de los clans y contra los jefes militares llamados tierns. En las cuencas del Loira y del Sena, y también la península armoricana, predominaba la influencia de los druidas. Pero en muchas zonas de la periferia, en las estribaciones de los Alpes, en la Auvernia, etc., los druidas no habían podido vencer el espíritu montaraz e independiente de los galos. Fustel de Coulanges65 dice que los galos no habían formado grandes núcleos de población. Moraban, dispersos, en los bosques, landas y llanuras pantanosas, formaban villas y aldeas, reducidas y abiertas. Vivían entregados a todos los riesgos de una vida belicosa y a los arranques temperamentales de su raza.
Todo ello, naturalmente, favoreció a los conquistadores romanos, paradigma de organización y de dirección unitaria. La anarquía abrió la puerta a la invasión. Los romanos fomentaron las rivalidades entre los diversos pueblos galos, favoreciendo el antiguo politeísmo céltico, que tenía cierto parecido con sus propias creencias. Pero proscribieron duramente todo el andamiaje de la institución del druidismo. En Galia y Bretaña, fueron prohibidos los sacrificios humanos por un decreto del Senado, durante los consulados de Cornelio Léntulo y Licinio Craso, setenta años antes de Jesucristo. Luego, César Augusto vetó a los ciudadanos romanos profesar el druidismo, y Claudio lo abolió definitivamente, como nos lo ha explicado Suetonio.
El cristianismo terminó la obra de liquidación de los credos druidas, comenzada por la Roma imperial. Pero, como dice Higgins66, la destrucción del druidismo fue lenta y difícil. La dulzura y el celo apostólico de San "Patricio, en Irlanda, y San Columbano, en Escocia, borraron poco a poco el fanatismo druídico. Sin embargo, hasta el siglo vii de la era cristiana, aquellas extrañas y crueles doctrinas se mantuvieron arraigadas en varias regiones. Y algunas de sus prácticas y supersticiones consiguieron pasar, más o menos adulteradas, al mundo moderno.
Algunos escritores sostienen que, después de la caída del Imperio romano, existió un neodruidismo, una especie de religión mixta cristiano-druida, sostenida por una casta de sacerdotes medio paganos.
Sea como fuere, el druidismo no desapareció del todo. Aquella extraña y poderosa hoguera dejó un rescoldo que resistió el paso del tiempo. Santiago Valentí Camp, en su obra citada, sostiene que el espíritu druida perduró en la Orden reformada de los Bardos que, según la leyenda, fue fundada por el mitológico Merlín a finales del siglo V. Lo cierto es que, alrededor del año 940, la Orden había proliferado y se componía de tres estamentos: Los arwennyddions, es decir, los alumnos; los bardd faleithiawg, o inspectores; y los bardd ynys pryadain, que eran los maestros. Estos últimos vestían un traje azul celeste que les distinguía de los grados inferiores. En el año 1078, se procedió a la reforma de los estatutos y la Orden consiguió importantes privilegios. Pero entre 1272 y 1307, los bardos fueron duramente perseguidos, principalmente en el País de Gales.
En tierras de Irlanda, esta Orden tuvo una característica casi exclusivamente artística. Los bardos eran los trovadores y se dividían, a su vez, en tres jerarquías: los filedhas, heraldos al servicio de los príncipes, que cantaban los himnos religiosos y el valor de los héroes en los combates; los breiteamhain, que ejercían ciertas funciones judiciales; y los seanachaidhe, genealogistas y reyes de armas. Al producirse la conquista de Irlanda por Enrique II, en el siglo xii, los bardos se extinguieron.
Como reminiscencia notable del druidismo, debemos citar también la Antigua Orden de los Druidas, del País de Gales, formada en el siglo viii, y dedicada a mantener y propagar la lengua, las costumbres y la literatura de los cimros. Con el transcurso del tiempo, esta sociedad se enfrascó en el fomento de los estudios célticos. Solían celebrar, anualmente, grandes festivales denominados Eisteddvods, en los que participaban más de veinte mil miembros. Otra ceremonia importante era el Gorsedd, asamblea general de la Orden, integrada por los tres grados: los bardos o poetas, maestros en poesía galesa; los druidas, escritores y científicos; y los ovatos, o músicos. En la celebración del Gorsedd los bardos vestían de azul, los druidas de blanco y los ovatos de verde. La asamblea se reunía en unos cercados de piedra, cara al sol naciente, presidida por el archidruida.
La extraña proyección del espíritu druídico parece haber vencido el ácido corrosivo del tiempo. Es un fenómeno histórico que no tiene parangón alguno. A finales del siglo xviii, en 1781, se fundó en Londres otra asociación con el mismo nombre de la aludida entidad galesa, Antigua Orden de los Druidas, inspirada en ciertas creencias célticas, pero orientada hacia las logias masónicas. Tuvo siempre un carácter de secta o sociedad secreta. Practicaba la magia, procurando atraer a la juventud a sus extraños ritos. Los socios se llamaban mutuamente hermanos y se ayudaban denodadamente en todas las vicisitudes de la vida.
En 1825, la Antigua Orden de los Druidas cruzó el océano y proliferó, de manera inusitada, en tierras de los Estados Unidos de América. En el año 1839 existían ya ciento doce logias, agrupadas en una asamblea central llamada Hain. Es un hecho curioso que esta reminiscencia druídica, trasplantada a ultramar, volviera luego a su solar originario. En 1869 se creó en París la Persévérance Hain, cuyas actividades se vieron interrumpidas por la guerra franco-prusiana. Por lo que respecta a Alemania, en 1872 se fundó en Berlín la Dodona Hain, con sucursales, luego, en Hamburgo, Stuttgart, Leipzig y Bremerhaven.
Las logias de la moderna orden de los druidas se celebran en locales decorados y adornados según las antiguas prácticas de los galos. Son rigurosamente secretas y sólo los iniciados pueden acceder a ellas. En algunos casos llegaron a tener una duración de hasta veinticuatro sesiones consecutivas. Los fines perseguidos, y que se dicen inspirados en las doctrinas de los auténticos druidas, son: el servicio de Dios, el progreso de las ciencias, la dignificación del hombre, el fomento de las artes y de las letras y, por encima de todo, la glorificación de la raza céltica. Parece ser que están prohibidas todas las cuestiones religiosas o políticas. Para ingresar en la Orden es indiferente la posición social y económica, y hasta las filiaciones políticas, pero se exige la creencia en un Dios personal. Las ramas norteamericanas de la Orden exigen, además, una moralidad absolutamente irreprochable. En cuanto a los grados o jerarquías en que se dividen los miembros de la secta, se han conservado los tres antiguos de los ovatos, que cuidan de observar los ritos; los bardos, que fomentan el arte y las ideas estéticas; y los druidas, cuyo criterio es decisorio y cuyas actividades se proyectan hasta los núcleos comerciales, industriales y financieros de la comunidad.
El estudio detallado de todas estas sectas y asociaciones excede de los límites y propósitos de la presente obra. Pero hemos creído que era interesante, y a la vez necesario, dar una somera idea de la proyección hacia el futuro del espíritu druídico. La extraña y mítica institución de los druidas, que excitó ya sobremanera la curiosidad de los contemporáneos, ha seguido apasionando al hombre moderno.
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