sábado, 16 de marzo de 2019

Mankantún (mito maya)

En un lugar lejano y perdido en la selva, debía llegar alguna vez a
perturbar la paz y el buen vivir el Genio del Mal.
Época tras época el hechicero había predicho muchas cosas buenas
y malas y siempre había acertado. Para los crédulos indios su palabra
era, y sigue siendo, divina. De modo que cuando anuncio calamidades,
el vecindario se aprestó a desagraviar a los dioses de piedra, con ofrendas
y festejos.
«Mas de todas maneras, el tiempo tenía que llegar y de él nadie se
salva», dice el indio.
Y el día llegó, el cielo se cubrió de gris y el dios Kin (Sol) negó su luz.
En las afueras del pueblo los árboles estaban cuajados de ollitas de
barro, donde ardían hierbas e incienso. Se llevó a los ídolos a las bocacalles
de la plaza y se hicieron ceremonias, comidas y oraciones.
En el centro de la comunidad, bajo el árbol de la vida, la ceiba, ardía
una especie de fuego sagrado, y a él se arrojaban puñados de maíz, semillas
de calabaza, jicaradas de miel y granos de sal.
El fuego era alimentado y vigilado por un grupo de mujeres jóvenes,
que, dispuestas en rueda, cantaban oraciones y pedían a los vientos
buenos que desviaran el camino del Malo.
Mientras tanto, el hechicero pasaba el día y la noche en sus baile*
diabólicos y ritos extravagantes, y arrojaba a los cuatro vientos sus
nitros y preparados, para evitar que la comunidad fuera presa de las
calamidades.
Su mandato último fue: «¡Que nadie salga del poblado; quien lo
haga será castigado tremendamente!».
Un hombre de apellido Kantún, desobedeciendo las órdenes, salió a
medianoche en busca de una vaca... Y como el men lo había predicho,
fue sorprendido por un fuerte viento, que le dejó sin sentido.
Al amanecer del siguiente día, el Sol brilló con todo su esplendor.
En los altares, las ofrendas estaban muertas y todos los fuegos apagados;
por los barrios corría la conseja de que, a la medianoche, una terrible
carcajada había estremecido al pueblo. El Genio del Mal había sido
conjurado. Todos ignoraban la salida de Kantún, que había sido nueve
días antes del carnaval.
El hechicero llamó al pueblo y le dijo:
-Entre ustedes hay un desobediente que está condenado.
Todos se miraron con asombro.
-Dentro de breves días diré quién es -agregó el men.
Y mientras tanto, el pueblo daba gracias a los dioses.
Kantún se dedicó entre tanto a la bebida, y a los nueve días justos,
domingo de carnaval, se convirtió en fiera que bramaba y acometía.
-¡He aquí el desobediente! -dijo el brujo, y por orden suya se le
toreó y encadenó, pues cada día aumentaba su fiereza.
El miércoles siguiente, Kantún rompió sus cadenas y se fue a refugiar
en una cueva que se encontraba a la salida del pueblo. Esa cueva,
según la conseja, se prolonga hasta abarcar una gran parte del subsuelo
de los chenes.
Una bruja decrépita y asquerosa pidió permiso para acompañar a
Kantún, pues decía que ése era su destino.
Anciana y monstruo fueron sepultados vivos en la cueva, cuya boca
se tapó con piedras. Delante de ella se levantó un adoratorio a los dioses
del bien...
Cuando el caminante indio atraviesa la selva chiclera, oye mil ruidos,
quejas, lamentos, cadenas que se entrechocan y llamadas que parecen
salir del centro de la Tierra.
Para él se trata del Genio del Mal que está encadenado a Mamá
Luum (la Tierra).
Para nosotros, es el eco de la selva.

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