sábado, 16 de marzo de 2019

Jagua (mito siboney)

Hamao, con los celos que en su corazón sembrara el Dios del Mal,
había sentido el primer dolor; Guanaroca, con la pérdida del hijo, la
pena primera y la más grande que una madre puede sufrir. Hamao comprendió
tardíamente lo irracional de sus celos y llegó a vislumbrar el
amor de padre. Guanaroca perdonó, y tras el perdón vino su segundo
hijo: Caonao.
Tranquila y feliz fue su infancia, bajo la constante protección de la
madre cariñosa. El niño se hizo hombre, y comenzó a sentirse invadido
de vaga inquietud, de profunda tristeza. No podía darse cuenta de aquel
su estado de ánimo, que le hacía indiferente la vida. Un día, al volver a
su solitario bohío, detúvose a contemplar a dos pajaritos que en la rama
de un árbol se acariciaban. Entonces comprendió el motivo de su pena.
Estaba solo en el mundo, no tenía una compañera a la que acariciar y de
la cual recibir caricias, a la que pudiera contar sus penas, sus alegrías,
sus ilusiones, sus esperanzas.
Sólo existía en la Tierra una mujer, pero ésta era Guanaroca, la que
le había dado la existencia.
Vagando por los campos, trataba en vano de distraer su soledad, y se
fijó en un árbol lozano, de bastante elevación y redondeada copa.
De sus ramas pendían los frutos en abundancia, frutos grandes y
ovalados, de color parduzco. En plena madurez muchos de ellos, se
desprendían del árbol y caían al suelo, mostrando algunos al reventar su
carnosidad sembrada de pequeñas semillas.
Caonao sintió un deseo irresistible de probar aquel fruto, y cogiendo
uno de los más hermosos, le hincó ávido los dientes. Su gusto era agridulce,
y siéndole grato al paladar, halló en aquel manjar extraño que de
manera pródiga le ofrecía la naturaleza, abundante y regalado alimento.
Tanto le gustó que fue a su bohío en busca de un catauro de yagua,
con la intención de llenarlo con los raros y para él sabrosos frutos.
De vuelta, empezó Caonao por reunirlos todos en un montón, e iba
a empezar a colocarlos en el catauro cuando un rayo de luna, hiriendo a
los frutos en desorden amontonados, hizo brotar de ellos a un ser maravilloso,
de sexo distinto al de Caonao.
Era una mujer.
Muy joven, hermosa, risueña, de formas bellamente modeladas; de
piel aterciopelada, color de oro; de ojos expresivos, grandes y acariciadores;
de boca roja y sonriente; de larga, negrísima y abundosa cabellera.
Caonao la contempló con éxtasis creciente. Como por encanto sintió
que de su corazón huían la tristeza y la melancolía, expulsadas por la
alegría y el amor. Ya no cruzaría solitario el camino de la vida. Tenía a
quien amar y de quien ser amado.
Aquella hermosa compañera surgida, al contacto de un rayo lunar,
del montón de la madura fruta, era un presente de Maroya, la diosa
de la noche, que del mismo modo que había disipado la soledad de
Hamao, el primer hombre, enviándole a Guanaroca, la primera mujer,
quería también alegrar la existencia de Caonao, el hijo de aquéllos, haciéndole
el regalo de otra mujer.
Caonao la amó desde el primer momento con todo el ardor de que
era capaz su joven corazón sediento de caricias. La hizo suya y fue
madre de sus hijos.
Aquella segunda mujer se llamó Jagua, palabra que significa riqueza,
mina, manantial, fuente y principio. Y con el nombre de Jagua también
se designó el árbol de cuyo fruto había salido la mujer, y por cuyo
hecho se le consideró sagrado.
Jagua, la esposa de Caonao, fue la que dictó leyes a los naturales,
los pacíficos siboneyes, la que les enseñó el arte de la pesca y de la
caza, el cultivo de los campos, el canto, el baile y la manera de curar las
enfermedades.
Guanaroca fue la madre de los primeros hombres; Jagua la madre de
las primeras mujeres. Los hijos de Guanaroca, madre de Caonao, engendraron
en las hijas de Jagua; y de aquellas primeras parejas salieron
todos los humanos que pueblan la Tierra.

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