miércoles, 6 de marzo de 2019

La historia del anciano que hacía que los árboles marchitos florecieran

Hace mucho, mucho tiempo, vivían un anciano y su esposa que se ganaban la vida cultivando un pequeño terruño. Su vida había sido muy feliz y pacífica excepto por una gran pena: no tenían hijos. Su única mascota era un perro llamado Shiro, y a él le demostraban todo el afecto de su ancianidad. Por supuesto, lo amaban tanto que, cuando tenían algo bueno que comer, se sacrificaban y se lo daban a él. Era un verdadero perro japonés, muy parecido a un pequeño lobo.

    La hora más feliz del día tanto para el anciano como para el perro era cuando el hombre volvía de su trabajo en los campos y guardaba un poco de su almuerzo frugal de arroz y verduras, que le dejaba al perro en el pequeño porche que rodeaba la cabaña. Siempre, Shiro estaba esperando a su amo y al capricho nocturno. Entonces, el anciano decía: «¡Chin, chin!», Shiro se erguía, le pedía la comida, y su amo se la daba. En la casa de al lado de esta buena pareja de ancianos vivían otro anciano y su esposa que eran malvados y crueles, y odiaban a sus buenos vecinos y al perro con todas sus fuerzas. Cuando Shiro se acercaba a su cocina, ellos lo pateaban o le tiraban cosas, algunas veces incluso lo herían.

    Un día, se escuchó a Shiro ladrar mucho tiempo en el campo tras la casa de su amo. El anciano, pensando que tal vez los pájaros estaban atacando el maíz, corrió a ver qué sucedía. En cuanto Shiro lo vio, corrió hacia él, agitando el rabo y, agarrando el extremo del kimono, lo arrastró hacia debajo de un gran árbol. Allí, empezó a excavar con tenacidad con sus patas, con gañidos de felicidad todo el tiempo. El anciano, que no entendía lo que estaba pasando, se quedó ahí de pie, confuso. Pero Shiro siguió ladrando y cavando con todas sus fuerzas.

Cuanto más profundo cavaba, más monedas de oro encontraba.

   

    Por fin, al anciano se le ocurrió que podía haber algo oculto bajo el árbol y que el perro lo había olido. Volvió corriendo a la casa, cogió su pala y empezó a cavar allí. Cuál fue su sorpresa cuando, después de cavar un rato, encontró un montón de antiguas y valiosas monedas, y cuanto más profundo cavaba, más monedas de oro encontraba. Tan dedicado estaba el anciano a su trabajo que no vio el rostro enfadado de su vecino mirando a través de la valla de bambú. Por fin, todas las monedas de oro estaban brillando en el suelo. Shiro se sentó con orgullo y miró con cariño a su amo, como si dijera: «Ves, aunque solo soy un perro, puedo devolverte parte de la amabilidad que me muestras».

    El anciano corrió a llamar a su esposa y entre ambos llevaron el tesoro a su casa. Así, en un solo día, el pobre anciano se hizo rico. Su gratitud al leal perro no tuvo límites y lo amó y lo cuidó más que antes si es que eso era posible.

    El malvado vecino, atraído por los ladridos de Shiro, había sido un testigo invisible y envidioso del descubrimiento del tesoro. Empezó a pensar que a él también le gustaría encontrar una fortuna. Así que unos días después, visitó la casa del anciano y con mucha ceremonia pidió permiso para tomar prestado a Shiro un corto tiempo.

    El amo de Shiro pensó que era una petición extraña, porque sabía bastante bien no solo que su vecino no amaba a su mascota, sino que nunca perdía una oportunidad de golpear y atormentar al perro cuando se cruzaba en su camino. Pero el buen anciano tenía demasiado buen corazón como para rechazar a su vecino, así que aceptó prestarle al perro con la condición de que debía cuidarlo mucho.

    El cruel anciano volvió a su casa con una malvada sonrisa en el rostro, y le contó a su esposa cómo había tenido éxito con sus aviesas intenciones. Entonces cogió su pala y se apresuró a su propio campo, forzando al reticente Shiro a seguirlo. En cuanto llegaron a otro árbol se detuvo.

    —Si había monedas de oro debajo del árbol de tu amo, debe haber debajo del mío también. ¡Debes encontrarlas para mí! ¿Dónde están? ¿Dónde? ¿Dónde? —dijo al perro, amenazador.

    Cogió del cuello a Shiro y sostuvo la cabeza del perro contra el suelo, de manera que Shiro empezó a arañar y a cavar para librarse de las horribles garras del anciano.

    El anciano se alegró mucho cuando vio que el perro empezó a arañar y a excavar porque al momento supuso que algunas monedas de oro estaban enterradas bajo el árbol, igual que en el de su vecino, y que el perro las había olido; así que empujó a Shiro y empezó a cavar, pero no encontró anda. Siguió excavando hasta que un horrible olor empezó a afectarlo, y al final llegó a un montón de desperdicios.

    Os podéis imaginar la repugnancia que sintió el anciano. Pronto eso dio paso a la ira. Había visto la buena fortuna de su vecino, y, esperando tener la misma suerte, pidió prestado a Shiro. Ahora, justo cuando tenía la sublime sensación de que sus sueños se iban a cumplir, descubría que para él solo había una pila de desperdicios apestosos como recompensa por su trabajo de toda una mañana. En vez de culpar a su propia avaricia de su decepción, culpó al pobre perro. Cogió su pala, golpeó con todas sus fuerzas a Shiro y lo mató en ese mismo sitio. Después tiró su cuerpo en el hoyo que había cavado con la esperanza de encontrar un tesoro de monedas de oro, y lo cubrió con tierra. Después volvió a la casa, no se lo contó a nadie, ni siquiera a su esposa.

    Después de esperar varios días, como Shiro no volvía, su amo empezó a ponerse nervioso. Día tras día, pasaron y el anciano esperó en vano. Entonces fue a su vecino y le pidió que le devolviera a su perro. Sin ninguna vergüenza o duda, el malvado vecino respondió que había matado a Shiro por su mal comportamiento. Ante estas horribles noticias, el amo de Shiro lloró muchas lágrimas amargas y tristes. Grande, sin duda, fue su horrible pena, pues era demasiado bueno y amable para reprochar a su malvado vecino. Al saber que Shiro estaba enterrado bajo el árbol del campo, pidió al anciano que le diera el árbol como recuerdo de su pobre perro Shiro.

    Ni siquiera alguien tan malvado como ese vecino podía rechazar una petición tan sencilla, así que aceptó dar al anciano el árbol bajo el que Shiro estaba enterrado. Entonces, el amo de Shiro taló el árbol y se lo llevó a casa. Del tronco hizo un mortero. En este, su esposa puso algo de arroz y él empezó a preparar una ofrenda para el altar de Shiro.

    ¡Pero algo extraño ocurrió! Su esposa puso el arroz en el mortero, y en cuanto él empezó a golpearlo para hacer los onigiri, empezó a aumentar gradualmente hasta que tuvo cinco veces más, y los onigiri salían del mortero como si una mano invisible estuviese funcionando.

    Cuando el anciano y su esposa vieron esto, comprendieron que era una recompensa de Shiro por su amor sin tacha. Probaron el arroz y vieron que era una comida mejor que ninguna otra. Desde entonces, nunca tuvieron ningún problema sobre la comida, pues vivían del arroz que el mortero no dejaba de darles en ningún momento.

    El avaricioso vecino, al escuchar esta nueva muestra de buena suerte, volvió a sentir envidia y visitó al anciano y le pidió prestado el maravilloso mortero un poco de tiempo, fingiendo que él también, apenado por la muerte de Shiro, deseaba hacer un festival en memoria del perro.

    El anciano no quería prestárselo, pero era demasiado amable como para negarse. Así, el envidioso hombre se llevó a casa el mortero, pero nunca lo devolvió.

    Pasaron varios días, y el amo de Shiro esperó en vano, así que se acercó a ver al vecino y pedirle que le devolviera el mortero si ya había terminado con él. Se lo encontró sentado ante un gran fuego hecho de trozos de madera. En el suelo yacía lo que parecían trozos del mortero roto. Como respuesta a la pregunta del anciano, el malvado vecino respondió con arrogancia:

    —¿Has venido a pedirme tu mortero de vuelta? Lo rompí en pedazos y ahora estoy haciendo un fuego con la madera, pues cuando yo intenté hacer onigiri con él, solo un horrible hedor salió de él.

    —Siento oír eso —dijo el anciano—. Es una lástima que no me pidieras los onigiri si eso era lo que querías. Te hubiera dado cuantos quisieras. Ahora, por favor, dame las cenizas del mortero, pues deseo conservarlas como recuerdo de mi perro.

    El vecino aceptó al momento, y el anciano se llevó a casa una cesta llena de cenizas.

El árbol floreció.

   

    No mucho después, el anciano desperdigó algunas de las cenizas en los árboles de su jardín. ¡Qué cosa tan maravillosa ocurrió entonces!

    Ya estaba avanzado el otoño, y los árboles habían perdido sus hojas, pero en cuanto las cenizas tocaron sus ramas, los cerezos, ciruelos y todos los matorrales que daban flor, florecieron, de forma que el jardín del anciano se transformó de repente en una bella imagen de la primavera. La alegría del anciano no tuvo límites, y conservó con cuidado el resto de las cenizas.

    La historia del jardín del anciano se extendió por todas partes, y la gente del país se acercó a ver el maravilloso paisaje.

    Un día, poco después, el anciano escuchó a alguien llamar a su puerta, y al ir al porche a ver de quién se trataba, se sorprendió al ver a un samurái allí. Este le dijo que era vasallo de un gran daimyō; uno de sus cerezos se había marchitado y aunque todo su servicio había intentado revivirlo, no lo habían conseguido. El samurái estaba molesto por la tristeza que le ocasionó la pérdida de su cerezo favorito a su señor. Entonces, por fortuna, escuchó que había un maravilloso anciano que podía hacer florecer árboles marchitos y su señor lo mandó a pedirle al anciano que lo acompañara.

    —Y —añadió el samurái—, os estaría muy agradecido si vinierais sin demora.

    El buen anciano estaba muy sorprendido por lo que oía, pero respetuosamente siguió al samurái hasta el palacio del noble.

    El daimyō, que había estado esperando impaciente la llegada del anciano, le preguntó en cuanto lo vio:

    —¿Eres tú el anciano que puede hacer florecer árboles incluso fuera de temporada?

    El anciano hizo una reverencia.

    —¡Ese soy yo!

    —Debes hacer que el cerezo muerto de mi jardín florezca de nuevo por medio de tus famosas cenizas. Delante de mí —dijo entonces el daimyō.

    Fueron todos al jardín, el daimyō, sus vasallos y las damas de su corte, que llevaban la espada del daimyō.

    El anciano se apretó el kimono y se preparó para subirse al árbol. Pidió perdón, cogió la olla de cenizas que había traído con él, y empezó a escalar el árbol, todos miraban sus movimientos con mucho interés.

    Por fin, llegó hasta el punto donde el árbol se dividía en dos grandes ramas, y situándose allí, el anciano se sentó y lanzó las cenizas a la derecha y a la izquierda sobre las ramas grandes y pequeñas.

    ¡Maravilloso, sin duda, fue el resultado! ¡El árbol marchito al momento floreció! El daimyō entró en trance de la felicidad, parecía como si se hubiera vuelto loco. Se levantó y abrió su abanico, llamando al anciano desde debajo del árbol. Él mismo dio al anciano una copa llena con el mejor sake y lo recompensó con mucha plata, oro y otras piedras preciosas. El daimyō ordenó que el viejo podía utilizar el nombre de Hana-Saka-Jijii o «El anciano que hace florecer los árboles», y que desde entonces todos debían conocerlo por ese nombre, y lo mandó a casa con grandes honores.

    El malvado vecino, como en las veces anteriores, se enteró de la buena fortuna del buen anciano, y todas las grandes cosas que le habían dado, y no pudo resistir la envidia y los celos que llenaban su corazón. Recordó cómo había fallado en sus intentos de encontrar monedas de oro y en hacer los onigiri mágicos, esta vez, sin duda, conseguiría imitar al anciano, que hizo florecer árboles marchitos solo con echar cenizas en ellos. Sin duda, eso era lo más sencillo.

El daimyō ordenó a sus vasallos arrestar al impostor.

   

    Se puso a trabajar y a recoger todas las cenizas que seguían en la chimenea de quemar el mortero maravilloso. Entonces salió en busca de algún gran hombre que lo empleara, gritando con tanta fuerza como podía:

    —¡Aquí viene el maravilloso hombre que puede hacer florecer árboles marchitos! ¡Aquí viene el anciano que puede resucitar árboles muertos!

    El daimyō en su palacio escuchó su grito.

    —Debe ser Hana-Saka-Jijii pasando por aquí. No tengo nada que hacer hoy. Dejemos que nos sorprenda con su arte de nuevo, me divertiría verlo trabajar de nuevo.

    Así que los vasallos salieron y llevaron al impostor ante su señor. Podéis imaginar la satisfacción que este sintió.

    Pero, al verlo, el daimyō pensó que era raro que no se pareciera en nada al anciano que había visto antes, así que le preguntó:

    —¿Eres el hombre al que yo llamé Hana-Saka-Jijii?

    —¡Sí, mi señor! —mintió el envidioso vecino.

    —¡Eso es extraño! —dijo el daimyō—. ¡Pensaba que solo había un Hana-Saka-Jijii en el mundo! ¿Acaso tiene algún discípulo?

    —Yo soy el auténtico. ¡El que vino antes ante ti era solo mi discípulo! —respondió de nuevo el anciano.

    —Entonces debes ser más hábil que el otro. ¡Muéstrame lo que haces!

    El envidioso vecino, con el daimyō y su corte detrás, fue entonces al jardín y se acercó a un árbol muerto, cogió un puñado de cenizas que llevaba con él y las esparció por el árbol.

    Pero no solo no floreció, sino que ni siquiera se vio un capullo. Al pensar que no había usado suficientes cenizas, el anciano cogió otro puñado y volvió a esparcirlas sobre el árbol marchito. Pero no sirvió de nada. Después de intentarlo varias veces, las cenizas llegaron a los ojos del daimyō. Esto lo enfadó y ordenó a sus vasallos arrestar al falso Hana-Saka-Jijii al momento y lo mandó a prisión por impostor. De ese encarcelamiento no se libró el malvado anciano. Así recibió el castigo que merecía por sus maldades.

    El buen anciano, sin embargo, con el tesoro de las monedas de oro que Shiro había encontrado para él, y con el oro y la plata que el daimyō le había dado, se convirtió en un hombre rico y próspero a su edad y vivió una vida larga y feliz, amado y respetado por todos.

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