sábado, 16 de marzo de 2019

La india coqueta (mito chocó)

Los chocos levantaron sus bohíos y labraron la tierra, después de
limpiar los terrenos vírgenes cubiertos de vegetación. Sus pueblos llenaron
de vida lugares antes selváticos, en que sólo las alimañas feroces
habían gozado de sus paradisíacos encantos.
Al poco tiempo de estar establecida allí la tribu, nació una niña preciosa,
que traía especiales dones de los dioses. Al principio, sólo se
pudo apreciar su portentosa belleza: era un verdadero don de los dioses.
Al verla, la Luna brillaba más intensamente, las aves lanzaban al aire
sus más vibrantes gorjeos, la brisa era más sutil y las flores exhalaban
sus más penetrantes perfumes.
Al crecer, se dieron cuenta de otro don extraordinario que poseía.
Podía mirar al Sol sin cerrar los ojos y conseguir de él cuanto le pidiera.
Su alma pura sólo miraba al Sol para pedir algo para todos los suyos.
Toda la tribu veía en la niña un hermoso tesoro, una incomparable recompensa
a los dolores y desgracias sufridas antes de su nacimiento.
Todo cuanto pidieron al Sol por su intercesión fue justo y necesario y
jamás la obligaron a pedir nada innoble, ni en contra de los derechos de
otros pueblos, ni siquiera en contra de aquellos que les privaron de sus
tierras y poblados, los cunas.
Llegó la muchacha a la adolescencia sin darse cuenta de su extraordinaria
belleza. Fue una tarde, bañándose en el río, cuando vio su imagen
retratada en las aguas y ella misma se admiró de tal prodigio. Su
inocente serenidad se perturbó para siempre y dio paso a la inquietud y
la vanidad. Los suyos la llamaban Setetule, por la hermosura incomparable
de su cuerpo. Desde entonces, ella vivió constantemente preocupada
por su belleza y pasaba las horas junto al río, contemplando su
figura reflejada en las aguas serenas.
Olvidó su poder de hacer el bien a las gentes y no se preocupó más
del dolor ajeno. Su alma se volvió indiferente a todo; su corazón, completamente
insensible.
Su belleza se hizo famosa en todos los pueblos cercanos y lejanos. A
contemplarla acudían de todos los lugares y los aspirantes a ser amados
por Setetule eran incontables. Ella los despedía uno a uno, sumiéndolos
en la más desesperada locura. Su única y constante preocupación era el
culto a su belleza.
Entre los que llegaron y fueron fascinados por la beldad chocó, estaba
Moli Suri, mago poderoso de la raza de los cunas. Ofreció a Setetule
cuanto una mujer puede ambicionar. Le prometió traerle las plumas del
quetzal y la flor del ambasarú. Ella dudó al oír tales promesas, porque
sabía a lo que estaba expuesto quien fuera a buscar aquella extraña flor,
que hacía olvidar todos las males. Su corazón, contra su voluntad, se
inclinaba a amar a Moli Suri.
Al darse cuenta, quiso cortar, antes de nacer, aquella traicionera pasión.
Y con los ojos negros encendidos en cólera, volvió la mirada al
Sol, para pedirle que la librara de ella. Pero entonces, sus ojos, antes
insensibles a los resplandores del Sol, tuvieron que cerrarse, incapaces
de mantener en sus pupilas los rayos fulgurantes que la hacían verter
lágrimas de dolor. Al abrir de nuevo sus ojos, vio delante a Moli Suri,
que la observaba con irónica sonrisa.
Setetule comprendió que aquel hombre hechicero y poderoso había
interpuesto su voluntad para que el dios Sol desoyera su ruego. El era
también un ser excepcional, dotado, como ella, de dones invisibles.
Moli Suri no le perdonaba su desvío. Y pidió para la hermosa e insensible
beldad el castigo que merecía por haber pretendido llevarlo
a la desesperación y la locura en que todos los demás pretendientes
habían sido hundidos.
Los dioses oyeron a Moli Suri. La soberbia y deslumbrante belleza
tendría un suplicio eterno.
Y dijo el mago:
-Quedarás dormida profundamente hasta que los dioses cambien su
voluntad.
Al oírle, Setetule cayó al suelo, sumida en un sopor indominable.
Moli Suri la tomó en sus brazos y corrió sin descanso, atravesando bosques
y ríos, hasta llegar a la sierra Talarcuna.
Allí dejó caer en tierra el cuerpo de la muchacha. Y en aquel instante,
convertido en piedra, se irguió, entre las montañas, el cerro de
Setetule. Moli Suri, con su gran poder, ocultó en su seno un tesoro de
metales preciosos.
Los hombres, llevados por la ambición y la codicia, rompen el cerro
cada día, año tras año, buscando los tesoros que oculta celosamente.
Todos ignoran que cada hendidura es una herida en el maravilloso
cuerpo de Setetule, condenada a la interminable tortura de ver cómo
destrozan su belleza, causante de la muerte de tantos enamorados.

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