Un día estaba el sultán en su gabinete, rodeado de su corte. Sacó de un cofrecillo
una perla preciosa y la puso en la mano de su visir preguntándole:
«¿Cuál es su valor?
—¡Cien bolsas de oro! respondió el visir.
—¡Aplástala! ordenó el sultán.
—¿Cómo me atrevería? dijo el visir. ¡Esta perla es el florón de tu tesoro!
—¡Me alegra tu respuesta!» dijo el sultán. Y le ofreció regalos y honores.
Un poco después, cuando se agotaron otros temas de conversación, el sultán dio
esta misma perla a su chambelán diciéndole:
«¿Cuál es su valor a los ojos de aquéllos en los que habita el deseo?
—Esta perla vale la mitad de tu reino, dijo el chambelán. ¡Dios la proteja de todo
peligro!
—¡Aplástala! ordenó el sultán.
—¡Oh, sultán! respondió el chambelán, eso sería una lástima.
Mira esta luz y esta belleza. ¡Aplastarla sería atentar contra el tesoro de mi
sultán!».
El sultán quedó satisfecho de esta respuesta y lo colmó de regalos elogiando su
sabiduría.
Después, varios beyes o emires sufrieron la misma prueba y, por imitación, todos
dieron la misma respuesta para obtener el favor del sultán. Finalmente el sultán hizo
la misma pregunta a Eyaz:
«¿Qué vale esta perla?
—¡Ciertamente, vale más de lo que se dice! respondió Eyaz.
—¡Aplástala!» ordenó el sultán.
Ahora bien, Eyaz, prevenido en sueños de esto, tenía dos piedras en el bolsillo.
Tomó una y aplastó la perla sin vacilar.
El que pone su esperanza en la unión con el Amado no teme ser aplastado. El
hombre piadoso vive en el temor por su suerte en el día del juicio. Pero el sabio no se
inquieta. Sabe lo que ha sembrado y, por tanto, lo que va a cosechar.
Cuando Eyaz hubo aplastado la perla, los cortesanos dijeron:
«¡El que ha aplastado una perla tan luminosa sólo puede ser un blasfemo!
—¿Qué es más precioso, preguntó Eyaz, la orden del sultán o la perla? A vosotros
os interesa la perla y no el sultán. A mí no me atraen las piedras, como sucede a los
infieles. Sólo el sultán me preocupa. ¡El alma que está prisionera de una piedra
coloreada ignora la orden del sultán!».
A estas palabras, los beyes, los emires, el chambelán y el visir inclinaron la
cabeza lamentándose. El sultán hizo una seña al verdugo.
«¡Véngame de estos miserables! dijo, puesto que han preferido una piedra a mis
órdenes.
—¡Oh, sultán! Tú eres aquél ante quien encuentran los generosos la fuente de su
generosidad. Los más generosos se avergüenzan ante la munificencia de tus favores.
La insolencia y la ignorancia de los blasfemos proviene de la abundancia inagotable
de tu clemencia. En el momento del saqueo el pueblo vela para proteger sus bienes.
Si el temor de perder sus bienes le impide dormir ¿cómo podría dormir sin el temor
de perder la vida? El olvido nace de la inadvertencia y de la relajación. Déjales la
vida pues han visto tu rostro y no soportarán ser apartados de él. Aunque la muerte es
amarga no puede serlo tanto como la separación. Es agradable morir con la esperanza
de reunirse contigo, pero es amargo vivir en los tormentos de la separación. En el
infierno, los infieles se dicen: “¡No estaríamos tan tristes si él nos hubiese honrado
con una sola mirada!”. Para que los envilecidos por la insolencia puedan ser lavados
por el Éufrates de tu misericordia, ¡deja correr el río de tu perdón!».
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