Es noche cerrada en el campamento de Santa Fe. Los soldados de la reina Isabel
comparten su frugal rancho alrededor de las fogatas. Hay cansancio en sus ojos y
añoranza de los hogares en sus corazones. Muchos están ya en sus tiendas a cubierto
del frío, buscando unas horas de sueño antes de que el frío sol de Granada se alce
sobre las montañas nevadas y comience un nuevo día de lucha. Uno más en esta larga
contienda contra el reino nazarí.
Pero no todos se disponen al descanso. En una tienda cercana, catorce hidalgos
castellanos se visten de armadura en medio de un silencio sepulcral. Los comanda el
capitán D. Hernán Pérez del Pulgar, hombre de singular valentía, cuyas hazañas
corren ya de boca en boca por todo el reino de Castilla. La confianza en la sagacidad
y en el arrojo de aquel hombre es absoluta. Sin embargo, la empresa parece
descabella. Suicida. Un golpe de mano en el corazón de Granada.
Cuando la columna sale del campamento cristiano, los soldados de la guardia
saludan con gesto reverencial, como si estuvieran ante el paso de un cortejo fúnebre.
Al poco tiempo, Pérez del Pulgar y los suyos ha desaparecido de la vista de los
centinelas. Se han convertido en sombras de la noche.
Los jinetes, ateridos de frío, caminan al paso por un camino paralelo al Darro.
Guiados por un moro nazarí ganado para la causa de la cruz, evitan las patrullas que
el ejército de Boabdil ha desplegado por los bosques y las vegas que circundan la
ciudad asediada. Ante los ojos febriles de los hidalgos de Castilla, Granada se alza
imponente y dormida. Han llegado.
Desmontan los hombres de sus cabalgaduras, que quedan emboscadas al cuidado
del nazarí. Si no regresan antes de que el sol despunte, aquél tiene órdenes de regresar
a Santa Fe. Da Pérez del Pulgar las últimas instrucciones a sus hombres y,
seguidamente, se introduce en el cinto de la espada un pergamino. Con las dagas en la
mano se encaminan hacia la puerta que guardan cuatro centinelas confiados. ¿Qué
enemigo podría llegar hasta allí? Son degollados sin que puedan dar la voz de alarma.
Lo que parecía una empresa imposible, se ha conseguido. Los soldados de la reina
Isabel han penetrado en la última ciudad musulmana de España. Boabdil no volverá a
dormir tranquilo.
Veloces pero sigilosos, lo asaltantes recorren las calles en busca de la Mezquita
Mayor. Llegados ante los muros del templo, Pérez del Pulgar extrae del cinturón el
pergamino y lo clava en la puerta con su propia daga. En él está escrito el Ave María.
Luego exclama ante sus hombres:
«Sed testigos de la toma de posesión que realizo en nombre de los reyes y del
compromiso que contraigo de venir a rescatar a la Virgen María a quien dejo
prisionera entre los infieles».
Pero su presencia ha sido ya advertida y hacia ellos se dirige un tropel de
soldados. Pérez del Pulgar y sus hombres se abren paso entre la morisma a golpe de
espada, mientras tratan de alcanzar la salida de la muralla. El capitán ordena que
nadie se detenga y se sitúa en retaguardia para cubrir las espaldas de sus hombres.
Durante la retirada, aquel puñado de hidalgos siembra de cadáveres las violentadas
calles granadinas. Y para desesperación de la guardia mora, logran alcanzar la puerta
de la muralla y escapar a galope sobre sus monturas.
D. Hernán Pérez del Pulgar y García Osorio, el de las hazañas, cumplirá su
promesa de rescatar a la Virgen María. Será el 3 de Enero del año de Nuestro Señor
de 1492, cuando entre en la ciudad rendida como capitán de las tropas de Castilla.
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