sábado, 30 de marzo de 2019

La calle del Olmedo

(Ahora 6.ª del Correo Mayor)

En el gobierno del Excelentísimo Sr. D. Juan Vicente de Güemes Pacheco de Padilla,
segundo Conde de Revilla Gigedo, todos los ramos de la administración pública
fueron convenientemente reformados y atendidos por este ilustre Virrey, y sobre todo
la policía fue organizada, como nunca lo había estado durante el largo periodo
transcurrido desde la Conquista hasta entonces.
Aparte de las patrullas que recorrían por las noches las calles de esta ciudad de
México, en cada esquina había un vigilante, llamado guarda-farol, encargado a la vez
que de encender el alumbrado, de acudir como policía cuando lo hubiesen de
menester los vecinos que fuesen víctimas de algún robo, asesinato o cualquier otro
atentado.
La mañana del 16 de septiembre de 1791, los guarda-faroles números 23 y 67
dieron cuenta de un caso extraño, sucedido en la noche anterior, que dio origen a que
el insigne Virrey pusiese en movimiento a ios alcaldes de Corte, Mayores y
Ordinarios, que tenían a su cargo los cuarteles de la ciudad, donde se suponía haberse
cometido un crimen misterioso, pues así lo daba a entender el caso extraño
comunicado por los dos citados guarda-faroles.
El Virrey solicitó de sus subalternos policiacos le diesen lista expresiva de los
nombres de las plazas, calles y callejones que cada Alcalde tenía a su cargo, qué
casas de altos había vacias, con distinción de los mesones y posadas públicas o
privadas y el movimiento de pasajeros que hubiese habido en ellos; solicitó además,
que los señores curas de las parroquias de la Soledad y del Salto del Agua, le
informasen quiénes habían fallecido la víspera y dónde los habían sepultado; en una
palabra, practicó y mandó practicar toda clase de investigaciones encaminadas a
descubrir el delito, que mientras más diligencias se hacían no se podía encontrar su
huella.
Todas las pesquisas efectuadas fueron inútiles. En unas casas resultó que hacía
tiempo estaban cerradas y las llaves en poder de sus dueños o de sus apoderados; en
otras se halló que, aunque vacías, eran de bajos y la del supuesto crimen había de ser
de altos; y sólo en la calle del Bautisterio de Santa Catarina, frontera de otra que
llamaban la Amarilla, pudo percibirse que había manchas de sangre como de dedos
estampados en la puerta y a mano izquierda del zaguán, y estas manchas se
reproducían en el interior en diversos lugares de la casa; pero el escribano que asistió
a la vista de ojos, certificó que el perito médico D. Manuel Zivillas, convino en que
las dichas manchas eran muy antiguas, y no podía afirmar si eran de seres humanos o
irracionales; y esto añadido a la lejanía del barrio donde se observó el caso extraño,
origen del crimen que se investigaba, hicieron desechar como sitio del suceso aquella
casa. Los curas en sus informes respectivos, no dieron luz ninguna sobre el crimen,
ambos afirmaron que nadie había muerto ni había sido sepultado, ni en las vísperas ni
en el día en que comenzaron las inquisiciones.
En las posadas y mesones la averiguación tampoco dio resultado alguno. Las
noticias proporcionadas por los huéspedes o administradores se referían vagamente a
los arrieros que habían estado y se habían ido días antes del suceso, o a los indios que
comerciaban con materiales, pero que también habían permanecido con anterioridad
en ellos.
En cuanto a lo observado en las concurrencias públicas, la gente hablaba con
discordancia del suceso, de modo que no se podía formar cabal juicio ni percibir nada
cierto ni que diese un solo rayo de luz para descubrir la verdad en tantas versiones y
tinieblas.
Hasta llegó a creerse por uno de los pesquisidores que todo había sido una burla
muy pesada, muy injuriosa y muy perjudicial al bien espiritual del principal actor del
caso extraño que habían descubierto los guarda-faroles.
Pero ya el lector estará curioso e impaciente por saber qué caso extraño fue aquel
que había dado tanto trabajo a los alcaldes de Corte, Mayores y Ordinarios, para
tantas infructuosas diligencias, practicadas durante tres días sin descanso y con la
mayor actividad, y con no poco disgusto del celoso Virrey, que en estos asuntos
gustaba siempre no quedasen en punto y coma.
El caso extraño fue el siguiente: El Presbítero D. Juan Antonio Nuño Vázquez,
Capellán del Marqués de Guardiola, pasaba frente a las puertas del Coliseo de esta
ciudad de México el 15 de septiembre de 1791, y como a las ocho de la noche, se le
acercó un hombre de capa, que no era de color sobresaliente, y sombrero tendido, a
medio embozo, y le dijo: —Padrecito, ¿quiere V. M. ir a hacer la caridad de hacer una
confesión? A lo que le respondió: —¿Está muy lejos? Y entonces le contestó que no,
que estaba cerca; y oído le replicó: —Mire V. M. que si está lejos es fácil tomar aquí
un coche; y el hombre añadió que no había necesidad, que estaba cerca.
Acompañado de tal hombre, dieron vuelta hacia la calle de la Acequia, que fue
conocida hasta hace algunos años por la calle del Coliseo Viejo, y que ahora lleva el
flamante nombre de Avenida del 16 de Septiembre.
Llegaron al Portal del Coliseo, que ya no existe, y el hombre le señaló un coche,
que seguramente tenía prevenido, y a este tiempo se acercaron otros dos hombres,
con los cuales entró al coche, que era de cortinas, sentándose él a la testera y ellos al
vidrio, y el otro hombre fue a tomar las mulas, mas como iba de buena fe no advirtió
si era cochero o no.
Inmediatamente —dice el documento que extractamos— antes de rodar el coche,
uno de los dos hombres le puso un cuchillo en el pecho y le dijo: «Aquí no se golpea,
ni se grita, ni se hace acción alguna, que cualquiera le cuesta a V. M. la vida».
Inmediatamente el otro le cubrió la cara con la montera negra que llevaba puesta,
bajándosela hasta la boca, y encima de los ojos una fuerte ligadura; que en esta
disposición comenzó a andar el coche, siguiendo recto, según le pareció al sacerdote,
y después de haber andado largo rato, en que le pareció daba vueltas, a lo último se
paró; lo bajaron de los brazos y lo introdujeron en una casa de escalera que subió, y
entrándolo en una pieza le dijeron: «Aquí tiene V. M. a quien confesar»; a lo que
respondió que entre tanto no le pusieran en libertad sin las vendas, con los sentidos
expeditos como pide el ministerio, no podía hacer la confesión; a cuyas razones le
conminaron de muerte si no lo hacía como estaba; y resuelto a morir dijo que no,
reprendiéndoles el atentado y barbaridad, por lo que volvieron a ponerle el cuchillo
en el pecho, diciéndole que si decía más lo mataban; y manteniéndose en su primera
resolución, determinaron quitarle enteramente la venda que le privaba la vista y el
oído, dejándole sólo montera encima de los ojos, volviendo a amenazarle, que si
hacía acción de reconocer le matarían; y vístose en disposición de hacer confesión,
procedió a ella; fenecida que fue, lo pasaron a otra pieza, a su parecer seguida, en
donde hizo otra confesión, bajo las mismas precauciones y conminaciones, y
finalizada lo volvieron a vendar con mucha firmeza y lo bajaron, y antes de salir le
amarraron las manos a la espalda, pendiente el lazo con que le ataron del cuello,
donde también le echaron nudos, de modo que si tiraba del lazo para aflojarse las
muñecas y bajar los brazos, que se los suspendieron muy altos, se ahorcaba, y en esta
incomodísima postura, lo subieron al coche, no bastando repetidos ruegos que les
hizo y razones convincentes de que nada se sabría, para que le aligerasen o libertasen
del modo cruel con que lo ataron. Que por último siguió el coche su derrotero, y
después de haber andado un considerable rato lo bajaron, y andándolo otro rato a pie,
lo dejaron sentado en la puerta de la casa de una calle, intimándole no hablase ni
pidiese socorro hasta que diesen las doce de la noche, porque de lo contrario le
costaría la vida, pues ahí quedaban inmediatos. Que en este lugar estuvo algún tiempo
y aunque oía que pasaban gentes sólo se quejaba, mas no se atrevía a hablar,
temiendo fuesen los malhechores, hasta que acongojado de verse ahogado se quejó
recio, y llamó a quien oyó pasar para que lo desatase, y no atreviéndose éste a
hacerlo, volvió con otro, lo desataron y condujeron a la Casa de Moneda, hoy Museo
Nacional.
Éste es, en resumen, el caso extraño y verídico de que dieron cuenta los guardafaroles
a los alcaldes.
La víctima, o sea el sacerdote, a lo que parece en el proceso original, fue
encontrada en la esquina de la calle del Parque de la Moneda, y una vez desatada, la
llevaron como ya se dijo a la Casa de Moneda, de donde fue conducida después a la
calle de Vergara, en la que vivía.
Las autoridades, impotentes para inquirir el crimen misterioso, que sin duda se
cometió con las dos personas confesadas por el sacerdote, las autoridades, digo,
viendo que habían sido inútiles sus investigaciones, con prudencia intentaron que el

sacerdote revelase lo que había oído en el sigilo de las confesiones, pero aquel
esforzado varón que había sabido cumplir sin temor su ministerio, cuando lo
amenazaban hasta con la muerte los malhechores, selló sus labios ante las instancias
de la justicia, y prefirió pasar como burlado en una pesada broma, antes que descorrer
los velos del crimen misterioso, a fin de no violar el secreto que le imponía su deber
sacerdotal.
Pasado el tiempo, el vulgo que no estaba al tanto de las menudas investigaciones
que había practicado, desde el Virrey hasta el último alcalde; que había oído las
muchas y distintas versiones propaladas y alteradas por los vecinos del barrio; que
con su natural perspicacia sí se había dado cuenta de la casa y calle en que había
acaecido el suceso extraño, forjó en la fantasía popular la leyenda de la calle de
Olmedo, aunque haciendo pasar la escena años antes en que se verificara el crimen
misterioso, y convirtiendo al buen clérigo en un fraile que había perdido el juicio por
haber confesado a una muerta, e hizo de dos víctimas una sola.
La leyenda conservada por la tradición fue adulterándose cada vez más y al cabo
de un siglo, la imaginación de uno de nuestros inspirados poetas concluyó por hacer
una conseja, que sólo la verdad contenida en las amarillas páginas del proceso que
existe en el Archivo General de la Nación nos ha permitido desvanecer, pero sin
aclarar el misterio que cubrió para siempre al crimen perpetrado en la noche del 15 de
septiembre de 1791 y cuyo secreto se llevó a la tumba el sigilo inquebrantable del
discreto y cumplido sacerdote, D. Juan Antonio Nuño Vázquez.

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